Por Alejandro Quirós
“Por esos jóvenes y esas jóvenes que tenían esperanzas y apelaron a la resistencia para tratar de conquistar esa esperanza. Por esas y esos jóvenes que creyeron en la fraternidad y en la solidaridad y que pedían justicia… al final de cuentas, pedían lo mismo que nosotros: Justicia.”
Pablo Llonto, abogado querellante en causas de Lesa Humanidad
“Y digo territorios…, en plural, porque cada uno carga con una memoria de tensiones, de luchas, de combates, de fiestas, de celebraciones; sin lo cual, me parece, no se puede pensar la Patria.”
Liliana Herrero
Hay un texto de José Pablo Feinmann que se llama “Filosofía y Nación”. Según nos cuenta en su introducción, lo escribió entre 1970 y 1975. Su primera edición data del año 1982; es de suponer, cuando la última Dictadura Cívico-Militar ya estaba de retirada. Resulta interesante el contenido de este trabajo -como todo lo que proviene de nuestro filósofo nacional, podríamos decir-, puesto que el material que lo integra nos invita a repensar ciertas cuestiones que, nuevamente, portan “acuciante actualidad”.
Pero lo que me gustaría resaltar, en primer término, es que la mera lectura de dicha obra constituye una clara demostración de la trascendencia que posee la memoria histórica, la revisión de los hechos pasados, su resignificación y actualización permanentes, en tanto ejercicio a través del cual la conciencia colectiva convoca al presente a las luchas inconclusas, a las aspiraciones de justicia, a los sueños derrotados de las generaciones precedentes. Rescatándolas, así, del olvido. Aspectos esenciales que aquí entran en juego desde una doble y sustanciosa perspectiva, toda vez que nos hallamos ante la confluencia simultánea de las condiciones que prefiguraron el surgimiento y consolidación del Estado-Nación argentino (temática que nutre la exploración analítica que Feinmann lleva a cabo en el libro en cita), a lo que se suma -cual aura que recubre de manera distintiva a dicha relectura del pasado-, la evidente pertenencia del autor a “la generación diezmada, atravesada por dolorosas ausencias…”.
Así, la apertura del libro de Feinmann es, entre otras cosas, una puerta de acceso a las agudas reflexiones que estremecieron el campo del pensamiento de aquellos jóvenes de los años ’60, ’70. Esa generación que, con toda su juventud a cuestas, su entrega desbordante, su impulso multitudinario y transformador, también se dedicara a reflexionar acerca de las circunstancias históricas que urdían su paso por la tierra. Que ardían en su praxis política. Algo que una gran cantidad de sus exponentes hizo, además, apasionadamente; con extraordinario talento e inusitada profundidad. El infame suplicio al que fue sometida esa generación estaba dirigido, también y fundamentalmente, a borrar del mapa todos los vestigios de esas ideas que, encarnadas en los sectores populares, se habían convertido en una consistente fuerza material que se erigía cual frontal impugnación contra el Orden establecido: Esa (esta) estructura corroída de obsolescencia, cuya intrínseca y oprobiosa inequidad se vivía como inadmisible. (Hay allí, pues, una tarea de reapropiación teórica que se me figura pendiente, y a la que quisiera contribuir con este artículo).
Y es justamente por ese andarivel, que Ricardo Forster desliza algunas apreciaciones sobre el periplo intelectual de Walter Benjamin (formidable ensayo que lleva por título: “BENJAMIN -una introducción-”), las que, como podrá apreciarse inmediatamente, guardan íntima vinculación con lo que venimos tratando de exponer. Dice Forster: “Para Benjamin, la relación con el pasado, con esos tiempos pretéritos que han quedado a las espaldas, es siempre una relación de actualización. Implica una interpelación directa, compleja, crítica que el presente le hace al pasado. El pasado se escenifica, se actualiza, se vuelve a inventar como pasado en el interior de las demandas, de las interpelaciones, de las interrogaciones que el presente se hace a sí mismo. No hay un pasado objetivo, neutro… (…) El concepto de apropiación del pasado en Benjamin supone también respetar la materialidad que guarda esa época a la que se cita, lo que podría denominarse ‘la verdad de lo acontecido’; pero sabiendo que no hay relación con el pasado que no implique un gesto constructivo que el propio presente realiza en su viaje hacia los tiempos pretéritos”.
