“EL DISCURSO AMOROSO ES HOY DE UNA EXTREMA SOLEDAD. ES UN DISCURSO TAL VEZ HABLADO POR MILES DE PERSONAS (¿QUIÉN LO SABE?), PERO AL QUE NADIE SOSTIENE; ESTÁ COMPLETAMENTE ABANDONADO A LOS LENGUAJES CIRCUNDANTES, O IGNORADO, O DESPRECIADO, O ESCARNECIDO POR ELLOS, SEPARADO NO SOLAMENTE DEL PODER SINO TAMBIÉN DE SUS MECANISMOS (CIENCIAS, CONOCIMIENTOS, ARTES). CUANDO UN DISCURSO ES DE TAL MODO ARRASTRADO POR SU PROPIA FUERZA EN LA DERIVA DE LO INACTUAL, DEPORTADO FUERA DE TODA GREGARIEDAD, NO LE QUEDA MÁS QUE SER EL LUGAR, POR EXIGUO QUE SEA, DE UNA AFIRMACIÓN.”
Roland Barthes
“IR HASTA EL FONDO DEL ABISMO DE LA AUSENCIA DEL AMOR.”
Michel Houellebecq
Por Ariel Sobko
A partir de este momento la historia transcurrirá totalmente consolidada. Una vez que la novedosa serie de hechos generales de la cuarentena se vence y la serie de hechos particulares se vuelve otra vez protagónica, es decir, cuando las historias vuelven claramente a diferenciarse, los chetos por un lado y los pobres por otro, esto es, cuando vuelven a ser historias de amor características de cada clase, en efecto, el relato debería consolidarse. Pudimos observar que se disparan todos los géneros: fantasía, terror, drama, comedia, etcétera. Divertidísimamente porque permite presentar los hechos más allá de cualquier sorpresa, como en un circo. Sin embargo, con tantas ventanas de géneros abiertas —como, por otra parte, el amor ya es un tema raro, prácticamente descartado de la literatura—, además de aburrir la historia puede fallar independientemente de cómo esté escrita y no decirnos nada. Como sea, la cuestión es que en las calles de Resistencia city tropical la distopía es un hecho, el miedo ya es costumbre y las normas del aislamiento se han vuelto normales para los personajes y, desde ahora, decía, empezarán a protagonizar historias de amor propias de cada clase. ¿Qué teníamos hasta aquí? Todo era muy simple al comienzo, pero después María supo que Luis era el diablo y María pobre si bien no estaba desaparecida no quería o no podía comunicarse con Luis pobre. Pero vayamos a los últimos hechos del día que Luis flotó y María pobre le dijo a Luis pobre que recién lo llamaría a la noche. Pues bien, ese día, Luis pobre volvió a llamar muchísimas veces a María pobre al celular de su mamá, el celular de la mamá de Luis pobre, y ella nunca atendió. Lo peor de todo fue que el celular estaba encendido y sonaba todas las veces. María pobre anulaba algunas de las llamadas, a veces al toque y a veces justo antes de que diera el contestador. Luis pobre podía imaginársela a María pobre, el celular en silencio y ella mirándolo anulando las llamadas. Estaba, Luis pobre, muy enfurecido. Hacía las llamadas en cualquier lugar donde estacionaba el Volkswagen en su rodeo de mosquito por las calles de villa San Juan y de villa Federal. Gritaba como loco repitiendo ¡la puta!, ¡la puta!, ¡la puta! cuando María pobre anulaba las llamadas. Tomaba cerveza, fumaba adentro el auto, no tenía barbijo. Pasó al menos siete veces por la casa de María pobre. Haciendo malabares para esquivar el patrullaje de la policía —aunque su patente ese día podía circular—, Luis pobre, poco a poco fue dándose por vencido y a las siete de la tarde, cuando ya estaba muy borracho, dejó de hacer las llamadas. Recién se concentraba en el celular de su mamá que poseía María pobre y en el hecho de que pronto tenía que volver a su casa. Lo único que atinó hacer fue emborracharse aún más y excusarse en su borrachera para no darle bola a su mamá y esperar en la vereda la llamada de María pobre. Sin embargo, cuando Luis pobre llegó a su casa, veinte minutos