“LA PUTA, QUE FEO QUE FUE SIN LA MARGARITA. LAS SIRENAS ESTÁN SONANDO Y YO SIN AGUA BENDITA”
El soldado
“EL INFIERNO ES LA MIRADA DEL OTRO”
Jean-Paul Sartre
Por Ariel Sobko
El martes 31 de marzo a las cuatro de la tarde en Resistencia city tropical, a doce días de la cuarentena, María se disponía a ir a hacer las compras para el departamento. Ella se encargaba de hacer las compras y de cocinar, porque Luis le decía que él nunca hacía las compras —del supermercado, aclaraba, porque ropa se compraba casi todos los días, decía— ni tampoco cocinaba, porque el personal doméstico de la casa se encargaba de la cocina. ¿El personal doméstico?, repetía irónicamente María indicándole la incorrección, aunque Luis no se daba cuenta. Sí, mamá siempre tuvo empleadas. Somos cuatro varones, ya te dije, y los varones nunca hacemos nada. ¿Los varones nunca hacen nada? María no podía creer lo que estaba escuchando. No, mamá siempre dice lo mismo. Se llevó detrás de las orejas el cabello, Luis, levantando el mentón. María tosió. ¿Tu mamá dice eso?, dijo luego. Sí. Estaba, María, con un bolígrafo y un papel en las manos haciendo, precisamente, la lista de las compras. Luis, dejá de decir pelotudeces, ¿querés?, y completemos la lista, por favor. Bueno, bueno… no te pongas así. ¡Dale, por favor! Bueno, yo quiero de la farmacia, dijo Luis, un buen champú. Fíjate si conseguís Capilatis Engrosador, ¿sí? Y una crema facial, una buena por favor. Yo uso Ekos, pero si no la conseguís, decile a la farmacéutica que te de la mejor que tenga. ¡¿Me estás jodiendo, pelotudo?! Pará, no te pongas así, te dije. ¡¿Y cómo mierda querés que me ponga?! ¡No voy a ir a la farmacia, Luis! Pero es que ¿viste tu botiquín, María?, sos peor que mis amigos. ¿¡Qué decís, pelotudo!? ¡Encima que no hacés nada, tenés el atrevimiento! Pará, ¿cómo que no hago nada? Yo lavo los pisos del departamento. Era cierto, lo único que hacía Luis, como para contrarrestar un poco la cuestión, era lavar los pisos del departamento. A María eso le había llamado mucho la atención, precisamente, y lo había interrogado. Es que mis hermanos son un desastre, María, había dicho. Dormía con uno de ellos que todas las noches venía borracho y vomitaba en el piso y él tenía que limpiar para poder seguir durmiendo. Al margen de la cuestión —o no tanto— los padres de Luis eran dueños de la inmobiliaria más grandes del Chaco, de la cual se encargaban sus hermanos mayores en la actualidad, un verdadero imperio cuya fortuna era difícil de imaginar para María. No había caso, el asunto era que, por mucho que María intentara explicarle la situación, a Luis lo único que le interesaba era su cutis y su cabello, evidentemente, así que tomó su cartera, guardó su celular y la lista de las compras a medio hacer y salió del departamento. Cuando estuvo en la planta baja, miró las puertas cerradas de las oficinas entre las cuales se encontraba su consultorio y volvió a sentir un nudo en el estómago y una frustración infinita. Iba a un supermercado que quedaba a tres cuadras. En la esquina, la policía paraba a los autos y a las motos. La caída de la tarde anunciaba una noche fresca, un poco más acorde a la estación de lo que venían siendo los últimos días, más bien calurosos y húmedos. Una bandada de pájaros atravesó el cielo y ella pudo divisarla. Sacó su celular y llamó a su papá. «Hola, papá. ¿Cómo estás?» «Bien, hija. ¿Y vos? ¿Y tu novio?» «¡We! No me hables… Es un imbécil.» «¿Todavía no lo querés?» «Es un imbécil, papá. Estamos esperando los resultados de los segundos isopados de sus papás y a él no le importa nada… Es un narcisista insufrible.» «Entendelo, María. ¿Qué clase de psicóloga