“NO ESTÁS COMPLETAMENTE INVENTADA, TE FALTA ALGO, ¡TE FALTA AMOR! ¡FUCK YOU!”
Charly García
“EL AMOR NOS OBLIGA A LAS MUECAS MÁS ATROCES”
Alejandra Pizarnik
Por Ariel Sobko
Aquella madrugada del 14 de marzo, cuando María conoció a Luis, no sabía, María, que las cosas se precipitarían de esa manera —como, por otra parte, nadie lo sabía—, y, tal vez por eso, no se había dado la libertad de comunicarle a nadie más que a su papá el hecho de que en cuarentena había comenzado con Luis. ¿Una relación?, ¿cómo podía llamarla?, la verdad que no sabía cómo llamarla. Relación, no, por ejemplo, tampoco noviazgo, porque eran palabras que se usaban antes de la cuarentena y hoy ya no servían, como después de Internet dejó de servir conocer para referirse a conocer a alguien. Como sea, el asunto es que no había hablado con nadie de Luis, y eso que desde el comienzo de la cuarentena había hablado con medio mundo. Tampoco había hecho la videollamada para presentarle Luis a su papá, que tanto esperaba él, su papá, que ella lo hiciera. La historia no tiene secreto en esto: el verdadero problema para María era que Luis era hermosísimo y eso le nublaba la razón, ahora bien, a ella, a quien no le faltaba el robusto sentido común de los psicólogos, no dejaba de hecho de sorprenderle el detalle de no haber hablado con nadie de Luis, como si algo tratara de impedírselo. No había llegado a mentir, pero porque nadie le había hecho preguntas, atendía sólo lo que sus amigos le contaban, no había hecho ninguna foto con Luis, no había dejado que Luis hiciera alguna foto o un video y lo compartiera en redes sociales. La cuestión es que recién ese día, 13 de abril, se propuso María contarle a alguien su historia con Luis. Revisando su Facebook volvió a leer los comentarios de la foto con Luis aquella madrugada, la única foto que tenía con él, pero en la que aparecían algunos de sus amigos y uno de los patovicas y que siquiera era una foto de ella, sino de una de sus amigos que la tomó en movimiento y la subió porque quedaban alucinantes las luces corridas detrás de sus protagonistas. Se detuvo en el último comentario, el de Fulvia, una amiga suya: “Yo lo conozco al chico que aparece con ojos rojos. Tengan cuidado, anda metido en brujería.” En efecto, en la foto, Luis aparecía con los ojos rojos y le agregaban una especie de bestialidad; llevaba una camisa negra, el cabello suelto con largos y gruesos mechones que le atravesaban el rostro levemente inclinado hacia adelante. Fulvia era más grande que María, era una persona muy esotérica y también era psicóloga, como María, pero se dedicaba a la investigación, de hecho, se hicieron amigas luego de que una vez Fulvia dictara una charla en la facultad sobre la sugestión. En ese momento, como por arte de magia, Fulvia le estaba escribiendo por WhatsApp. El mensaje inesperado de Fulvia no contenía, por cierto, nada especial, preguntaba por el papá de María y si ella estaba pasando bien la cuarentena, sin embargo, no pudo evitar, María, preguntarle por el comentario que había hecho de Luis en la foto: “Hola, Fulvia. ¿Cómo estás? Mi papá bien y yo también. ¿Vos?” “Nosotros también estamos bien, por suerte.” “¡Buenísimo! Quiero preguntarte algo. ¿Te acordás de tu comentario?” María le pasó a Fulvia una captura de la foto y el comentario. “¿A qué te referís con que el chico anda metido en brujería?” “¿Conocés a Luis?” “No.” María no entendía por qué le mentía. “Ese chico no es una persona como cualquiera. Yo lo conocí en un boliche hace muchos años. Siempre anda de joda. Me invitó a ir con él, pero yo no le di bola. No puedo más de torta, vos me conocés. ¡Jaja!” “¿Por qué decís que no es una persona como cualquiera?” “No le di bola, pero