El amor en tiempos de cuarentena – Episodio 6

ES EL AMOR. TENDRÉ QUE OCULTARME O QUE HUIR. CRECEN LOS MUROS DE SU CÁRCEL, COMO EN UN SUEÑO ATROZ.
[Jorge Luis Borges]
ÉL ANDA DICIENDO QUE VOS ERAS SU ALEGRÍA.
ÉL ANDA GIMIENDO SU AMOR A PLENA LUZ DEL DÍA.
LO MÁS EXTRAÑO ES QUE ÉL NI SIQUIERA TE CONOCIÓ.”
[Suéter]

 

Luis pobre tenía un perro. Su papá lo había traído a la casa. El papá de Luis pobre había muerto de un infarto hacía siete años, y, dos meses antes de morir, había traído a la casa un perro negro callejero. Negro, de hecho, le pusieron de nombre al perro. Era chiquito, el Negro, y estaba mal cuando su papá lo encontró abandonado en la calle, pero después empezó a comer la sobra de los guisos de la mamá de Luis pobre y se formó bien. “Negro”, de hecho, le decían al papá de Luis pobre y luego le quedó el mote a él, a Luis pobre, pero también le quedó el mote al perro, y todos decían que el Negro, el perro, era la reencarnación del papá. «Luis —le decía su mamá—¿te diste cuenta que el perro es tu papá?» ¿Qué significaba esto? Sucede que el perro era sencillamente la aplicación asombrosa de aquello que se dice que cada perro se parece a su dueño, y entonces el Negro era sereno y alegre y fiel compañero, como era el papá de Luis pobre. Ahora bien, el animal había estado con el hombre sólo los dos meses últimos de su vida, dos meses que, aunque parezca poco tiempo, a Luis pobre y a su mamá le parecían en la memoria un tiempo infinito. Desde luego, el papá de Luis pobre no andaba nada bien aquellos días, sin embargo, con el perro, se había puesto inesperadamente feliz, lúcido, activo, hablador, como era el hombre comúnmente. Como sea, la cuestión es que cuando Luis pobre se sentía triste estaba con el animal pues, por lo dicho anteriormente, era como estar con su papá, quien, en efecto, solía ser un buen compañero cuando él se sentía de esa manera. Después que María pobre se fue en el auto negro polarizado, Luis pobre entró a su casa, dejó el celular de su mamá arriba de la mesa del comedor y fue al patio a estar con el perro. El Negro estaba sentado sobre sus extremidades traseras al lado de su cucha, cuando vio a Luis pobre salir al patio se paró, el perro, y le movió la cola. Luis pobre se sentó en el pasto al lado del Negro, prendió un cigarrillo, abrazó al animal y miró al cielo. Las sirenas estaban sonando en todo su esplendor. El Negro apoyó la cabeza en el hombro de Luis pobre, resopló y después le lamió la cara, como es que consuelan a sus cachorros los perros. En ese momento, en el departamento, cuando todo parecía indicar que María le haría caso a Luis y no dejaría pasar a su papá que le traía una torta —y a quien, dicho sea de paso, María no veía desde el comienzo de la cuarentena—, ocurrió, sin embargo, algo inesperado. El papá de María, el doctor, la convenció de subir para conocer a su yerno, así se refirió, y la cuestión es que subieron y entraron al departamento riéndose de algo que él decía, el doctor, de la torta que llevaba en las manos. La jugada del doctor era espectacular: llegaba con una torta de obsequio cuando estaban sonando las sirenas para asegurarse la excusa de no poder quedarse y para asegurarse de que lo reciban, aunque, por lo demás, vivía a unas cuadras del edificio. El hechizo egipcio del amor fatal que Luis le había echado a María entraba en cortocircuito en su cabeza con la presencia de su papá dejándola en una especie de limbo. De hecho, esa era la razón por la cual Luis no permitía que María hiciese contacto con el papá o con alguien que pueda interferir su poder. Pero el doctor no era ningún estúpido, y no iba a dejar de conocer a Luis o a quien sea con quien esté su hija pasando la cuarentena. El caso es que entraron al departamento y encontraron a Luis sentado a la punta de la meza revisando su celular. Vestía, Luis, de manera impecable: zapatos fucsias, un pantalón crema de seda y una camisa italiana también de seda, y tenía el cabello rubio doradísimo y la piel de una calidad extraordinaria luego de haber obligado a María a ir a la farmacia. Cuando los vio entrar, Luis, bajó los pies de la mesa y se paró de inmediato, los saludó con una especie de reverencia y dijo antes de que ellos puedan decir algo: estaba ansioso por conocerlo, doctor. Es un verdadero gusto, dijo el doctor desde el umbral de la puerta y agregó que subía sólo para conocerlo a él y de paso traerles un obsequio. Pero no se hubiese molestado, doctor. Bueno… ¿cómo