Por Matías Ávalos
Con previsible desilusión y algo de pánico me di cuenta de que los pájaros no existen. La gente puede verlos, tocarles las alaitas y el pecho, oírlos molestar a cada rato, darles de comer. No interesa. Lo cierto es que los pájaros han sido inventados por psiquiátricos. Aún más extraño es que nadie cuerdo (supongo que soy el primero) advirtiera con anterioridad el inconmensurable engaño al que nos han arrastrado, del que es casi imposible salir.
Cerca de las doce de la noche, se reúnen en sus bien custododiados pabellones a inventar pájaros. El ritual es complejo: eligen de entre montones de ideas las más prolíficas, las que mayor éxito lograrán en el espectador, de modo tal que los cuerdos acepten con despreciable cursilería la belleza de estos asquerosos y admirables especímenes. Crean contados prototipos cada noche, de los cuales reproducen tiras de hasta cuatrocientos por semana y por subespecie, y cuando los tienen listos los sueltan para que vaguen por el mundo. Los dejan digamos que libres.
La gente ha aprendido a aceptarlos, estudiarlos y darles pomposos nombres científicos en latín, con lo cual creen agotar el conocimiento hasta ahora disponible de los pájaros. También los cazan y colocan dentro de jaulas para mostrarlos con suficiencia en zoológicos y hogares. Esto hace rabiar a los psiquiátricos que como venganza crean cada vez más ejemplares. El problema es que se agotan rápidamente y se echan a dormir siestas de por lo menos semanas. En ese lapso no hay quien los releve. Tampoco nacen pájaros y eso sí que es triste.
La idea de que los pájaros no existen me llegó de una revista. El artículo mencionaba el reciente descubrimiento (entre comillas) de que son imposibles la clonación y la creación artificial de cualquier tipo de ave. El error estaba justamente en considerar que el ave es real. En la revista figuraba la fotografía de unas aves que con la iluminación adecuada desaparecían. Esto me llevó a observar pájaros de manera compulsiva. Al parecer, entre el mediodía y el principio de la tarde, los pájaros comienzan a evidenciar su imposibilidad. Algunos desparacen para siempre; otros se ven como desenfocados y borroso; algunos, los más recientes, manifiestan serios desmembramientos.
Visité muchos hospitales psiquiátricos y allí los pacientes creaban, cada medianoche, sus estúpidos pájaros. Parecían chicos jugando con plastilina o barro, abúlicos personajes que sin embargo se empecinaban en poner toda su voluntad en esa sola tarea. Los iban amontonando en los rincones del pabellón como pelotas emplumadas, el ruido se volvía por momentos insoportable aunque no parecía incomodar a los hacedores. A mí me ensordecía y asqueaba en partes iguales.
Creí innecesario divulgar, en un principio, esta situación. La gente no cree en estas cosas o les lleva siglos aceptar verdades por otro lado evidentes. Cuando llegó Amelia a casa, un jueves de enero, lo recuerdo bien, vi que traía un pequeño pájaro entre las manos. Lo había recogido de la vereda. Tenía una pata quebrada y el pico lleno de chicle. La ayudé a rehabilitarlo aun sabiendo que estaba frente a una quimera. A la semana le quitamos la tablilla de la pata y Amelia resolvió dejarlo volar.
Tomó al pájaro con las dos manos y lo llevó al balcón (el pájaro ya había volado dentro de la casa a modo de prueba). Fue terrible darme de que ella por momentos se me aparecía borrosa, como desenfocada, no estar y volver a estar en el balcón. Entonces Amelia también, me dije. Ni los pájaros ni yo ni Amelia ni ni el lavarropas ni Resistencia. Pensé que me iba a dar un ataque de pánico. Sonó el teléfono. Me habían aceptado en el puesto de cajero del Banco de la Nación.
Después de soltar al pájaro, Amelia fue a darse un baño, me pidió que preparase mate. Propuso salir a cenar. Fui hasta el balcón y me sedujo la idea de los nueve pisos. Pensé en los pájaros, en el sabor del pan, en la muerte. A lo mejor también la muerte era una mentira. Prendí un cigarrillo y el humo parecía cierto. La corriente de aire golpeándome la cara parecía cierta. Algo comenzó a moverse en el bolsillo de mi pantalón. Metí la mano y sentí las plumas. El pájaro era diminuto, como una pelota de tenis tibia. Entré al departamento, preparé el mate y dejé al pájaro en la mesa. Amelia, en toalla, me preguntó si estaba todo bien. Le dije que saldría un rato. En la calle la humedad me dio en toda la cara, y parecía cierta.
Ahora, cada noche nos disponemos con paciencia de bueyes a crear pájaros, hay otros que crean piedras o zapatos o puentes o paraguas. Es una tarea que exige abnegación y soledad. Todavía extraño a Amelia.

Matías Ávalos (1992) viene del Impenetrable chaqueño, del subtrópico seco, caliente, agresivo. En 2010 llega a Resistencia con la idea de estudiar el Profesorado en Letras (UNNE), carrera que aún cursa. Recibió, en el 2011, el primer premio por el cuento Cuando la siento, concurso organizado por la Facultad de Humanidades; en 2013 le fue otorgado el primer premio por el relato La noche verdadera en el Concurso Nacional De Cuentos Cortos organizado por la editorial Autores Argentinos. Por otra parte, ha publicado, en 2016, un pequeño poemario (.el loco se ha vuelto mundO, Cospel Ediciones). Últimamente, se lo ha podido ver publicando breves poemas en su perfil de Facebook, así como relatos cortos y tropicaóticos.


Un comentario Agrega el tuyo