No hay que leer demasiado para entender que todo esto ya había pasado. No exactamente igual, no con la misma escenografía ni los mismos nombres, pero sí con la misma podredumbre. La Guerra de Secesión, ese incendio viejo donde el sur racista lloraba por no poder seguir poseyendo carne negra como si fueran tractores humanos, no es solo una postal de archivo en sepia: es el origen de esta pesadilla que ahora vuelve, con peluca anaranjada, tweets mal escritos y el mismo odio hereditario. Trump no fue un accidente: fue un eco.
El sur nunca murió, sólo aprendió a jugar en silencio. Se disfrazó de predicador, de cowboy, de CEO de Silicon Valley. Fue ganando elecciones locales con la biblia en una mano y el rifle en la otra, hasta que un día se despertó con todo el país en la boca y lo empezó a masticar. Trump es eso: la digestión lenta de una democracia que nunca se terminó de creer. No es un tipo, es una forma de mirar el mundo con desprecio.
¿Y a quién odia ese mundo? A todos los que desentonan. A los que tienen el acento torcido. A los que nacieron del lado equivocado del muro, aunque el muro todavía no existiera. A los que vinieron con hambre, con hijxs, con nombres «difíciles de pronunciar». A los que ya eran ciudadanxs pero igual tienen que mostrar los papeles. A los que se parecen más al futuro que al pasado.
Es la misma lógica del esclavista: la propiedad como filtro de humanidad. Si no tenés, no valés. Si tenés otra piel, otra fe, otro deseo: no pertenecés. Como si el país fuera una parcela privada y el derecho a existir lo firmaran en una escribanía blanca. Todo eso ya estaba en la Guerra de Secesión. Lo único que cambió es la gramática del verdugo.
Trump y su gente no quieren destruir el Estado. Quieren un Estado al servicio perpetuo de magnates y corporaciones, aunque se peleen entre ellos. Quieren estamparnos un código de barras en la frente y que sólo funcione en inglés. Y lo están logrando. Con balas, como hicieron siempre. Pero también con algoritmos, leyes, reality shows y drones con nombre de ángeles caídos. La frontera no está en el mapa: está en la cabeza. Y en la cabeza de muchos ya ganaron.
Mientras tanto, los verdaderos hijos de la historia —los migrantes, los desposeídos, las lenguas bastardas, los cuerpos raros— resisten como pueden. Se meten en la máquina del tiempo de la literatura y devuelven otras versiones del pasado. En esos libros weird, en esas novelas tropicales de barro y data, está el germen de algo distinto. Ahí Evita baja al Infierno con un rifle en la mano. Ahí las travestis del futuro cabalgan sobre drones rotos. Ahí los niños perdidos de la frontera aprenden a hablar con los muertos para no olvidarse de quiénes fueron.
No hay ficción posible que no hable de esto. No hay escritura que no sangre si quiere decir algo verdadero. El fascismo no se combate con argumentos: se pudre desde adentro, se corroe con belleza rota, se calcina con poesía hecha de mugre. Que nadie se equivoque: estamos en guerra. Y nuestras armas son las palabras que el sistema no puede digerir. Las que no encajan. Las que se le atragantan en la boca como un hueso con historia.

