Por Lucas Brito Sánchez*
María Eugenia vive con dos perros enormes que suelen comerse alguno de sus libros, los mismos libros que ella comió desde niña. Quizás la escritura alguna vez se detiene o se siente satisfecha, pero la lectura no. La lectura es invencible. Estamos ante el primer libro de una lectora, una de verdad, alguien que prueba y busca. Y también quizás por eso, por esa versatilidad, pudo crear poemas sin una geografía precisa. No tienen la ambición de explicar el universo, pero se parecen a grandes poemas zen, como este: “La luna / llenó un bosque de mudos. / La canción / que un día perdiste / muere dócil”.
Este libro tuvo más de cien páginas. Lo fue adelgazando. Los poemas que más me gustan reconstruyen lugares extraños que no pueden ser explicados. Son objetos que parecen afilados y hasta peligrosos. Obtuvieron su dureza por el desgaste del lenguaje y del cuerpo.
Leonard Cohen pasó unos años en un monasterio y contó que estar ahí fue como meterse en una bolsa llena de piedras: los monjes se pulen entre sí. Los poemas de Eugenia se parecen a esas fricciones. Dice en otro texto: “Estamos vivos con lo justo / a expensas de la riqueza / de nuestros verbos”. Y en otro: “La nada aplaude / y me sodomiza”. Hay pistas que insinúan una escritura que se evapora. Lo cierto es que todo este poemario es una investigación que trata de situar el cuerpo e identificar algo que engañosamente parece cercano: el Yo de una mujer que escribe.
Hace tiempo que Eugenia está trabajando en una historia de Charata en prosa poética. Ojalá que siga masticando esos papeles y, cuando ya no quede ningún libro intacto, la termine algún día.
*Texto de contraportada
LITERATURA TROPICAL 