antes de las sirenas, vio que su mamá lo estaba esperando en la vereda en ojotas y una campera arriba del camisón. Cuando Luis pobre vio a su mamá en la vereda sintió cómo la violencia le hervía los pies y se le pasó el pedo, metió el auto directamente, bajó y empezó a los gritos: ¡Vieja, ¿qué mierda hacés afuera?! ¡Vení adentro! Hacía frío y la mujer debía sentirlo; Luis pobre llevaba, a todo esto, una casaca de boca y un jean negro que llevaba puestos hacía dos días. ¿Dónde estabas, Luis? dijo la mujer al borde del desmayo. ¡Andá para adentro, vieja, dale! No la ayudó a entrar, se limitó a tenderle los brazos desde donde se encontraba, al lado del auto. La mujer caminó con enorme dificultad y entró a la casa. Luis pobre entró detrás de ella, la acompañó hasta la habitación y la ayudó a acostar. El esfuerzo le había agitado a la mujer y estaba helada. ¡Estuviste tomando, Negro! le dijo antes de que él se retirara de la habitación. Desde el umbral de la puerta, Luis pobre le dijo que no, recién solamente había abierto una lata de cerveza porque estaba nervioso. ¿Por qué estás nervioso, hijo? Por nada, vieja… en realidad, sí, me ponen loco las sirenas. A mí también, hijo. Bueno, por eso, quedate en la cama y descansá. Sí, estoy un poco cansada, hijo, hice un guisito, ¿vas a comer? Me muero del hambre, vieja. Descansá, yo voy sentarme a comer el guisito, ¿sí? Sí, sí, comé, hijo, comé. Y, antes de que Luis pobre diera vuelta su cara para retirarse agregó la mujer ¿no viste mí celular? ¿No lo encontraste, vieja? No. Qué macana, che, ¡debe estar por ahí! Sí, sí, seguro. Descansá, mamá. En ese momento (quince minutos antes de las sirenas), en el departamento, Luis terminaba de afeitase luego de un baño prolongadísimo y se contemplaba en el espejo, empañado por el excesivo vapor, sus fosas nasales enormes como las de un cordero, sus ojos rojos sin párpados como pintados al óleo o como hechos de plastilina y su cabello verde al estilo del Guasón, mientras tanto, en el balcón, María hablaba verdaderas pelotudeces por Facebook y por WhatsApp con veinte amigos a la vez, fumando cigarrillos y tomando champagne en una copa de cristal que Luis le había mandado a comprar porque no habían copas de champagne en el departamento. ¡Cómo no van a haber copas de champagne, María! le había gritado. Ahora bien, María no es de tomar champagne ni de fumar cigarrillos, menos aún de hablar pelotudeces en las redes. Lo que ocurre es que, antes del mediodía, cuando María avistó a Luis flotado detrás de las persianas, él la hechizó, dejándola bajo el embrujo del amor fatal, un hechizo poderosísimo cuya fórmula Luis había adquirido en Egipto. El hechizo egipcio dejaba a las personas bajo una especie de estupidez onírica que no le permitía captar lo terrorífico y lo abyecto del ser amado, una especie de ceguera guiada por el amor, el amor de María, que, en efecto, presa del embrujo, había alcanzado dimensiones colosales, y, entonces, María daba total cabida a las transformaciones físicas de Luis, a sus bestialidades. Era su dios Luis, su rey, y su fe única consistía en amarlo; un verdadero hechizo con el cual Luis manipulaba a María como un niño a su juguete y la obligaba a dedicarse solamente a él, a evadirse y a perderse, cosa que ella hacía con la devoción de un feligrés y el empecinamiento de un fundamentalista. Para colmo, el otro, Luis, sumido en su propia estupidez, aburría hasta el mejor de los lectores con sus aires de cheto narciso y de minotauro posmoderno. Hagamos un pacto, le dijo María a Luis cuando éste salió del baño. Había entrado del balcón a servirse champagne, llevaba la