no molestarme por mi hija? María escuchaba la charla de los varones bajo un poderosísimo estupor, porque Luis se encarnizaba con ella y agudizaba el hechizo, como si con ello quisiera amonestarla por haberlo dejado pasar al papá. En ese momento, en el patio de su casa sentado al lado del perro, Luis pobre se acordó que había guardado un cigarrillo finito de las margaritas que le había conseguido María pobre y que él lo había guardado por si volvían a verse. Fue a buscarlo a su habitación y volvió al patio a sentarse de nuevo al lado del perro. Iba a encenderlo inmediatamente, pero recordó que, además de haberlo guardado como una especie de talismán para volver a ver a María, tampoco lo había fumado por miedo a sentirse más angustiado, por lo que hizo una pausa y dudó. Sin embargo, encendió el cigarrillo y lo pitó hasta explotar. En el departamento, el estupor de María aumentaba a medida que la charla entre los varones avanzaba. Luis le decía al doctor mi tía se atendió con usted hace unos años y el doctor le decía sí claro me acuerdo de ella. Era un duelo entre titanes. Luis acentuaba su locuacidad grandilocuente típica de los narcisistas y se expresaba con aires de filósofo y el manejo verbal de un poeta viejo. Las sirenas suenan supinas, decía, la tensión se puede recortar en el aire. Hizo con los dedos el gesto de una tijera recortando y luego se sacó unos mechones de cabello que le caían en la cara. Ya me retiro, dijo el doctor, vivo a sólo unos pasos de aquí. En medio del estupor, María escuchó que sonaba su celular; fue a recogerlo a la mesa y salió al balcón a atender la llamada. Era Fulvia. Luis pobre, por su lado, con la cabeza en mil pedazos, guardó la tuca del finito en la caja de sus cigarrillos y se acostó al lado del Negro que también se acostó arriba de su panza. A pesar de sus temores, por suerte, la marihuana le había pegado bien a Luis pobre. Escuchaba las sirenas y no le importaban; tenía que aprovechar para pensar. ¿De quién era el auto negro polarizado en el que andaba María?, pensaba, no era un taxi, aunque ¿quién manejaba el auto?, no había visto quién manejaba el auto, pero al auto sí lo había visto, ¿dónde había visto ese auto negro polarizado? ¡¿Dónde mierda vi yo ese auto?! dijo en voz alta. Aunque hubiera mil autos así, él estaba seguro de que ya había visto ese auto en lo que iba de la cuarentena. Como un poderoso vértigo le vino la intuición y sacó su celular para ver la imagen del contacto del matrimonio, el matrimonio rico que trabajaba demasiado, del cual María pobre era la empleada doméstica. Luis pobre tenía el contacto, del hombre precisamente, porque María pobre se había comunicado con él desde su celular, del celular de Luis pobre, la vez que fueron a entregarles en la casa los juguetes que le habían vendido para las hijas. El asunto era que, en efecto, Luis pobre había visto el auto estacionado en la vereda de la casa, lo sabía porque le había llamado la atención el hecho de que sea negro y polarizado. Sin pensar en nada llamó al contacto del hombre. Marcó el ícono de llamada en la pantalla y se sentó de golpe; el perro se asustó y salió de encima suyo de inmediato. Atendió el hombre: «Hola… ¡Hola!» Luis pobre no decía nada, y, aunque no sabía qué decir, se le ocurría que, si era como él sospechaba, todavía María pobre podría estar con él en el auto y entonces tampoco podía decir demasiado. Escuchó que del otro lado decían: «Hasta mañana, María… Hasta mañana, señor.» Era la voz de María pobre. El hombre insistía: «¡Hola, hola…!» Luis pobre cortó la llamada. Mientras tanto, en el departamento, María atendía en el balcón, decía, la llamada de Fulvia. «Hola, Fulvia.» «Hola, María. ¡¿Cómo estás?! No me llamaste al final.» «¿Cómo?» «Estoy preocupada por vos, María. ¿Te pasa algo? Igual yo ya sé lo que te pasa, porque soy bruja. Estás enamorada. ¡Contame de quién! ¡¿De quién estás enamorada, María?!» En ese momento hubo una repetición, un déjà vu: de golpe salió al balcón Luis con los ojos rojos de una fotografía velada gritándole, Luis a María, ¡¿con quién estás hablando?!, y, del susto, a María se le cayó el celular impactando estrepitosamente contra el piso y desarmándose por completo. ¡¿Y mi papá?! le preguntó ella perdiendo cuidado por el celular. Tu papá… ¡se fue tu papá…!, ¡¿yo qué mierda te dije a vos? ¡Te dije que no lo dejaras pasar! Al día siguiente, María se despertó a las siete de la mañana y no recordaba nada de lo que había ocurrido el