Por Alfredo Germignani
Las amé (y las amo) de principio a fin, las miré y las volví a mirar innumerable cantidad de veces, a la de 1978 de Dario Argento (siempre que puedo la vuelvo a mirar) y al magnífico tributo realizado por Luca Guadagnino en su versión 2018 (la amé como se aman ciertas cosas retorcidas, secretamente, entre el corazón y la nada). Leí por ahí que a Dario Argento no le gustó para nada el tributo de su compatriota Guadagnino. Es ejercicio útil hacer una comparación entre las dos, para sopesar las distancias estéticas y valorar así el direccionamiento de sus potencias. El tratamiento de colores entre una y otra por ejemplo, rojo, amarillos y ocres en la de 1977 —año en la que se estrena la primera y en cuyo contexto político, social y cultural acontece la segunda, atravesada por el rabioso “otoño alemán” de la Berlín dividida— y de tonalidades apagadas grises, marrones y azules en la de 2018.
La experiencia visual extrema del giallo seguirá siendo maravillosa por muchas generaciones más. Es acertada la distancia hasta conceptual que se impuso Guadagnino para apartarse de la narrativa simple y eficaz del género propulsado en 1929 por la literatura pulp detectivesca y de misterio y que el cine italiano estandarizó con La chica que sabía demasiado de 1963, dirigida por el capo Mario Bava. Suspiria 2018 es tan cautivante como la de 1977, a pesar de que nada las hermana. Capaz la participación especial de Jessica Harper en la versión de Guadagnino, habiendo sido protagonista en la de Argento, la entramen como dato de color para el fandom. Simbolismos viscerales, lecturas feministas, políticas, y psicoanalíticas la desatan, hasta en el fluir de la danza y en la matriz ideológica de entender el aquelarre de brujas como una comunidad solidaria. “Históricamente esa comunidad viene de la idea de la toma de poder de las mujeres. Sin embargo ese concepto fue desvirtuado por la religión y la historia oficial, asignándole a estas mujeres un pacto con el demonio”, dijo Guadagnino. El poder hipnótico de Dakota Johnson, que interpreta a la bailarina Susie Bannion, una muchacha ingenua en apariencia que desembarca en Berlín para estudiar danza contemporánea. Susie viene del estado de Ohio, de una comunidad menonita de cristianos anabaptistas. Tilda Swinton compuso tres personajes: Madame Blanc, Helena Marcos y el doctor Josef Klemperer. Dentro de la cofradía de la academia de danza hay dos bandos, uno encabezado por la decrépita Helena Markos y otro enarbolado por la intrigante Madame Blanc. Mientras en la academia buscan el cuerpo de una joven (y en lo posible bella y virtuosa) muchacha para reemplazar el putrefacto cuerpo de la bruja Markos (aparentemente después de otros intentos que no prosperaron). La banda sonora por Tom York, «Suspirium», es conmovedora y posee la sensibilidad con la que Guadagnino describe la fortaleza y la fragilidad de los cuerpos. En cambio Suspiria 1977 es tan, tan dramáticamente visual que prevalece incluso por sobre la historia de Susie Bannion (Jessica Harper), una bailarina estadounidense de ballet que viaja a Alemania para perfeccionar su técnica en la academia Tanz. No sabemos más de la Susie Bannion de Jessica Harper. De la de Dakota Johnson en cambio conocemos de dónde viene [«Una madre es una mujer que puede ocupar el lugar de todos los demás pero cuyo lugar nadie más puede ocupar»]. Ni bien llegada a Alemania Susie Bannion (Harper) deja atrás el aeropuerto, pelea con el viento y la lluvia, en una ciudad de aspecto fantasmal y tenebroso, casi siempre vacía, se arroja a la avenida (tan dramáticamente que, a cuarenta y dos años de su estreno, todavía exaspera hasta la crispación) moviendo los brazos, intenta detener un taxi, hasta que finalmente lo logra. Goblin ambienta con su rock progresivo de escalofríos la psicodelia del horror giallo en medio de una orgía visual de colores primarios narcodélicos. Deviene el asesinato de una bailarina, Bannion pronto sospechará que el instituto guarda un oscuro secreto detrás de sus antiguas paredes. Deberá sobrevivir a la magia negra, asesinos y brujas. De sublime belleza visual y escalofriante gore, la carne del cuerpo mutilado resulta en potencia común gráfica, aunque sus fuerzas estéticas son opuestas, se expanden y contraen en el mismo universo. El final de Suspiria 2018 es magistral, una sinfonía del horror, trágica y hasta romántica, me recuerda a esa máxima que dice: «A veces los actos más monstruosos, engendran a las creaciones más perfectas». El poder de la femineidad es tan bello como político para Guadagnino, mientras que lo político para Argento es la belleza —en el terror. Me conmovió hasta las lágrimas la infancia en Ohio de Susie Bannion (Dakota Johnson), la precipitación onírica visual propuesta por Guadagnino a través de la cual accedemos a fragmentos de su severa y brutal infancia bajo el yugo ideológico del cristianismo, encuentra en la catábasis su sangriento ritual la liberación: ella siempre fue La Madre Suspiriorum. En la última escena de Suspiria 1977 Susie Bannion (Harper) mata a Markos, luego huye, la academia y las brujas —aparentemente— se queman, mientras que en la de Guadagnino las brujas se fortalecen. El personaje del doctor Klemperer (Tilda Swinton), cuya esposa desapareció a manos de los nazis, es desgarrador, como testigo de la culpa generacional de los jóvenes alemanes por su pasado hitleriano, la cual harán pagar cargo a la generación venidera. La danza, en tanto, cumple otra función en el filme de Guadagnino, pues en la del 77 es casi un decorado, y en la primera un ritual de belleza y poder político.
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