Verónica vivía con su papá en un bloque ruinoso de departamentos reciclados con esmero dark. Dos pisos de humedad encantada, pileta herrumbrada en la terraza, y un cuarto con cortinas negras donde latía un invernadero de marihuana. La fortaleza en penumbra estaba en una esquina siniestra, donde las calles Arbo y Blanco se cruzan con Obligado como si fueran brazos rotos. Desde el principio, me parecieron espectros adorables.
El viejo se llamaba Roberto, pero todos lo llamaban Robert. Heredó propiedades, unas cuantas, cuando la madre murió sin hacer mucho ruido. Hizo lo que hacen los fantasmas urbanos cuando heredan: vivir de rentas, rodeado de botellas vacías y discos de vinilo. Y amar a su hija como se ama una estatuilla de alabastro resquebrajada. Tenía un único delirio: formar una banda con ella, su criatura, la última virgen del postpunk. El último verano del 99, Verónica aceptó. Fue como si pactaran algo con los muertos.
El estudio lo armó en el garaje: madera podrida, cables como lianas de cementerio, y una insonorización hecha con trozos irregulares de terciopelo raíd y gomaespuma vieja. Allí Verónica descalza danzaba sobre pedales de delay como una bruja adolescente en trance, y la guitarra le chirriaba de dolor. Robert gruñía como un perro ciego, a veces se arrimaba a la bata y le daba con furia sacramental. Así nació el género, dicen: gótico litoraleño, un lamento dulce y podrido. Grabaron un disco: Inde Irae, idea de ella, para que el mundo supiera cuán profundamente le detestaba.
El departamento era una casa funeraria glam. Se entraba por Arbo y Blanco, se subía por una escalera de hierro oxidado, y allí adentro: sofás como ataúdes de cuero café psicodélico, una barra de estaño con copas venenosas y frascos de cristal donde brillaban restos de bebidas espectrales. Un escenario de madera miraba a la calle como un altar de sacrificios. Las paredes eran arena compactada con retratos espectrales de estrellas muertas: Janis, Jim, Kurt. Robert explicaba, siempre, que él mismo los había «curado». Se sentía un embalsamador del rock.
Verónica bajó un día con una remera vieja de Sid Vicious, jeans con la tristeza de mil otoños y unos charolados como espejos lunares. Era pálida, preciosa, virulenta. Tenía una mirada que había aprendido a arruinar jardines. Podía tararear Bela Lugosi’s Dead y el clima se desplomaba como si la tierra se rindiera. Me pidió que le leyera a Baudelaire mientras danzaba desnuda, que le hiciera pequeñas heridas, que besara su sangre. Verónica podía pedirme lo que quisiera. Era como un conjuro encarnado. Una bendición triste.
Nos abrazábamos frente a la TV de 29 pulgadas. Mirábamos a Vincent Price, a Barbara Steele. Las velas se multiplicaban como luciérnagas enfermas. El foquito azul, casi muerto, palpitaba en los ventanales. Sobre la mesa, cassettes de Sid y Nancy, y ella los acariciaba como si fuesen fetos dormidos. La quería. Quería sus tetitas exactas, turgentes, casi azules. Me avergonzaba desearlas. Me daban fiebre.
Una vez, mientras me tocaba, me besaba, y yo ya no era yo sino una larva en combustión, el viejo Robert apareció. El bastón golpeó el piso como un trueno apagado. Nos encontró en pleno acto. Pensé que se venía el infierno. Pensé que iba a estrellarme una guitarra en la cabeza. Pero no. El viejo nos miró, se rascó la barba como si fuera un gato viejo, y soltó una carcajada cavernosa. «Quedamos que me ibas a avisar cuando bajaras», le dijo ella, como si hablara de una regla ancestral.
Robert se presentó como quien presenta una maldición familiar. Yo dije que era su yerno. Ella puso cara de «me voy a evaporar» y se perdió por una puerta como en un sueño. Entonces Robert sacó un porro inmenso, casi una antorcha. Lo encendió con un Zippo de acero.
—Es afgana. De mi invernadero privado —dijo, y mostró sus colmillos de vampiro enamorado.
Me lo pasó. Lo probé. El humo tenía sabor a tierra mojada y a tumba abierta.
Afuera llovía con furia. Y adentro, en ese templo pagano con olor a incienso y sexo, supe que nunca iba a volver a tener algo así. Que Verónica era el único poema que alguna vez había desangrado.

