Por Alejandro Quirós
Manes, en realidad, no es sólo Manes. Porque toda la potencia expresiva de su gesto asciende en vertiginosa significación, hasta condensarse en el Texto que alzan y esgrimen sus manos.
Y Santiago Caputo, por su parte, no es solamente un personaje engreído que ha ganado poder dentro de las instancias decisionales del Gobierno Nacional. Es, en su realidad, un exponente exponencial (si se me permite el énfasis) de los grupos económicos dominantes. O, lisa y llanamente, de la “oligarquía” vernácula, por decirlo con una categoría que no debió haber perdido su actualidad teórica; ya que resulta tan precisa como clarificadora. (Más allá de las mutaciones financieras que se hubieran operado en la configuración de la clase que concita a los sectores sociales del privilegio).
Así como Scalabrini Ortiz supo observar, en célebre y vibrante prosa, el “ademán de siglos” que animaba al formidable movimiento de masas del 17 de Octubre de 1945, podríamos decir que la reacción individual de Caputo también arrastra, tras de sí, una arraigada y lejana impronta: Es la avasallante prepotencia que ha caracterizado al Capitalismo desde su misma génesis originaria; es la arrolladora arrogancia del Capital, en su voracidad desembozada.
Si hiciéramos abstracción de particularismos individuales o de ribetes más bien anecdóticos que siempre envuelven a episodios como este, lo que emerge explícito allí, para quedar reflejado con nítida elocuencia, es una agresiva e irrefrenable pulsión que, en su avance, no puede hacer más que ir a toparse con un significativo escollo: “La Constitución de la Nación Argentina”.
El rifirrafe entre Caputo y Manes se nos ofrece como la representación farsesca de la antinomia en que van a contraponerse las lógicas de acumulación -voraces y destructorias- del “Capitalismo Liberal de Mercado”, por un lado; y, por otro, una endeble normatividad jurídica a la que, pese a verse tristemente carcomida en su operatividad, se le sigue asignando el solemne título de “Suprema”. (El ámbito en el que ha tenido lugar esa confrontación de opuestos, dota aún de mayor consistencia simbólica al altercado).
(Manes, con su acto disruptivo, pareciera querer reconstituir una cierta dignidad en el “centenario partido” que lo llevó a la banca; algo así como un hálito de vitalidad, un algo que inste a esa formación política a intentar afirmarse, aunque más no sea, al menos, en las arcaicas formas institucionales que la Constitución enuncia: Eso que las feroces lógicas de acumulación que propugna el “Capitalismo de Libre Mercado” no está dispuesto, siquiera, a tolerar; y que, por el contrario, va a tender a doblegar a toda costa, con insidiosa y persistente insistencia).
Pido se me dispense si vuelvo en repetir ciertos elementos conceptuales por los que ya he transitado, pero considero que la importancia de la cuestión torna pertinente tal reiteración. (Sumado a ello, también quisiera decir en mi favor que la repetitiva cantinela a la que aludiré inmediatamente, habilita, a todo el mundo, a incurrir en similares redundancias).
Así: No hace falta mucho esfuerzo para tomar nota de la flagrante y antagónica contradicción que, conforme expusiera, tiene a Caputo y a Manes como meros emergentes circunstanciales, toda vez que es el propio Presidente de la Nación quien se encarga de reinstalarla, una y otra vez, en cada uno de los distintos “Foros” adonde acude a usar y abusar de la palabra, sin tomarse el trabajo de renovar su discurso.
En efecto: El titular del Poder Ejecutivo no se cansa de sostener que “la Justicia Social es un robo; una aberración”. No obstante, contradiciendo por las antípodas esa cruda descalificación, nuestro “TEXTO SUPREMO” concibe, a la “JUSTICIA SOCIAL”, precisamente, como una de sus aspiraciones fundamentales. Algo que la Carta Magna consagra, con inequívoca certeza “de raigambre superior”, en su Artículo 75, Inc. 19. Dispositivo que, en el apartado que aquí nos concierne, establece: “CORRESPONDE AL CONGRESO: …19) Promover lo conducente al desarrollo humano, al progreso económico CON JUSTICIA SOCIAL…” (Resaltados me pertenecen).
Reitero: La Constitución Nacional contempla, entre las previsiones trascendentales que quiere ver convertidas en realidad efectiva, al “desarrollo humano” y al “progreso económico”, “CON JUSTICIA SOCIAL”. O sea es decir digamos a ver digamos: Lejos de ser una “aberración”, la JUSTICIA SOCIAL es una aspiración fundante y primordial que la Constitución, con incontrastable literalidad, se propone materializar merced a la vigencia de sus estipulaciones.