sos? Debe estar muy desorientado… ¿Cuándo me lo vas a presentar? Estoy esperando esa videollamada que me prometiste, lo quiero conocer.» María no quería hacer esa videollamada porque adivinaba que su papá iba a enamorarse del aspecto divino de Luis y entonces ella no tendría más chances de poder deshacerse de él. Había llegado a la esquina del supermercado y una mujer policía que estaba parando los autos la miró con cara de que iría a asesinarla por la displicencia con la que andaba en la calle hablando por su celular. Cortó la llamada, guardó el celular y apuró el paso hasta el supermercado que, para suerte de ella, estaba prácticamente vacío de gente. A esa hora, ese mismo día, Luis pobre estacionaba su auto en la vereda de la casa de María pobre y le enviaba un mensaje por celular avisándole que había llegado. María pobre salía de la casa, subía al auto y lo besaba largamente. A todo esto, desde que Luis pobre había estacionado, le llamó la atención un hombre que estaba fumando en una vereda del frente y no paraba de mirarlo. Incluso, este hombre, ya lo había observado de manera empecinada otras veces. ¿Quién es ese tipo?, le preguntó a María pobre. ¿Quién? ¡Ese! María pobre se hacía la distraída; finalmente, dijo: Es policía, no le des bola… Arrancó el auto y se fueron. Era mi novio, agregó cuando doblaban la esquina. ¡¿Qué cosa?! ¡Con razón no dejaba de mirarme, el pajero! María pobre apoyó una mano arriba de un muslo de Luis pobre y él se tranquilizó. Esquivaron los controles policiales, que estaban en las avenidas, sobre todo, y llegaron hasta la casa de Luis pobre. Unos días atrás, él había logrado sacar casi toda la mercadería del puesto, la había llevado a su casa y, por intermedio de ventas por WhatsApp, hacía entregas a domicilios. La idea se la había dado María pobre luego de que el matrimonio que trabajaba demasiado le había pedido que les consiguiera juguetes a las criaturas. Por otra parte, había concedido, María pobre, atenderles a cualquier hora las videollamadas de las nenas bajo el arreglo mensual que tenían, cosa que le resultaba contraproducente, porque las criaturas no paraban de llamarla día y noche a cualquier hora. La cuestión es que cargaron las bolsas de juguetes con los pedidos y se dirigieron a hacer los repartos. Luis pobre estaba muy contento con la salida que había encontrado María pobre para el negocio. De hecho, el matrimonio que trabajaba demasiado ya le había comprado casi todo el stock de juguetes con el que contaba. De cualquier manera, pensaba Luis pobre, esto era pan para hoy y hambre para mañana si no se reestablecían en lo inmediato las condiciones laborales en la feria ya que, desde el comienzo de la cuarentena, los viajantes no recibían ningún pedido y estaba quedándose sin mercadería. Después de dejar los pedidos, pasaron por un kiosco y compraron latas de cerveza. Antes de arrancar el auto abrieron una y Luis pobre le confesó a María pobre que no aguantaba más sin fumar faso, se estaba enloqueciendo, así le dijo. ¿Enserio? Sí. No sabías que fumabas, Luis. Estoy enloqueciendo, repitió él. María pobre llamó del celular de Luis pobre —el suyo había dejado cargando en su casa, las videollamadas de las criaturas le gastaban la batería constantemente—, llamó del celular de Luis pobre, decía, a un amigo, y consiguió que le convide unas flores. Luis pobre no podía creerlo, estaba más contento que perro con dos colas. Fueron hasta la casa del amigo de María pobre de inmediato y, en un santiamén, Luis pobre armó en el auto un petardo y lo encendió. Seguía sin poder creerlo cuando llegaron de regreso a la casa de María pobre y estacionaron el auto. Había