Esta será, sin dudas, una de las cuestiones medulares que acompañarán toda la travesía vital del entrañable filósofo berlinés, quien, en sus “TESIS PARA UN CONCEPTO DE HISTORIA” (que culminara poco antes de su trágico final en Port Bou), dejó planteada la insustituible labor de “pasarle a la historia el cepillo a contrapelo”. Tarea que se presenta como un cometido esencial cuando resulta imperativo preservar “la memoria de los oprimidos”, “el sueño de los derrotados”. En palaras de Forster: “la rememoración de los deseos o las posibilidades no realizadas por las injusticias de la historia, son para él (para Benjamin) un motivo clave en la posibilidad de transformar el presente. [Porque] al presente se lo transforma no proyectando hacia el futuro lo que las generaciones venideras necesitan, sino recogiendo del pasado los sueños no realizados…”
Dicho ello, estimo conducente volver sobre este punto cardinal, recogiéndolo, ahora, desde su fuente primigenia; así compartimos su belleza: Escribe Benjamin en un fragmento de su Tesis II: “Existe un acuerdo tácito entre las generaciones pasadas y la nuestra. Nos han aguardado en la tierra. Se nos concedió, como a cada generación precedente, una débil fuerza mesiánica sobre la cual el pasado hace valer una pretensión. Es justo no ignorar esa pretensión…”
“Es justo no ignorar esa pretensión”, escribe Benjamin. Y entonces, es con esos ingredientes conceptuales -y con el correspondiente “par de sienes ardientes”, claro-, que uno se dispone a abrir el libro de Feinmann en la página 146. Allí, bajo el título: “La filosofía de Alberdi”, encontramos un pasaje -que es el que hoy atrae mi atención-, donde el autor formula esta significativa inquietud: “En otras palabras, responder a un par de esenciales interrogantes: qué fue, para qué sirvió el Estado Liberal en la Argentina…”
(Vistos a través del tiempo y desde el sombrío panorama actual, no deja de conmocionar la explícita esencialidad que Feinmann le atribuye a esos ya “lejanos” interrogantes).
Ahora bien, al afrontar el tratamiento de la forma que finalmente adoptara la institucionalidad política Argentina (esto es: su “Estado Liberal” de la segunda mitad del S. XIX), Feinmann va a verse compelido a dejar debidamente establecida -desde el vamos y cual definitorio punto de partida- la distinción capital que se entabla entre “países colonialistas y países semicoloniales”. Es decir, lo que salta a la vista y pasa a colocarse en un primer plano de relevancia, es que cualquier estudio que quiera emprenderse sobre esta materia, en estos territorios, no puede dejar de incorporar y de tomar en consideración la cualidad “semicolonial” (o “Neocolonial”, como se prefiera) que padece la geografía latinoamericana. En otras palabras: Partir de la base de un “pensamiento situado” supone, para los pueblos latinoamericanos, poner en entredicho las perdurables e infaustas marcas que dejara el colonialismo en nuestra institucionalidad; desde su doble faceta constitutiva: tanto en el plano económico-material como en su incidencia ideológico-cultural.
Y esta será una de las búsquedas primordiales que pulsará el ejercicio reflexivo de nuestro autor: dar con la existencia de algo así como una filosofía nacional, que no sea mero eco rimbombante de “la elaborada por los pensadores de los centros del poder mundial”. Deriva, esta última, de cuya ruinosa secuela Feinmann pretende librarse; y a la que refiere como “el drama del pensar dependiente: existir como reflejo, como mero eco del movimiento ideológico de las metrópolis…”
Entonces, al ir desbrozando su contestación a las preguntas planteadas, Feinmann se abre paso con estas consideraciones diferenciales: “Las causas profundas de las asimetrías entre países colonialistas y países semicoloniales pueden encontrarse en el distinto concepto de Estado que cada uno de ellos realizó en su comunidad. En los países de la Europa capitalista, que encuentran su despegue histórico en la expropiación originaria del mundo periférico cumplida a partir del Siglo XV, el Estado (…) adopta, en cada coyuntura histórica, el papel que pueda convertirlo en propulsor de esa comunidad nacional. El Estado capitalista europeo nunca fue un Estado débil. Su frecuente prescindencia ante los procesos económicos (la del “dejar hacer, dejar pasar”) no fue más que la expresión de la fuerza de los sectores sociales en que ese Estado basaba su legitimidad. Había que dejar hacer a la burguesía manufacturera… Así ocurrió en Inglaterra: el Estado adopta el liberalismo económico recién cuando la burguesía manufacturera, ya definitivamente fortalecida, ha conseguido establecer una indisoluble identidad entre sus proyectos políticos y la legalidad espontánea de los procesos históricos. No es casual, entonces, que Inglaterra haya adoptado y hecho adoptar este sistema recién al asegurarse el dominio del mercado mundial…”
Queda instalado allí un distingo fundamental que es preciso no perder de vista: Es recién cuando la burguesía industrial europea asume para sí la supremacía completa sobre la totalidad social (añadiendo a su dominación económica el control del Poder Político -a lo que luego le añade su subsecuente expansión mundial-), que los postulados inherentes al Liberalismo pasan a convertirse en la formulación teórica por antonomasia de dicha relación de dominación. Postulados que, así, operan como expresión ideológica legitimante del predominio que han pasado a detentar esos específicos intereses sectoriales -vinculados a la producción fabril en las metrópolis europeas-, los que se entronizan en términos de consistente bloque de Poder global.