día anterior. La amnesia era, por lo demás, parte central del hechizo egipcio del amor fatal. El asunto era que María no se acordaba nada. Había dormido con la ropa puesta —cosa que nunca hacía— y le dolía todo el cuerpo, de hecho, se había levantado de la cama porque le partía la cabeza. Fue al baño, se sacó la ropa y se metió en la ducha. Grande fue su sorpresa cuando advirtió unos hilos sanguinolentos sobre la espuma del jabón que le caía de la cabeza. Pero todavía mayor fue su sorpresa cuando se vio en el espejo su ojo derecho destrozado, un enorme derrame de sangre que cubría casi toda la esclerótica, y las ojeras y arriba de los ojos moradas. En ese mismo momento, en su casa, Luis pobre se afeitaba frente al espejo del baño mientras armaba una teoría de los hechos tal como venían presentándose hasta ahora. La maquinita de afeitar barría la barbilla incipiente de Luis pobre cubierta de espuma para afeitar y él se concentraba en sus pensamientos. Para él, a María pobre no le pasaba nada raro, como estar desaparecida o como formar parte de una banda de narcos, nada así tan raro al menos. Sin embargo, pensaba que era víctima, María pobre, de un delito del cual él podía salvarla. Creía, Luis pobre, que era trasladada constantemente por el hombre del auto negro polarizado de su casa a la casa del matrimonio que trabajaba demasiado, quienes la obligaban a quedarse ahí por varios días, sobornada seguramente por las angustiadas criaturas y por las promesas del matrimonio de subirle la paga. En efecto, la casa del matrimonio rico era enorme y muy lujosa, y tenía, de hecho, una pieza apartada en el patio con un baño propio para el personal de cama adentro. María pobre le había contado ese detalle, pues él no había bajado del auto la vez que fueron a dejar los juguetes, pero sí había podido ver el espectacular frente de la casa, en pleno centro de Resistencia city tropical. Como sea, la cuestión es que esa mañana mientras se afeitaba Luis pobre tenía el propósito de ir a decirle en la cara al matrimonio rico que trabajaba demasiado que no podían obligar a María pobre a ir y venir con la cuarentena y que, en cualquier caso, deberían blanquearla y pagarle bien, como corresponde. Era un hecho para él, para Luis pobre, que María pobre había perdido o había estropeado su celular, y que eso le había venido como anillo al dedo al matrimonio rico para obligarla a romper la cuarentena, como, por lo demás, era un hecho también para él que el hombre le había dicho a María pobre hasta mañana y que ella respondió hasta mañana señor. (La voz de María pobre era inconfundible para Luis pobre; dicen que es lo primero que se olvida del ser amado, la voz, pero Luis pobre llevaba grabada la voz de María en la cabeza como en la piel se lleva grabado un tatuaje.) Esa era su teoría. Ahora, había armado un plan, desde luego, y el plan consistía sencillamente en ir con el Volkswagen y apostarse frente a la casa del matrimonio rico y esperar a que aparezcan para decirle todo lo que tenía para decirle, y si se retobaban él también se retobaba y le rompía las caras a trompadas y listo. Sintió que la violencia lo invadía toda la espalda, le tembló el pulso y se cortó la cara con la afeitadora, apenas un poco, pero lo suficiente como para dejarle un hilo sanguinolento en la espuma para afeitar. La violencia es ciega como el amor es ciego. Pero a él no le importaba nada. Incluso consideraba a su plan como una prueba de su amor, del amor de Luis pobre, que tenía la fuerza de una ola de mar gigantesca o la fuerza de una tormenta devastadora. Se puso un pedacito de cinta blanca a modo de curita (se había cortado en el maxilar cerca del mentón) y salió del baño y se vistió y salió de la casa y sacó el Volkswagen y partió con prisa, apurado también, de todas maneras, para no toparse con su mamá, quien, a todo esto, seguía durmiendo. María, por su lado, también, después de pegarse la ducha se vistió, se puso un barbijo, lentes oscuras, guardó el celular desarmado en la cartera y salió con prisa del departamento, antes de que Luis se despierte, para dirigirse —presa de los mecanismos de la repetición, aunque, por su amnesia, sin saberlo—, para dirigirse, decía, a la Catedral, en donde haría lo mismo que entonces, la primera vez, armar el celular en la vereda y, desde ahí, volver a llamar a Fulvia y después llamar a su papá. La repetición es ciega como es ciego el amor.

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