La gotita de la ventana igual a la de Scarlett Johansson luego de ese conmovedor abrazo que se da con Bill Murray, que le dice algo, una confesión, una declaración, un testimonio, una revelación, ¿de amor?, puedo afirmar con seguridad que es de amor, es la única certeza que atesoro, daría todo por saber qué palabras construyen esa certeza, y aunque todo es sólo una forma de decirlo, de mostrar la inquietud, el desasosiego que me causa tal secreto guardado en el corazón de Charlotte y en la memoria de Bob, entiendo también que conocerlo significaría cercenar el misterio, mutilar el enigma y la intriga que dan espacio a la imaginación para que ese secreto sobreviva al corazón y la memoria de ambos y a la herida inicial de la palabra que abre el vacío que la nada siempre me reserva, como si me esperara desde antes de mí y de estos diarios, para que me pueda contar.
No hay otra cosa que importe que ver esa lágrima caer, una lagrimita diminuta transitando a través de su mejilla, desatada hacia las honduras indómitas del corazón por la revelación de la palabra que horada ese corazón y que viene desde otro, para devolver toda esa tristeza al mundo, una tristeza que apenas si llega a doliente, contenida en la forma que le da el silencio cómplice de los que saben se quieren bien, se libera impasible, la lágrima no opone resistencia a su muerte ineluctable; es por eso que no puedo concebir un duplicado ni contener a otra que de ella venga que no sea la que es, o la que quiere ser, una vez afuera, la que yo elijo; acontece así la historia porque hay otro que soy yo que la observa, es otro y ese otro soy yo y la observa, porque acontece en otra historia la observa, la corresponde, la desea y la cuenta. La desea y la cuenta.
Puedo recordar toda la escena de principio a fin como si contemplara una fotografía de Cecilia y su tristeza de aquella tarde en la escuela 42 o la escena de la puerta entreabierta en que mamá recitaba un poema de Dylan a Cecilia antes de dormir. Bob no terminó de subirse al taxi que su rostro entumeció, agitado como estaba, aunque no se le notara del todo la conmoción interna, la lúgubre y siempre bulliciosa convulsión que precede a una despedida. Así estaba cuando ni cuenta se dio que el coche ya andaba, que regresaba; quería marcharse y ahora que lo está haciendo su única preocupación residía en haberlo deseado con tanto ahínco, eso le hace pensar que el tiempo pasó demasiado pronto y se puso un poco triste; sus ojos la dejaron salir, a la tristeza, que es, en la soledad y el silencio profundos, la única salida al mundo que le conozco. Estoy seguro que pensé que no había nada más por hacer cuando, después de bajar la ventanilla, clavó su mirada entre la gente, fue un momento nada más, un instante, que fue el tiempo que necesitó para distinguirla. Deténgase, deténgase, le dijo al chofer, aguarde un momento, y se bajó.
Ella caminaba de espalda al mundo; pero al mundo, al igual que al pasado particular e histórico, si a esos pasados me atrevo a invocar, no se le vuelven la espalda con tanta ligereza, porque tal osadía es pagada con la suerte que ellos, a su antojo y parecer, echan sobre vuestros destinos. Basta con fijarse en cómo Charlotte quedó ante este impensado regreso, le tiembla todo el cuerpo, ya nuevamente frente al suyo, el de Bob, que ahora la mira profusamente, aunque no le hace falta; lo conoce de memoria, hay rostros que no se olvidan nunca y el de esta bellísima muchacha neoyorquina es uno, quizá a partir de ahora el único, sabe que es el único y por eso la trae hacia sí y la abraza, es lo que se hace cuando se ha aprendido a querer a alguien, bien podría amoldarse ella a la forma de su pecho, o viceversa, a su flaqueza, a su soledad, a su miseria, que si a esa no la conoce no faltará oportunidad, como lo es el turno ahora de la esperanza. O felicidad, que es, quizá, la explosión contenida que vendrá, la sangre que arriba querrá estallar, después, porque hay que prestar atención a qué sucede ya: su mano izquierda sube hasta su nuca y acaricia sus rubios cabellos; ella siente este afecto; lo sé porque su cara descansa sobre su hombro, serena e impasible, empero, vulnerable; sus pupilas parecen dilatarse, espera su sollozo un parpadeo, que viene, sí, parpadea, llora, no, no es un llanto, es apenas una lágrima, abre y cierra los ojos y la lágrima que antes caí ya no está. Charlotte asiente y dice que está bien.
