Por Carlos Davel Quirós
La Guerra de Malvinas estaba sacando lo mejor y lo peor de cada argentino, y de todes como sociedad. Desde la entrega de los combatientes, hasta el bochorno de fantoches de los dictadores, desde la entereza de las madres y las familias de los soldados, hasta la solidaridad de millones. El anuncio de la llegada del Papa Juan Pablo II era un indicio de que todo iba mal. La censura crónica que padecía el país gobernado por la dictadura obligaba a lecturas entre líneas e interpretaciones de los gestos de los protagonistas.
La guerra estaba perdida, los imperios aliados habían decidido poner las cosas en orden: dictadura y entrega Sí, soberanía y anti colonialismo, No.
En nuestra ciudad habíamos integrado una trama semi clandestina de resistencia y oposición a la dictadura que hacía pie en algunos referentes barriales, en estudiantes universitarios, en agentes culturales, y sobre todo en dirigentes sindicales. Casi desde el golpe de estado, pero sobre todo desde 1977, cuando las ilusiones de una pronta caída del gobierno se esfumaron, entendimos que la batalla sería paso a paso, en cada lugar donde se hubiera instalado el relato de la «lucha contra la subversión», de la «libertad de mercado», y del individualismo del éxito dolarizado.
Como dije en Cuando cuidábamos el fuego: Para 1982, Juan Pablo II integraba un tridente político e ideológico poderoso; su alianza con Margaret Tatcher y Ronald Reagan contra el decadente comunismo desarrollado por algunos países de Europa del Este, imponía sus objetivos estratégicos. La disolución de la Unión Soviética, el fin de un modelo antagónico al capitalismo, y un nuevo orden mundial bajo la hegemonía de Estados Unidos y de Europa. En ese escenario internacional se inscribía la aventura de la Junta Militar -atacar a la OTAN siendo cómplice de sus intereses-, tan heroicamente sostenida por los hijos e hijas del pueblo.
Decidimos que había que poner en palabras y en hechos el sentido de todo lo actuado durante aquellos años aciagos. Teníamos que llegar hasta el Papa y hacerle saber que, aún en una remota ciudad del interior del país, había voces disidentes que a pesar de las persecuciones sostenía la llama de la democracia, de la soberanía integral y de los derechos humanos. Durante la madrugada del 9 de junio escribimos y reescribimos una carta «Para su Santidad», que trataríamos de entregar en sus manos en la ciudad de Luján.
Oscar consiguió el Ford Taunus de su padre, subimos al auto los cinco que pretendíamos representar cada uno de nuestros ámbitos opositores, desde los estudiantes hasta los vecinalistas, los trabajadores y la pata cultural -no participaron expresiones partidarias porque si bien alentábamos a la Multipartidaria, nuestras acciones corrían por carriles paralelos-.
Fuimos de los primeros en llegar a la plaza de la Basílica de Luján, detrás nuestro se sumaban los colegios confesionales y el sindicato Smata. Se había dispuesto un corredor central por el que ingresaría la procesión del pontífice, nos establecimos sobre esa pasarela a unos cien metros del atrio, donde se había levantado el escenario. Teníamos que conservar ese lugar para poder hacernos visibles a la comitiva y entregar nuestra carta que decía :»Como usted sabe, el conflicto por la soberanía sobre las Islas excede la coyuntura de un gobierno dictatorial e ilegítimo en nuestro país… Recuerde que el colonialismo ha azotado a los pueblos de todos los continentes, siempre movido por intentos de dominación imperial«.
Luego insistíamos en la situación argentina, las violaciones de los derechos humanos, los campos de concentración, «tan similares a los padecidos en su tierra natal durante el nazismo». «Como miembros del movimiento nacional y popular perseguido, y movidos por las expectativas de democracia y justicia social de nuestro pueblo, pedimos a su Santidad que requiera a sus interlocutores en la Junta Militar: convocatoria inmediata a elecciones, libertad a los presos políticos, aparición con vida de los desaparecidos«.
Ante el despliegue policial, la carta, su contenido, era un peligro para la humilde delegación chaqueña, la entrega del sobre en medio de la multitud presentaba serios inconvenientes, mientras las medidas de seguridad del ilustre visitante impedían su aproximación a los asistentes. Los estudiantes secundarios bailaban a nuestro alrededor, los parlantes invitaban a la devoción religiosa y los locutores arengaban con el «Totus tuus» del lema pontifical.
Recién cuando Juan Pablo II pasó junto a mí, extraje la carta de mi bolsillo y tendí la mano mientras agitaba el sobre como si fuera un pañuelo. Uno de los sacerdotes que flanqueaba al pontífice la tomó sin detenerse. Nuestra misión estaba cumplida, aún así nos quedamos a escuchar la misa, pero sin novedad en ese frente.
Se cumplen 42 años de aquel arrebato juvenil, y hoy se extrañan algunas figuras y otras tantas rebeldías.