Contrariamente a ello, aclara Feinman, “en aquellos países donde la burguesía aún no se ha impuesto como clase totalizadora”, lejos de adscribir a las premisas propias de la teoría liberal, va a luchar “por la implantación de aranceles protectores que no la sometan a luchas desiguales con potencias extranjeras”. Y para dar cuenta de este fenómeno, traerá a colación el caso de Alemania. Así: “El proteccionismo implementado por Alemania, por ejemplo, significó la comprensión profunda del siguiente problema: una Nación en atraso no puede abandonar su destino a la espontaneidad de los procesos históricos, pues las llamadas leyes objetivas de la historia jamás son otra cosa que la expresión del Poder de las Naciones que detentan la hegemonía mundial”.
Tras lo cual, nuestro filósofo nos deja esta aguda y consistente definición: “Y si de definir se trata, digámoslo así: el Poder, en el plano internacional, no es sino aquello que permite a una Nación o grupo de Naciones, hacer de su propia legalidad la legalidad ‘espontánea’ de los procesos históricos…”
Así las cosas, el pretenso desenvolvimiento “espontáneo” de las “Leyes del Mercado”, lejos de augurar un futuro de emancipación, prosperidad y felicidad para los pueblos de América Latina (eso que podríamos englobar en el consabido Proyecto de “Independencia Económica, Justicia Social, Soberanía Política”), sólo puede acarrear los exactos y dañosos efectos inversos, puesto que tal “espontaneidad” que se declama no es más que el modo deforme y tergiversado que adoptan, en el plano ideológico, los intereses materiales de “las Naciones que detentan la hegemonía mundial…” Hegemonía cuya condición de superioridad se basa en la dependencia y subordinación Neocolonial de los países periféricos.
Luego de exponer ese planteamiento general, Feinmann se adentra a considerar las condiciones históricas específicas que ese proceso asumió en la Argentina. Y se pregunta: “Ante esta situación, ¿qué respuesta ofreció el ESTADO que la POLÍTICA LIBERAL erigió en nuestro país?”
En su contestación, deslindará lo que menciona como las “fuentes materiales” que instrumentaron ese Estado; fuerzas económicas que, luego del triunfo de Caseros y el derrocamiento de Rosas, se dedicaron a “estructurar al país sobre la base de sus intereses”: la burguesía mercantil porteña (apuntalada sobre los ingentes recursos que le reportaba la Aduana de Buenos Aires, con su puerto estratégico), y los “sectores ganaderos del litoral”.
Las consecuencias de ese modelo así instituido, no tardarán en hacerse sentir: “De este modo, en el orden económico, la burguesía porteña, aceptando el pacto de la división internacional del trabajo, instauraba una economía complementaria de las industrias británicas. Importadores de manufacturas y productores de materias primas, el rol de la Argentina en el mundo ya estaba fijado en las obras de Adam Smith y Ricardo. Que esta política arruinaba a las provincias, en especial a las mediterráneas, es cierto. Pero si el pueblo persistía en oponerse a la política de complementación al mercado europeo, entonces esta política se haría SIN EL PUEBLO. Es decir, CON LA VIOLENCIA, que es la única forma de hacer política cuando se reniega del pueblo…”
En un recuento cronológico de los trágicos episodios de esa violencia antipopular, Feinmann referirá a las “expediciones punitivas a las provincias” (“Mitre-Sarmiento” luego de la batalla de Pavón, y su “guerra de policía…”-1862-), y a la “Guerra de la Triple Infamia” contra el Paraguay -1865/1870-; a lo que cabría agregar, un poco más adelante, la mal llamada “Campaña del Desierto” de Julio A. Roca -1879-. (Todo un sostenido e insidioso impulso exterminador, como puede apreciarse).