después nos seguimos en las redes. Estaba obsesionado con la brujería, y, como ya sabés, a mí me gusta todo eso, hablábamos todo el tiempo. Al toque me di cuenta de que era un tipo peligroso y dejé de seguirlo y no le contesté más los mensajes. Luis es un tipo muy inteligente.” “¿¡Muy inteligente?!” “We, sí, es un genio. Pero un genio del mal. El tipo es un brujo, ¡te dije! Viajó por todo el mundo buscando el secreto de la juventud eterna. Practicó, según me dijo, todos y cada uno de los ritos y rituales para obtener la belleza. La juventud es la belleza y eso le importa al demonio. El diablo era el ángel más bello del paraíso, ¿sabías?, y por envidia Dios lo expulsó del paraíso.” María estaba sentada en una silleta en el balcón, y, recién en ese momento, se dio cuenta de que caía la tarde. La luz mortecina del alumbrado público se anunciaba desde abajo y el silencio de las calles ya era sepulcral, aunque, todavía, no habían sonado las sirenas. Volvió a escribir: “¿A qué te referís con que Luis quiere convertirse en un demonio? A mí me dijo que estudia abogacía.” “Te mintió, no hace nada, lo único que le importa es trascender a un plano demoníaco. Tiene un método. La familia lo consiente en todo; lo llaman Adonis. Los padres son dueños de la inmobiliaria ***, ¿sabías?” “¿A qué te referís con que tiene un método?” “Me confesó que había obtenido su poder enamorando a las demás personas. Y Luis, bueno, resulta francamente irresistible. ¿Lo viste bien esa noche?” “Sí, muy bien.” “Es la cosa más linda que yo vi en mi vida.” “Sí, sí, sí… ¡vaya si lo es!” “Hay un ritual en las indias que marca a todo aquel que enamora a mucha gente con el don de la belleza. Hay que enamorar al otro para volverse hermoso; en ese orden, ojo. El amor es el diablo. Qué suerte que tuviste vos María de no enredarte con Luis, ninguna mujer y ningún hombre puede resistírsele. Varios de mis amigos perdieron la cabeza por él.” En ese preciso momento, María sintió algo muy extraño. Quería seguir leyendo lo que Fulvia le decía, pero no podía. La razón se le nublaba, como cuando intentaba leer un idioma que no desconocía, y se le tapaban los oídos, como cuando se sumergía en el agua o como cuando le bajaba la presión. No lo sintió en el cuerpo, pero tuvo la sensación de que el entorno la aplastaba, como si alguien entraba en su cabeza, y, de pronto, escuchó que Luis bruscamente abría las puertas de vidrio del balcón y salía, la miraba con unos ojos que jamás le había visto, ni a él ni a nadie, rojos, los ojos, como en la foto, estaba despeinado y llevaba una camisa desprendida. Se asustó, María, y dejó caer su celular al piso, que se desarmó completamente por el estruendoso impacto. ¡¿Con quién estás hablando?!, le dijo Luis. Pero no tenía su voz, el tono era osco, colérico, y era una voz que María tampoco le había escuchado a Luis ni a nadie, la voz de una bestia o de un monstruo. María juntó las partes de su celular, corrió a Luis de su camino y salió del departamento. En ese momento, Luis pobre también salía de su casa para dirigirse a la casa de María pobre. Quería tratar de dar con ella, quien tenía el celular apagado desde la última vez que se habían visto, una semana atrás, el día que ella le consiguió margaritas con el exnovio y fue interrogado por el amigo del vecino policía y exnovio de María pobre. Luis pobre tenía muy grabadas las imágenes de ese tenebroso día. Lo cierto era que él la venía llamando a María pobre cuatro o cinco veces por día y su celular le daba siempre apagado. Los primeros días Luis pobre no pensó nada, pero al quinto o sexto día se preocupó, y pasó de creer que el celular de María pobre estaba descompuesto a pensar que su papá o ella se