Por Gustavo Alé Nasir
Los escrupulosos dicen que son macanas. Que no, que no murieron el mismo día, que la confusión vino de un embrollo de calendarios distintos, que es hija de la precariedad del incipiente siglo XVII… Pero, ante semejante oportunidad de símbolo y de simetría, lo cierto es que a nosotros, los que cultivamos la vocación mitológica y sí sabemos con qué escrúpulos regirnos, incluso a riesgo de consentir tanta pérdida de genio para una sola jornada, nos entran unas ganas locas de que sí, de que los dos, Shakespeare y Cervantes, hayan muerto ese mismo 23 de abril de 1616 y que sea por eso que hoy se festeja el Día Internacional del Libro. Es más: como alguna vez nos vamos a tener que morir de todas formas, las ganas nos alcanzan incluso para querer palmar nosotros mismos un 23 de abril, siquiera para parecérnosles en algo a los maestros… Por esa misma vocación mitológica por la que voy a pasar por alto, entonces, la falsa coincidencia de fechas, voy a pasar por alto también a Garcilaso, a la UNESCO y a los derechos de autor: somos, como decíamos, amigos de la mitología, no de la superstición…
Y no ser amigos de la superstición es precisamente lo que nos lleva a lo próximo: un juego de salvedades para demarcar y especificar a qué nos referimos exactamente cuando hablamos de «libros» y enarbolamos la bandera de su sacralización. Empecemos, pues, por referir la sencilla anécdota de que, para aludir al hecho evidente de que no es el libro-soporte lo que nos interesa, sino su contenido mágico de arte literario o de sabiduría, Borges (no lo cito, pero lo evoco, para que mis amigos no duden de mi identidad) acuñó otra de sus recurrentes frases célebres, aquella según la cual un libro es «apenas una cosa entre las cosas»… Creo que, con eso solo, en este sentido ya está todo dicho. Sin embargo, las salvedades no cesan ahí. Incluso tomando a la palabra «libro» en el sentido de «contenido», no por eso ya todo libro pasa a ser digno de devoción, y, francamente, hay algunos que ni siquiera son dignos de respeto: una pluma en la mano de un idiota, de un desquiciado o de un canalla, puede engendrar un libro que sea un vehículo de la equivocación, del disparate o del engaño y, a través de cualquiera de ellos, de la ruina más absoluta y, en última instancia, del mal. De manera que, cuando decimos «libro», la categoría no contiene lo mismo para todos, sino sólo lo que cada uno de nosotros honestamente pueda identificar con la virtud…
Afecto como fui siempre a la poesía lírica y, en segundo lugar (lejos), a la narrativa de trama, partidario del esteticismo, de la torre de marfil, del preciosismo, opuesto al costumbrismo, a las descripciones de cortinados, a la psicología de los personajes, y, especialmente, al compromiso social y a la militancia política en las letras, siempre creí en la lectura hedónica, en el arte por el arte, en que el arte es para el deleite (mejor dicho: en que todo arte es sólo para el deleite). Sin embargo, últimamente, una consideración más detenida de algunas consecuencias nefastas de la falta de inteligencia me llevó a revalorizar de otra forma las verdaderas posibilidades que ofrecen los libros buenos. Es que, además de ser un elemento vital para la comunicación y una arcilla para el arte, el lenguaje es también un instrumento del pensamiento, con lo que, del otro lado, apunto a decir que va a ser muy difícil que lleguemos a tocar un pensamiento verdaderamente lúcido sin una alianza con los libros y sin cultivar el hábito de la lectura, pero no de cualquier lectura, que de nada le sirve la mansedumbre al lector, sino de una lectura inteligente y crítica: una lectura de veras rebelde… Hoy, cuando los vítores y los aplausos autómatas de la chusma enfervorizada se congregan irreflexivos (thoughtlessly) en torno de un Leviatán cada vez más hipertrofiado, más peligroso y más bobo, la resurrección de estos últimos ideales luce más urgente que nunca, puesto que, en la hora presente, vemos cómo la sombra de la insensatez se alarga sobre nosotros bajo la forma de una franca amenaza a la libertad…
En fin… Si no es falso que el mejor final para un discurso de celebración ha de ser una invitación a brindar, desde esta silla de mi reclusión, yo quiero que mis palabras para el libro sean estas: «Deseamos ver que lo más bello abunde», tal la magnética traducción que nos obsequia Andrés Ehrenhaus de un primer verso de uno de nuestros homenajeados de hoy: From fairest creatures we desire increase.
23 de abril de 2020