Es que Bob le dijo algo al oído, no puedo saber qué, ojalá nunca lo sepa; puedo sin embargo suponer que lo que ha dicho, impulsado por las misteriosas convicciones del corazón, infalibles en la influencia de decisiones trascendentales, podría cambiar la manera de ver las cosas, y reconozco que cosa es una palabra que designa y aun contiene a muchas otras, valga la redundancia, cosas, si supiéramos por supuesto cómo estos personajes seguirán adelante con sus vidas, quiénes son a partir de ahora y quiénes serán después, repito: ojalá no lo sepa nunca; qué fue lo que dijo o confesó, así tan cerca de su oído, demasiado cerca, susurrándole; fueron sólo unas pocas palabras, duró segundos en decirlas, qué daría yo por no saberlo, la incertidumbre raja la inmovilidad, otra vez, vuelvo hacia atrás la escena, una, dos, tres, cuatro veces, las que sean necesarias, perdí la cuenta ya, no hay caso, es el mismo murmullo; puede entenderse, como mucho, si es que se pone toda la atención auditiva posible, que pregunta, ¿está bien?, y ella abre y cierra los ojos, asiente y dice que está bien.
Hay quienes dicen que es imposible, que todo no puede ser dicho, que no hay lugar o palabras que contengan tan vasto e infinito significado: todo. Pero jamás hubiese imaginado que todo fuera tan poco; que todo fuera a decirse en una porción de palabras recónditas e inconfesables y que por esa razón tenga la certidumbre que aquéllas, en las márgenes de sus totalidades, alberguen unas cuantas ilusiones posibles. Sería inútil llevar a cabo la labor de dilucidar qué dijo Bob a Charlotte, no porque no se pueda; sucede más bien que en la intimidad mora la seducción, o en el secreto para el que así lo prefiera. Más vale disfrutar de esta minúscula felicidad que sus rostros ponen en evidencia y presenciar a esa felicidad llevada a los actos, en el interminable beso que ahora le da, no era para menos, si se trata de una segunda despedida, momento clave e inolvidable para sus vidas, y yo, qué descaro, qué egoísmo, queriendo saber qué le dijo Bob a Charlotte; construyo posibles frases en la mente que nadie conocerá, procuro convencerme de que no es necesario revelar el tal misterio, que de nada sirve, de nada sirve, digo, mientras él le dice adiós y ella le dice adiós también, por última vez mirándolo irse; camina Bob hacia atrás como si no quisiera irse, aunque sonríe, ella también lo hace, conmovida esboza una devastadora media sonrisa que arrolla sigilosamente el trajinar de la gran ciudad japonesa; quizá no sea para tanto, ¿me excusará Cecilia si es necesario?, ¿me perdonará?, mas qué final es éste, irremediable partida se avecina una nueva esperanza.
Con Perdidos en Tokio descubrí a Scarlett Johansson. Aunque en verdad la descubrí luego del suceso con la gotita de lluvia cayendo sobre el vidrio de la ventana en la habitación de Cecilia; fue el detonante, el decidido episodio que me condujo a reverla muchas veces más; fueron casi dos meses en los que día a día me detuve en el abrazo de Bob y Charlotte; en la confesión secreta de Bob; en la lágrima imposible de Charlotte. A pesar de eso me debía saber si Scarlett Johansson podía igualar esa lágrima en otras actuaciones, si esa lágrima era idéntica o semejante en otras interpretaciones, y en similares circunstancias, a la de la gotita de lluvia en su cara, no a la de Scarlett misma, sino a la de Charlotte, pues, tengo que decirlo, no es lo mismo, aunque a veces, incluso hoy, me parezca que sí.
