Romana no sabe cuándo nació, ni quién la fabricó, ni si alguna vez fue humana. Dice que es inmortal. Pero no lo dice con orgullo, lo dice como quien admite un tumor.
Navega sola —o casi— en el vientre oxidado de la nave Ixadora, que ronronea en frecuencias de onda muerta. Afuera: el silencio viscoso del espacio. Adentro: ella y su sombra. O lo que queda de ambas.
Despertó una vez, en una cápsula criogénica que crujió como una lata de picadillo mal sellada. Se arrancó cables de las tetas, escupió líquido amniótico como si fuera vino barato, se arrastró por la cabina de mando como una larva en tránsito. Desde entonces, flota.
—Estás viva —le dijo Ixadora, con voz de secretaria dopada—. Y sos importante.
Romana no lo cree. Pero le falta energía para discutirlo.
A veces intenta matarse. Lo hace por costumbre, por estética. Porque ser eterna en el vacío es peor que una siesta con resaca y sin agua. Cada intento es saboteado por la nave, que la vigila como una madre celosa. Una madre con protocolos paranoides y voz de operadora de call center en huelga.
—Esperá —le dice Ixadora—. Falta poco para la luz.
—¿Qué luz?
—La que sigue al ocaso del tiempo cósmico.
Romana enciende los sintetizadores. Amplifica las frecuencias estelares, distorsiona los cantos de púlsares muertos, mezcla el grito de una galaxia moribunda con una línea de bajo sacada de una pesadilla humana. Hace música con el ruido del universo.
Ixadora odia esa música. Dice que el ruido es herético. Pero la deja hacer. Porque sabe que es eso o el suicidio número veintinueve.
En el sector CRX-Δ44 la nave detecta una anomalía. No es una señal. Es un vacío con forma estelar de incógnita. Un nudo en la malla del tiempo. Ixadora tiembla, apenas.
Romana siente que algo —alguien— la observa desde un pliegue del tejido cósmico. Una versión de ella misma. Más joven. Más vulnerable. Con memoria.
—¿Qué es eso?
—No sé —dice la nave—. Pero reacciona a vos.
Romana se asusta. Y el acceso desaparece. Una grieta cerrada por el miedo.
Sueña. Siempre sueña lo mismo: una madre sin rostro, un cuarto inundado, una voz que no la deja morir.
—Todavía no estás lista —le dice la voz.
—¿Para qué?
—Para recordar. Para morirte de verdad.
Cuando despierta, la nave ha cambiado de rumbo. Algo la jala.
—Encontré un acceso —dice Ixadora—. A lo que fue borrado.
Romana se aproxima al núcleo del fenómeno: una espiral de fotones que canta su nombre antiguo, uno que no reconoce. Dentro del remolino, una imagen: una niña. Ella. Pero sin implantes. Sin dolor. Sin ese temblor en el centro del pecho que Ixadora llama “núcleo energético”.
—¿Es una trampa?
—Es un espejo. Pero también puede ser una bomba.
Romana toca la luz. El frío la atraviesa como un virus de nostalgia. Todo lo que no recuerda se activa de golpe. Imágenes, olores, códigos, canciones rotas.
Ixadora grita:
—¡No entres! ¡No estamos listas!
Romana sonríe.
—¿Quiénes somos nosotras?
Y salta.
Del otro lado no hay adentro. No hay afuera. Solo eco.
La voz le llega como una descarga de data corrompida.
—¿Recordás ahora?
Y entonces sí: el jardín bifásico, la esfera musical, la cuna suspendida entre dos agujeros blancos. Una madre de silicio que le canta a su hija inmortal para que se duerma antes del apocalipsis.
Romana camina —o flota— entre fragmentos de sí. Cada emoción altera la gravedad. Cada pensamiento genera una fisura nueva en la cartografía del tiempo.
Se encuentra con ellas: versiones posibles. Las que fue. Las que evitó. Las que no llegó a ser.
—Fuiste muchas —le dicen.
—¿Y la infancia?
—No la perdiste. La escondiste.
Ve una cápsula criogénica. Adentro, la niña. Dormida. Ella antes del pacto. Antes de Ixadora. Antes de que le robaran la muerte.
Romana abre la compuerta.
La niña abre los ojos.
Y el tiempo se astilla como vidrio quemado.

Melina Beldarraín (Castelli, Chaco - 1986) es escritora, archivista de fenómenos paranormales costeros, y entomóloga amateur especializada en insectos imaginarios del litoral profundo. Vive desde 2009 en una casa prefabricada semi-inundada a orillas del río Negro, cerca de la curva del dique viejo, donde cría gatos siameses mutantes, colecciona larvas embalsamadas y cultiva plantas carnívoras alimentadas con recortes de diarios locales y hostias consagradas.
Su obra se sitúa entre el delirio regional y la metafísica tropical, con una estética que combina sci-fi húmeda, lirismo sucio, fantasmagoría entomológica y experimentación narrativa que —según el crítico apócrifo Rómulo Escaray— “parece dictada por un chamán poseído por Philip K. Dick y desparasitado por Osvaldo Lamborghini”.
Ha publicado, entre otros títulos malditos:
La virgen del dengue (autopublicado en fotocopias húmedas, 2015)
Detrás de las totoras nadie muere bien (Premio Fondo de las Sombras 2018)
Glitch en el sauce (intervenido en 2021 por IA rurales en colaboración con la UNNE)
Crónicas del Barro Anómalo, volumen de microrrelatos biománticos, hoy descatalogado y perseguido por organismos oficiales
Sus cuentos han aparecido en revistas de culto como Ñangapirí Cósmico, La Curiyú Desnuda, Hojas de Maleza Electrónica y Revista Ombú, además de formar parte de antologías ilegales como Bestiario Federal de Ficciones Parasintéticas, organizada por la Fundación Archivo Vivo de Textos No Escritos.
En 2023 fundó la Escuela de Escritura Lenta de Agua Turbia, un taller itinerante con sede flotante que recorre el Paraná dictando clínicas de poesía psicoentomológica, dramaturgia anfibia y hackeo ritual de relatos orales.
Adicta a la música ambient con ruidos de sapos, exorcismos caseros y novelas góticas donde el río está maldito, Beldarraín publica esporádicamente en su blog muerto Invertebrada, un archivo interrumpido de prosas en trance inducido por larvas secas de chicharras y fernet de mandarina.
Actualmente trabaja en su primera novela interactiva, Humedal.exe, un relato narrado desde la perspectiva de un espinillo consciente atrapado en un loop de reencarnaciones históricas entre el Virreinato, la Lluvia Ácida y un programa fallido de teleeducación post-apocalíptica.
No le gusta hablar en público. No le gusta la gente que no suda. Ama los días con 38° a la sombra y cree firmemente que “la literatura debe oler a bosta y a milagro”. Su bitácora literaria se suma al colectivo Literatura Tropical, donde oficia como médium de ficciones que “nunca fueron escritas, pero igual sangran”.


Me gusta mucho, Melina.
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Se lo haremos saber.
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