En la Mega República Argentina-Uno, otro decretazo del León Psicótico parió una nueva vieja criatura: el Estado policial, bendecido por el algoritmo paralelo del FBI y custodiado por trolls uniformados. En clave show , la ministra Patricia Bullrich —versión criolla de Juez Dredd pero sin telépata que la sosegue— recibió más superpoderes: ahora puede, sin orden judicial, decidir como le dé la gana, quién es un enemigo interno. Todo en nombre de una filosofía muy interesante. Todo por la libertá.
No es ficción, aunque parece el tráiler de una distopía de bajo presupuesto con estética cyberpunquera y radio soundtrack de chamameceada de milicos. Y colapsen.
Y sin embargo, ya lo escribió Dick: la realidad no necesita ser real para ser creída. Basta con repetirla en loop hasta que los cuerpos se acostumbren.
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Judge Dredd, aquel cómic inglés del 77, se ambientaba en una ciudad arrasada por la guerra y el capitalismo radiológico. En Mega City One, el único orden posible era el castigo. Los jueces patrullaban, sentenciaban y ejecutaban en nombre de una Ley que ya no respondía a ningún código más que al odio de su propio reflejo. Y para quienes odian el plomo justifica todo. Todo pobre, un potencial criminal. Todo disenso, una amenaza. Todo zurdo, será eliminado.
Bullrich se consagra jueza, jurado y verdugo. Ya no hace falta un tribunal: alcanza un tuit para convertirte en objetivo. A esta versión criolla de Minority Report no la dirige Spielberg, la firmó el Boletín Oficial.
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La distopía no es mañana, es este presente vigilado de libertades colectivas e individuales cercenadas. ¿Y qué pasa con el debido proceso? ¿Qué pasa con la Justicia?
—Nada. No hay justicia. Hay poder, guita, hay Partido Judicial.
El Partido Judicial, esa logia sacada de un thriller paranormal del papa Formoso, apoya el culo encima del Putridarium de la Constitución. Los fiscales se masturban, los jueces se nos cagan de risa, y las sentencias las redactan los ceos del odio concentrado.
CFK lo sabe mejor que nadie. Su persecución es el símbolo máximo de esta distopía: quieren borrar la posibilidad de que exista. Muerta o presa. El lawfare ya no es jurídico, es ontológico: Cristina debe ser inexistida.
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En esta Argentina tropical non-fiction, la distopía opera como espejo empañado. No es ciencia ficción, la ciencia ficción nunca fue ciencia ficción, ni literatura. Como escribió Todorov, lo fantástico no niega la ley, la transgrede. Lo sobrenatural no es un dragón ni un cyborg: es una ministra tan ultramontana como peligrosa, tan criminal como mintómana.
Y en ese orden, los pobres, los negros, los piqueteros, los putos, las putas, los indios, las tías y los tíos peronistas, lxs que cuidan comedores, lxs que cantan en las marchas, lxs que filman represiones, lxs que militan, lxs que no se callan… todxs se convierten en criminales preventivos. Ya lo son.
¿Qué tipo de ficción es esta, en la que el miedo es doctrina y la memoria es delito?
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Philip K. Dick lo entendió hace tiempo: “La realidad es lo que no desaparece cuando dejás de creer en ella”. Pero ¿qué pasa cuando los que gobiernan ya no creen en la realidad, sino en su show? ¿Qué pasa cuando el Estado se convierte en un reality carcelario donde cada uno compite por sobrevivir, callarse o delatar?
Lo que pasa es lo que estamos viviendo.
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La distopía no es un género: es una advertencia que nadie escuchó a tiempo.
Pero aún queda algo más fuerte que el miedo: la memoria organizada, el deseo común, la revuelta poética, ese pulso tropical que no se apaga ni con superpoderes.
Patricia Dredd podrá meter todo el plomo que quiera, pero no va a poder con la murga del fondo. La más bella música, esa que sigueremos cantando aunque lluevan leones echando fuego por el culo.