En consecuencia y como salta a la vista, mientras el proyecto de país que quiere imponer “La Libertad Avanza” (SIC) supone un ataque frontal y virulento contra la “JUSTICIA SOCIAL”, la “LEY DE LEYES” argentina, por el contrario, desde la “supremacía” jurídica que se le atribuye ve, en ese prístino Principio de ordenación comunitaria, a uno de sus pilares esenciales…
Se me figura que tanto para el Derecho como para quienes lo emplean cual herramienta principal de sus actividades (y, más aún, para el conjunto de los habitantes de este país en tanto “Sujetos de Derechos”), no debería resultar indiferente la descomedida embestida que se profiere contra una de sus cardinales pautas operativas de ordenación de la realidad. Sobre todo cuando la misma -tal como aquí ocurre con el postulado de la “JUSTICIA SOCIAL”-, reviste el carácter de condición de posibilidad para la realización de otras prerrogativas que le son concomitantes (de índole “económica, social y cultural”, por ej.), y que se muestran inherentes a la dignidad humana.
En ese orden de ideas, la negación que se practica en detrimento del sistema de derechos que la Constitución consagra, implica afrontar, en los hechos, un virtual “Estado de Excepción” permanente; aún cuando no obre una disposición expresa que así lo declare. En otras palabras: Quitar del medio a la “JUSTICIA SOCIAL”, implica quitar del medio a la CONSTITUCIÓN NACIONAL.
Y, asimismo, si damos por cierto que el Derecho reclama para sí una fuente de legitimación que lo imbrica, indisolublemente, a la equidad, suprimir del horizonte de la Ley este valor universal conduce, en definitiva, a quitarle también, al propio dispositivo jurídico, la base de sustentación en que dice afincar su pertinencia, así como la imperatividad de la fuerza con que viene investido…
A mayor abundamiento: La irrelevante inconsistencia a que se condena al Derecho, al negarse uno de los basamentos medulares que le confieren su razón de ser (esto es: precisamente allí donde lo normado entra en contacto directo con la realidad económica material -y con el “afianzamiento de la justicia” que se propugna instituir para el devenir comunitario-), no conduce a otro corolario que no sea proclamar un peculiar “Estado de Excepción”. Entendiendo a éste como “la vigencia sin significado de la Ley” (G. Agamben).
Y es allí, en definitiva, donde el alabado “Capitalismo de Mercado” termina de consumar la agresiva negatividad que lo contrapone a la cúspide estructurante de nuestro Sistema Jurídico; Sistema que, convertido así en un artificio insubstancial, vemos agonizar desde su declamada “supremacía”.
El panorama expuesto me hizo acordar a un libro de Herbert Marcuse (“Razón y Revolución” -1941-), quien, al analizar el posicionamiento filosófico de Hegel hacia los albores del Siglo XIX, advierte que, ya en aquella lejana data, el pensador alemán había tomado nota acerca de esta significativa y actual circunstancia: el modelo económico liberal, con la consecuente competencia que engendra y desencadena entre intereses particulares antagónicos, con los constantes conflictos entre fuerzas sociales contradictorias que pugnan en provecho de sus apetencias sectoriales enfrentadas, va a precisar que su Sistema Político se desenvuelva en términos de un Poder Autoritario. De modo tal que, en un fragmento sustancioso de su incursión analítica, Marcuse va a deslizar un postulado al que cabría prestarle especial atención: “La sociedad liberal produce necesariamente un Estado autoritario”.
Lo que se infiere de lo expuesto es, pues, por un lado, la dicotomía divergente que va a tender a separar y a escindir al Liberalismo Económico con relación a los Principios que se dicen constitutivos del Liberalismo Político. Y, por otro lado, allí también queda al descubierto el absurdo teórico en que gira el pretenso “ANARCO-Capitalismo” que pregona el Presidente de la Nación. Puesto que, lejos de “destruir el Estado”, este no puede hacer otra cosa que aumentar y exacerbar su faceta coercitiva, reforzando, para ello, el monopolio de la violencia institucional que le es constitutiva. (Eso que, justamente, los viejos y auténticos “anarquistas libertarios” se proponían disolver; propósito que se vivifica, además, en la exacta definición de “ANARQUÍA” que nos ofrece la muy “Real Academia Española”: “Ausencia de Poder Público”).
Todo hace suponer que la tensión dialéctica que nutre el contenido de este artículo, habrá de traducirse en acontecimientos históricos concretos. Porque, como es sabido, “no se pueden detener los procesos sociales…” Y entonces nuestro pueblo, reasumiendo para sí la potencia contenida de su protagonismo político, habrá de darse, una y otra vez, a la tarea colectiva de buscar alternativas emancipatorias capaces de superar la cruel inhumanidad del “Orden Social del Capital”, y la opresiva inequidad que lo caracteriza.
(Aunque por ahí, y según se prefiera, si nos ponemos un poquito metafísicos, quizás también podríamos acudir, de paso, a aquel genial “Ajedrez” de Borges, para concluir preguntándonos: “¿Qué Dios detrás de Dios la trama empieza, de polvo y tiempo y sueño y agonía?”)