hecho todo en muy poco tiempo. ¡Sos una genia, María! ¡No puedo creer que tu amigo te haya regalados flores! Era mi novio, dijo ella. Luis pobre tosió largamente, luego agregó: ¡We, pero ¿cuántos novios tuviste, María?! En ese momento, un patrullero estacionó detrás del auto y bajó un policía que llevaba puesto un barbijo. Se dirigió a la ventanilla de Luis pobre, le preguntó dónde quedaba su domicilio y le pidió los papeles del vehículo. María pobre lo reconoció. Era un amigo del vecino policía, exnovio de María pobre, que lo junaba siempre a Luis pobre. Hola, le dijo ella, ¿cómo estás Ernesto? Tras lo cual, bajó del auto y cruzó la calle. Golpeó las manos en la casa del vecino policía y, cuando éste salió, le dijo algo brevemente y volvió hacia donde estaba el auto de Luis pobre. El vecino de María pobre saludó a Ernesto, el policía que estaba con Luis pobre, con un saludo ciertamente exagerado, esto es, moviéndole la mano de modo ampuloso como queriéndole transmitir una especie de negación, y entonces Ernesto le dijo a Luis pobre que se retire y que respete la cuarentena por favor. Era evidente que el vecino policía los había batido. Luis pobre encendió el auto sin chistar y se retiró sin saludar a María pobre, a quien, cuando doblaba la esquina, pudo verla por el espejo retrovisor que se quedaba charlando con oficial como si no hubiese pasado nada. A todo esto, María había vuelto del supermercado al departamento. Ahora estaba subiendo por el ascensor. En el camino de regreso, recordaba María mientras subía el ascensor, no sólo los policías habían tenido de nuevo para con ella miradas de odio, sino que algunos de sus vecinos, a quienes los había reconocido detrás de sus barbijos, también le habían echado la misma mirada. ¿Será porque no llevo barbijo?, se preguntó, y se angustió. Sin embargo, cuando ingresó al departamento, observó que los pisos estaban relucientes y vio a Luis en bóxer haciendo abdominales en medio del living. Se había hecho un rodete en el cabello. Cuando la vio, Luis, se sentó en el piso y le sonrió. Tenía la cara colorada por el esfuerzo y sus ojos azules parecían fucias en medio de las escleróticas inyectadas en sangre. María sintió que la angustia la abandonaba y que una oleada de excitación le subía desde el estómago hasta los pechos. Si afuera parecía el infierno, pensó María, adentro de su departamento había un dios. Entonces, pasó la noche y vino el día siguiente. María llamó a los papás de Luis para saber de los resultados del segundo isopado que les habían realizado y, afortunadamente, habían dado negativo. Ninguno de ellos, al parecer, tenían coronavirus. El alivio fue tan grande que ese día casi no hablaron con Luis. Hicieron el amor todo el tiempo, aunque ella dudaba que él entendiera todo lo que estaba ocurriendo. ¿Cómo podía ser —se preguntaba— que alguien con el aspecto de un Aquiles venga al mundo con el cerebro del tamaño de una nuez? De cualquier manera, no podía negarlo, María se había enamorado de Luis. Luis pobre y María pobre, por su lado, no habían vuelto a verse ni a hablarse desde el día anterior, luego del encuentro con los policías. En realidad, Luis pobre la había llamado varias veces, pero el celular de María pobre le había dado siempre apagado. De todas formas, se había pasado tirado fumando las flores que le había conseguido María pobre, olvidándose de todo y pensando sólo en ella, en su voz, en su piel, y no le importaba más nada. Eso sí, pensaba Luis pobre, mientras oía las sirenas afuera en la calle, tenía que conseguir más margarita, así la llamaba él a la marihuana. La cuarentena le parecía, mientras fumaba, que no iría a acabarse nunca.