habían contagiado de coronavirus, de extrañarla con dulzura a encolerizarse con ella. Más aun, habló con sus amigos, con todos los que estuvieron aquella madrugada del 14 de marzo en esa casa de la villa cuando conoció a María pobre. Todos le dijeron cosas distintas de ella. Pedro le dijo que María era policía, Juan que María era prostituta y Yanina que María era tranza. Él, Luis pobre, a todos les había dicho lo mismo, que había conocido a María pobre esa noche y que se habían ido juntos. El caso es que el deseo se le subió a la cabeza esa tarde, no aguantó más, y fue a ver si encontraba a María pobre en su casa antes de que suenen las sirenas. Estacionó el Volkswagen y bajó con una bolsa blanca de plástico en las manos que contenía una docena de medialunas de obsequio que había comprado por el camino. Luego de aplaudir varias veces —dificultado por sostener las medialunas y por haber erróneamente encendido un cigarrillo por el nerviosismo— le atendió el papá de María pobre, quien estaba visiblemente desmejorado por la enfermedad y llevaba puestos una remera blanca gigante y un jogging gris. Luis pobre le preguntó al hombre si se encontraba María en la casa, y, cuando el hombre trataba de explicarle que María no aparecía en la casa desde hacía dos días y que él estaba muy preocupado, eso le escuchó decir, en ese momento, estacionó detrás del Volkswagen un patrullero de la policía. Luis pobre no lo podía creer: bajó del patrullero Ernesto —¿así lo había llamado María?, dudó—, el mismo policía amigo del vecino policía exnovio de María; lo reconoció porque jamás habría olvidado que era colorado y que tenía un lunar peludo con pelos blancos y rojos y bastante prominente arriba de la ceja izquierda. Como si fuera poco, cuando Luis pobre giró para mirar, porque el patrullero traía las luces estroboscópicas, advirtió además que el vecino policía exnovio de María pobre estaba exactamente como todas las veces, fumando y mirándolo en la vereda del frente. ¡¿Qué mierda te dije yo el otro día?!, le dijo el oficial. Era él, Ernesto, y evidentemente era jodido como el otro del frente, pensó de inmediato Luis pobre, y, antes de poder decir algo, que, dicho sea de paso, no sabía bien qué decir, habló el hombre, el papá de María pobre. Disculpe oficial, dijo, mi yerno vino a traerme unos medicamentos, ¿cuál es el problema? Cuando habló, el papá de María pobre, exageró su malestar, tartamudeó y cerró los ojos como producto de un tic. Ernesto, el oficial, miró con odio a Luis pobre y después subió al patrullero sin decir nada. En el patrullero, Ernesto, habló por la radio y, tanto Luis pobre como el hombre entendieron que la comedia había terminado, y, entonces, Luis pobre tiró el cigarrillo y le entregó la bolsa al hombre, subió a su auto y se retiró del lugar. Cuando Luis pobre llegó a su casa estaban sonando las sirenas. Antes de entrar el auto, un niño, su vecino, que jugaba solo detrás de las rejas de la casa, le pidió que le pasara la pelota que se le había ido a la calle. Se la entregó y entró el auto de inmediato. Lo enloquecían las sirenas, a Luis pobre, aun así, más lo enfurecía la escena que acababa de vivir, y el hecho perturbador de lo que le había dicho el hombre, el papá de María pobre, que María no aparecía por su casa. Y bien, como pudieron adivinar, este es el momento de la historia que adopta un giro inesperado y no se sabe qué va a pasar con los personajes, cuando, para colmo, ya no sabíamos qué les podía pasar a los personajes, el momento en que la velocidad de las cosas se torna desesperante (¿Luis era el diablo?, ¿María pobre desapareció?) y no queda otra que seguir la historia y esperar que la literatura consiga felizmente un desenlace.