Llegados a este punto, es notable observar la íntima interrelación en que van a acoplarse las disquisiciones de J.P. Feinmann, con el pensamiento que despliega John W. Cooke -hacia 1966- en “El Orden de la Oligarquía Liberal”: Capítulo II de los “Apuntes para la militancia” (“Peronismo y Revolución”; Ed. Colihue; Compilador: Eduardo L. DUHALDE; pág. 261/269). Por ello mismo, a partir de ahora, propondremos un posible entrecruzamiento entre ambos autores:
Dice Cooke: “Las expediciones punitivas de Mitre y Sarmiento ahogaron en hierro y fuego las protestas del pueblo; la cabeza del Chacho Peñaloza, exhibida en la Plaza de Olta, simboliza a la oligarquía mucho mejor que los mármoles y bronces con que ella se ha idealizado…” (Con una llamada al pie, el ex delegado de Perón aporta este dato: “En el lapso 1862-68 hubo en la provincia 117 revoluciones y 91 combates con cerca de 5.000 muertos, lo que da una idea de la índole ‘democrática’ del gobierno de Mitre”).
Dice Feinmann: “El Estado liberal, de este modo, lejos de significar el punto de integración de la comunidad nacional, expresó meramente los intereses de una parcialidad que encontraba en su obsecuente maridaje con los poderes extranacionales la realización de su destino. Integró al país en exterioridad, en tanto entidad colonizable, y acabó por convertirse en eficaz instrumento mediador de los intereses colonialistas”.
Dice Cooke: “La Argentina se incorporó al proceso económico mundial, pero como mercado complementario del capitalismo inglés. La manufactura importada terminó de aniquilar nuestras industrias embrionarias. Los ferrocarriles dibujaron una geografía donde el intercambio interregional desaparece, se expande el mercado comprador de artículos ingleses y nacen las ‘provincias pobres’. Las compañías extranjeras, los grandes terratenientes y la burguesía que participa en el comercio de importación y exportación, engordan a medida que la riqueza del interior cae en los toboganes que la deposita en los puertos para ser transferida…”
Dice Feinmann (en un definitorio postulado que se entronca al contenido de sus preguntas iniciales): “El Estado liberal, de este modo, se caracterizó por instaurar un orden represivo en el frente interno, y de extrema liberalidad en el externo”.
Dice Cooke: “Sobre esta tierra arrasada la oligarquía proclamó los ideales del ‘progreso’ consagrados en una Constitución copiada y en el mismo sistema jurídico que la complementó. (…) Los principios ideológicos del liberalismo -ideología de la clase burguesa durante el período cenital en las naciones adelantadas- eran las consignas del desastre para un país que se hallaba en estadios inferiores de desarrollo; su transplante servil nos dejó a merced del extranjero y nos deparó un siglo de economía deformada y tributaria, de empobrecimiento, de exacciones, de imposibilidad de desarrollo autónomo”.
Y si Feinmann ya había señalado el decisivo papel funcional que desempeñó el Estado Liberal argentino -en su obsecuente maridaje con los poderes extranacionales-, para arrojar el país como entidad colonizable a la rapiña del Capitalismo en su proyección global, ahora le tocaba explicitar su contrapartida; y entonces afirma: “Para lo que NO sirvió, JAMÁS, fue para integrar al pueblo en ese proyecto. Ante esta evidencia, los liberales decidieron hacer la historia al margen o en contra de las mayorías, optando siempre, según las circunstancias, por el acuerdo entre dirigentes o la violencia…” (Acuerdos cerrados entre cúpulas dirigenciales y/o la violencia, escribe Feinmann, con palabras que parecieran posar su resonancia sobre “el diario acontecer de nuestra trama…”).
