Literatura a secas y buenos guiones

Por Alfredo Germignani

Habré tenido unos doce y tantos años cuando participé por primera vez de un encuentro literario. Fue gracias a Clelia, mi mamá, que motivada por mi interés por la poesía me conectó con las amuchadas literarias de la Peña Nativa Martín Fierro. Recuerdo a un tipo cuyo nombre no recuerdo. Tuve la impertinencia de preguntarle cuál era su autor favorito. Me contestó: “¡Qué pregunta, querido! Obvio: José Hernández”.

Capaz supe en ese instante que el periodismo no sería lo mío. Ni tampoco la literatura. De todas maneras, como en ese momento me gustaba mucho Neruda, no dudé en escribir significativos versos de amor. Como caricias significativas.

Hubo un señor, muy suelto de cuerpo, que quería enseñarme cómo tenía que recitar mis poemas de amor. Naturalmente: le corté el rostro. Le dije que si los recitaba como los recitaba Neruda se iban a morir de aburrimiento. El tal señor se enojó mucho, me retó, me dijo que era un irrespetuoso. Le contesté que si podía escribir poemas de amor podía hacer rimar la concha de la lora en un soneto, sin ruborizarme. Naturalmente: tenía sentido del humor.

Esa difusa percepción del acto artístico se transformó con el tiempo en una certeza incómoda. Porque simplemente no hay certezas ni absolutos. Nadie puede venir a decirte cómo tenés que escribir o imaginar tu literatura ni tus métodos creativos ni juzgar tus lecturas. Por ejemplo, que vengan a decirte que esto ya lo hizo Mengueche, tres siglos atrás… Ouh God ¡No tiene nada que ver! No necesariamente, al menos.

Quién lo hizo o no lo hizo primero, segundo, tercero o cuarto, importa un huevo. A guisa de ejemplo nomás, Sábato practicaba una simpática apología al afirmar [muy apesadumbrado como él siempre andaba por la vida], que lo mejor era publicar un libro por década. Borges se jactaba de la necedad de la novela. Aira diseñó una matriz para multiplicar sus libritos en muchas editoriales en todos lados por todas partes. Todo macaneo. La tradición, sí, es ponderable; pero no condicionante.

No hay un modo específico correcto para leer la literatura que amas o que no. No hay metodologías para escribir que garanticen el éxito comercial, según una ecuación basada en: tiempo de lectura es equivalente a tiempo de escritura. Mientras más sufro, mejor escribo. Mientras mejor río, peor leo. Según esas tangentes, la literatura que escribes será mejor mientras más infinitos libros leas.

Que después de La noche de los muertos vivientes de George Romero de 1968, vengan a macanear con el huevón de la literatura-seria y tomar-en-serio-la-literatura, es escandalosamente incomprensible. Como las cosas que sigue diciendo Maurizio Macri o Mario Vargas Llosa; pero, como sabemos todes, los zombis no existen, pero los apocalipsis zombis sí.

Si tuviera que probar este guiso literario que yo mismo cociné diría que hay guisos y guisos, pero el que yo cocino es el mejor. No importa cuanto sepas, tus conocimientos no te ponen a salvo de tu estupidez, tu racismo, tu fascismo, tu transfobia, tus violencias. Juzgar una obra por cómo piensa su creador es un acto deliberado de mala fe. O bien de ignorancia. Ejemplos hay montones, googlear.

No hay mala literatura ni buena literatura. La literatura es literatura a secas; incluso si es mala, incluso si es buena. Es más, creo que de la supuestamente mala literatura surgen universos más apasionantes que de la supuestamente buena. Como las películas de terror y ciencia ficción de los años 80. The Thing de John Carpenter de 1982 justamente: sigue sin tener nada que envidiarle a lo mejorcito que tiene hoy Netflix con todos sus kilómetros de lienzos verdes. Y no olviden que Sigourney Weaver en Alien: el octavo pasajero de 1979 es lo más.

En última instancia lo que importa es tener en claro nomás: la libertad no es poder ser infinitamente rico ni hacer lo que te dé la gana. Andar viajando por ahí de trotamundos no te hace más libre que el dinero que necesitás para poder hacerlo ni hará que escribas mejor. La literatura es fantasmática y de las oscuridades más profundas llegan ecos de risas que alguna vez fueron sinceras. Los actos más monstruosos originan a veces las creaciones más perfectas. Y viceversa.  

Alabadas sean las palmeras para la actriz Kathleen Turner cuando dice: “Nunca he estudiado interpretación. La gente habla de esas diferentes técnicas, Meisner, y todo eso. No sé de lo que hablan la mayor parte de las veces. Mi escuela de interpretación fue actuar. En La Pasión de China Blue interpretaba a una diseñadora de día y prostituta a 50 dólares en Hollywood Boulevard por la noche. ¿Crees que yo iba a salir con las putas de Hollywood Boulevard para descubrir cómo coño era aquello? Tengo imaginación. Creo que toda la información que necesito está en el guión. Y si no está, entonces no es un buen guión”.

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