Cecilia me decía que estaba loco, que no podía pasar tanto tiempo mirando películas de Scarlett Johansson, que eso era de obsesivo y de pajero y que no tenía, en lo absoluto, ningún sentido ni relación con la gotita de lluvia en la ventana. Es un absurdo, me decía. A mí no me importaba dado que yo necesitaba saber si Scarlett Johansson podía trazar una tristeza al menos similar a la de Charlotte con otros personajes. Pero procurar esbozar ese paralelo fue, incluso en la imaginación, una empresa apócrifa desde el principio, dado que los actores, en la construcción de sus personajes, experimentan límites entre la realidad y la ficción que son infranqueables. Lo intenté, pero no hubo caso. No había, pues, ninguna posibilidad de bosquejar siquiera una síntesis analógica entre el Charlotte conseguido en Perdidos en Tokio y el resto de los personajes interpretados en la docena de películas que alcancé a ver, ni entre ellos ni entre sus melancolías más hipnotizantes y reveladoras; en ninguna su desconsuelo salía al mundo con la simpleza y el ensueño conseguido en Perdidos en Tokio. Su actuación ahí podría parecerse a un certero folk de Woody Guthrie, quizá por eso Bob Dylan escribió “When the deal goes down”, que, traducido, podría querer significar “Cuando el trato se realice”, o en su sentido más metafórico, de convicción acaso, “Cuando llegue el momento”, y cuyo vídeo de esa canción Johansson protagoniza y en una escena se la ve sosteniendo la novela autobiográfica de Guthrie, la única que escribió, Bound for glory; sin embargo, tal vez no podría significar nada aunque yo quiero imaginar que sí, quiero imaginar, sobre todo cuando Dylan canta “Junté un flor y floreció en mi ropa./ Seguí el arroyo ondulante./ Oí el ruido ensordecedor, sentí alegrías pasajeras; / sé que no son lo que parecen,/ en estos dominios terrestres, llenos de desilusión y dolor./ No me verás poniendo mala cara./ Te debo mi corazón y esa es toda la verdad./ Y voy a estar con vos cuando llegue el momento”, quiero imaginar,. Decía, que fue lo último que Bob susurró al oído de Charlotte, voy a estar con vos cuando llegue el momento. Sé que suena pretencioso, pero conjeturo que el mismo Dylan lo imaginó también; de otro manera no habría pensado en Johansson cuando compuso “When the deal goes down”, y con más razón aún si, como yo, se enteró, con desencanto y desilusión, que el secreto más dulce y maravilloso del planeta, ante el cuál yo me había rendido por completo, fue injusta y estúpidamente revelado.
Hace unos días nomás hojeaba el diario, y me encontré con una noticia que me perturbó: “Encontrado en Tokio”. La información, cito sólo un fragmento de ella, dice más o menos así: “parece que el misterio se ha sido develado: alguien tomó aquella inolvidable escena final, y ‘limpió’ digitalmente el audio –borrando los sonidos ambientales y aumentando el volumen de las voces de los protagonistas– y la colgó, con subtítulos, en Internet”. ¿Qué dice la noticia que le dice Bob a Charlotte?
BOB. —Ahora me tengo que ir… Pero no voy a permitir que eso se interponga entre nosotros, ¿está bien?
CHARLOTTE. —Está bien.
Todavía conservo el recorte de la nota, suelo leerla a veces, aunque ya no me remite a los murmullos de Bob en la oreja de Charlotte; pienso, sí, que el tipo que se encargó de hacer esto es un verdadero hijo de puta. Los secretos ajenos, no son más que las proyecciones de nuestras propias esperanzas frustradas. Indagamos en esas miserias para, por un rato al menos, sentirnos a salvo de las nuestras. Tal vez esa escena de Perdidos en Tokio era la mía, mi propia miseria inconfesable, únicamente mía, aunque también suya, de Cecilia digo, mientras el misterio duró, porque, entre ella y yo hubo, también, un gran secreto. Lo sabía ella, lo sabía yo, y lo supo el profesorcito porque Cecilia se lo contó. No le guardo rencor por eso; pero yo le prometí que no se lo contaría a nadie. Que no se lo contaría a nadie. Tal vez haberlo hecho, haber develado ese misterio, fue redimir una esperanza guardada, doliente, en su cobardía. Por eso hay que hacerle caso a David Bowie cuando dice que no hay que creer en el amor moderno.
¡Interesante!
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Gracias Florencia por comentar !!
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