Por último, dice Cooke: “La dependencia económica aseguró la esclavitud mental. La semi-colonia quedó unificada en el culto idolátrico de las ideas -símbolo del liberalismo- y cuanto se le oponía fue sentenciado y ejecutado en trámite sumario. (…) Las teorías que postulaban un manejo propio de la economía recibieron una descalificación sistemática, en nombre de la ética, de la civilización y de la Ciencia Económica. Las protestas aisladas se pagaron con la soledad y el ostracismo…”
Finalmente, no quisiera terminar este apartado sin antes hacer mención a otra reseña interesante -altamente significativa, por cierto- que también pertenece al “Bebe”: “Durante la época de Rosas no se habían contraído empréstitos con el extranjero, pero (luego) se recurre al crédito externo con tal exageración que el país se va hipotecando hasta límites increíbles. Sarmiento se vale del empréstito para terminar la guerra con el Paraguay y “pacificar” nuestro interior; otros empréstitos se piden para obras que no se construyen, para planes que nunca se inician, a veces sin buscar pretexto plausible. Después se van pidiendo empréstitos para pagar los servicios de empréstitos anteriores…” “El pago de amortizaciones, intereses y utilidades de las inversiones foráneas representó una carga que aumentaba la deformación y la vulnerabilidad de la economía…”
Las cavilaciones de Feinmann acerca de las cualidades constitutivas del tipo de Estado en estudio, lo llevarán a tocar este otro tópico trascendente: ¿Cuál fue la operatividad que, en la práctica, adquirieron las premisas propias del “Liberalismo Político” que se esgrimen como complementarias a las del “Liberalismo Económico”? Con relación a ello, nuestro autor va a ubicar, a uno y otro aspecto, como formando parte de una antinomia persistente; divisoria que los instala en el interior de una ruptura insalvable: “Del esplendente humanitarismo de los dogmas liberales europeos, los representantes de la burguesía mercantil porteña sólo estaban en condiciones de aplicar los referentes al intercambio económico; nunca los que eran expresiones de los derechos y garantías que la democracia política aseguraba a los ciudadanos…”
Siguiendo el curso de una cierta continuidad histórica, algo así como una misma estela de crueldad, quisiera detenerme, ahora, en el Chile de 1973. (Vaya, a modo de homenaje a Salvador Allende, a su inmensa dignidad, a su profundo espíritu democrático). Allí donde, detrás del rostro ominoso de Pinochet y su golpe fascista, asomaban los inefables “Chicago’s boys” con sus propuestas económicas. Orlando Letelier, último canciller de la conmovedora experiencia chilena, parte al exilio rumbo a Estados Unidos. Allí, en agosto de 1976, “un mes antes del atentado terrorista organizado por la DINA de Pinochet, la mafia cubana de Miami y la natural complicidad de la CIA que terminó con su vida y la de su asistente en Washington” (según narra Jorge Majfud), escribe un revelador artículo que aparece publicado en el periódico “The Nation”. Su título era: “Los Chicago Boys en Chile: el terrible precio de la libertad económica”. De su extenso contenido, sólo quisiera reproducir estas dos vigorosas proposiciones (a tenor de la traducción ofrecida por Jorge Majfud):
“La represión para las mayorías y la ‘libertad económica’ para pequeños grupos privilegiados, son dos caras de la misma moneda”.
“Es curioso que el hombre que escribió un libro titulado “Capitalismo y libertad” [Milton Friedman, 1962]afirmando que sólo el liberalismo económico clásico puede sustentar una democracia política, pueda ahora divorciar tan fácilmente la economía de la política cuando las teorías económicas que defiende coinciden con una restricción absoluta de todos los derechos y de todas las libertades democráticas”.
Por entre las múltiples y ricas aristas que es factible extraer de los testimonios que hemos compartido, quisiera enfocarme, por último, en esa recurrente imbricación en que convergen la implantación del “Orden Liberal” y el ejercicio de una violencia estatal que le es constitutiva. Esa íntima coimplicación en que van a articularse el “Liberalismo Económico” y un férreo disciplinamiento social a través de la exacerbación de la faceta coercitiva del Estado:
El actual festival de DNUs; Vetos; Protocolos represivos; “Facultades Delegadas al P.E.” para el ejercicio discrecional del Poder; la reaparición de la SIDE y sus “fondos reservados”; la restricción de acceso a la Información Pública; el discurso negacionista; la mal disimulada reivindicación de criminales condenados por Delitos de Lesa Humanidad; el ataque a las políticas de Memoria, Verdad y Justicia; la estigmatización de los Movimientos Sociales y de las Organizaciones Sindicales; la disminución de la edad de punibilidad; etc., no son más que eslabones de aquel íntimo encadenamiento esencial: Medidas que permiten vislumbrar la insalvable contradicción en que se disocian y contraponen el “Capitalismo de Mercado” y la efectiva vigencia de Derechos individuales y colectivos reglados en textos que presumen de “Supremos”. El crudo e implacable avasallamiento al que se ve sometida esta estructura normativa, la permanente torción a la que queda expuesta (ya que aún en su mero formalismo nominal se muestra como obstáculo que es preciso desechar), no hacen más que traslucir el ínsito carácter antidemocrático que subyace al Orden Social del Capital.
Estas últimas son meras opiniones personales, claro; que podrán compartirse o no. Pero lo que me interesaba, fundamentalmente, era corresponder con cierta fidelidad a aquella “pretensión de las generaciones que nos han aguardado en la tierra”, en tiempos en que se conmemora el “Día de la Soberanía Nacional”.-
