El futuro no tiene gobiernos, no tiene banderas ni territorios limítrofes que configuren una patria, una historia y sus culturas. Lo único que encontrarás es una ley única y total que regirá sobre todos los organismos vivos, terrestres y alienígenas. Porque la verdadera criatura xenomorfa no tiene probóscide (mandíbula interna) ni sangre ácida. La bestia no es el Alien: es la corporación necrofílica. Weyland-Yutani, BioNational, y todas las que vendrán. Su única lógica es la mercancia, sus garras son las cláusulas de un contrato, su saliva es el silencio administrativo con que te niegan auxilio en medio del espacio.
Lo vi desde el comienzo, en el Nostromo. El androide Ash no obedecía a la tripulación, obedecía a la Compañía. Su directiva secreta era clara: “Prioridad uno: recuperar el organismo. Tripulación prescindible.” Esa máxima es el epitafio de la democracia. En un sistema político real, un Estado habría enviado una misión de rescate, habría protegido vidas humanas. Pero acá solo importaba un activo biológico, un espécimen para militarizar. Un horror convertido en mercancía y el cosmos repartido como chacras siderales
En Aliens, la historia se repitió. Hadley’s Hope no fue un accidente: fue un experimento encubierto. Enviaron a familias enteras a colonizar LV-426 sabiendo que en su suelo dormía una reina. La terraformación fue apenas la excusa. El colono ya no era ciudadano: era ratón de laboratorio. Y cuando todo se desmoronó, en lugar de enviar ayuda real, Weyland-Yutani envió burócratas y mercenarios como Burke, que me pidió la entrega de Newt para incubar futuros “recursos”.
Lo entendí en carne viva en Alien³: hasta el presidio de Fiorina 161 era propiedad de la Compañía. Ya no hay cárceles estatales: solo depósitos de carne humana administrados por contratos corporativos. Ni siquiera la condena tiene dimensión política, solo económica. Al final, yo era la mercancía. No mi cuerpo, no mi historia, sino lo que cargaba dentro: el embrión de una reina. Era su inversión más preciada.
En Resurrection, la lógica alcanzó su forma más obscena: no había colonias, no había terraformación, solo un laboratorio militar financiado por la Compañía y sus socios estatales subordinados. Me clonaron, una y otra vez, para extraer del cadáver mi útero como si fuera una impresora biológica de xenomorfos. La democracia no desapareció por la fuerza: desapareció por la obediencia. Los Estados entregaron sus recursos a la corporación, hasta volverse sus apéndices.
La democracia cayó como una nave que pierde atmósfera: primero un silbido apenas audible, después el vacío absoluto. Nadie la defendió porque, en un mundo saturado de colonias orbitales y terraformaciones mal financiadas, la ilusión del voto fue reemplazada por la única palabra que aún podía comprarse: propiedad. La tierra, los cielos y hasta el aire que respiramos en las estaciones son concesiones de empresa. Cada planeta terraformado es un feudo con gerentes en lugar de virreyes, con accionistas en lugar de dioses.
En Alien Earth está más claro que nunca. La Tierra arrasada por guerras y plagas quedó convertida en mausoleo, y las pocas zonas habitables eran gerenciadas como resorts, paquetes turísticos del desastre. Los sobrevivientes ya no reconocían gobiernos: solo corporaciones que vendían futuro en cuotas. El viejo Estado quedó reducido a un sello, un fósil político. Lo que dominaba no era un presidente, sino un consejo de directores en traje, más implacable que cualquier reina alienígena.
Acá la paradoja: nosotros, humanos, inventamos la criatura como mercancía. Buscamos convertir al Alien en arma biológica, en producto. Y sin embargo, lo que termina devorándonos no es el monstruo, sino la empresa que lo desea. El Alien es brutal, sí, pero honesto en su brutalidad: quiere expandirse. La corporación, en cambio, se disfraza de madre protectora, de progreso inevitable, mientras abre incubadoras en cada colonia. La verdadera colmena no está en los nidos de los Aliens: está en los balances anuales.
Yo, Ellen Ripley, sobreviví al contacto con ambos depredadores. Y te lo digo con la certeza de quien ha visto demasiado: el día en que las democracias se desangraron, no hubo resistencia, porque nos convencieron de que ya no las necesitábamos. “Eficiencia”, dijeron. “Estabilidad”. Y cuando abrimos los ojos, éramos empleados, no ciudadanos.
El Alien nos acecha en las tinieblas, pero la corporación nos programa como mercancías. Uno mata rápido. El otro mata lento. La diferencia es que al monstruo, eventualmente, se lo puede eliminar. A las corporaciones no.