copa vacía en la mano. Dejáme de joder las pelotas, le dijo Luis parado en el umbral de la puerta. No era la primera vez en la tarde que María le hablaba de manera amorosa, proponiéndole cosas adulándolo, cantándole, bailándole alrededor, y todas las veces Luis se la había sacado de encima groseramente. Uno solo, chiquito, continuaba diciendo María, un micro pacto, un pacto tamaño enano, una prueba. ¿Qué clase de prueba? Luis hablaba fastidiado, histérico. Una prueba de amor. Te amo María, dejame pasar ya. María se le acercó a la cara y no lo dejaba pasar; Luis tenía una toalla envuelta en la cintura. Eso decís, pero yo quiero saber… Lo miró a los ojos a pocos centímetros. Basta. No. ¡Sí!, ¡basta, María! Parece que no te importa, Luis… ¡No grites más y basta! María no había gritado nunca. ¡¿Qué payasada es esta, ahora?!, ¡cortala! La voz de Luis estaba cambiada, tenía el alto y los tonos graves de un león y los agudos de un elefante. ¿Sabés qué pasa?, le dijo María, pasa que vos no sabés nada de pactos ni de brujería, eso es lo que pasa… ¿Ah, no? ¡Jaja! Luis se sacudió y soltó una carcajada sardónica. El pelo se le pegó a la cara, grandes mechones verdes, los dientes se le hicieron amarillos y emitió un aliento a azufre. ¿Cuál es el pacto, a ver, decime? dijo después, recuperado. Jurame que me vas a hacer el amor siempre, que me vas a llevar con vos cada vez que me encuentres. Jurame eso. Estás loca, María, correte, quiero pasar… ¡Jurame! ¡Cortala y correte de una vez! le gritó Luis con su compleja voz animal y de repente se elevó al menos medio metro en el aire inclinándose hacia María y los cabellos verdes se les crisparon y los ojos rojos encandecieron y las fosas nasales se les hincharon y el vapor se incrementó de súbito y la luz del baño resplandeció detrás suyo recortándolo en una imagen definitivamente terrorífica. Finalmente, y como nunca, Luis se presentaba tal como era y no podía verlo María. Al mismo tiempo (ocho minutos antes de las sirenas), en su casa, Luis pobre salía a la vereda a seguir esperando el llamado de María pobre y se encontraba, Luis pobre, otra vez con su vecinito con la pelota en las manos, quien detrás de las verjas le dijo Negro, como le decían en la villa, ¿te queda algún juguete?, mi papá me dijo que te pregunte y que si tenías me lo compra. No, negrito, no me quedó ninguno, negrito, pero te prometo que consiga te los muestro primero a vos. Eso te quería decir Negro. ¡Ah, era eso! Sí, te lo quería decir hace rato, pero vos te movés rápido. Sí, negrito, bueno, te prometo eso. Hasta aquí no pasaba nada, pero, justo en ese momento, un auto negro polarizado estacionó en la casa de Luis pobre y bajó del asiento trasero María pobre. Luis pobre la vio y se le aflojaron los músculos de la frente y le vino una sonrisa que le copó el rostro como el agua corre sobre rocas puntiagudas. ¿María? gritó, como si hubiera visto un fantasma. Tomá tu celular, Negro. ¿Qué cosa? Tu celular tomá, no me mandes más nada. María pobre le puso el celular en las manos a Luis pobre. ¿Por qué? Porque no, me tengo que ir, es tarde, vine a traerte eso. No importa el celular, ¿cómo estás mi amor?, abrazame. Me voy, Negro. Pará, sí, pero, abrazame… No. ¿Por qué? Porque no. ¡Te estoy hablando en serio, María! ¡No te comunicaste conmigo, no sé, no sé desde cuándo, y decís eso, porque no!, ¡¿dónde estabas?! Luis se le vino encima y la miraba a los ojos con los brazos hacia abajo en los costados con los puños cerrados. Me voy, Luis. Ella no se movía y le hablaba en silencio como queriéndolo besar sin besarlo. No lo besó, María pobre, y Luis pobre sintió cómo la angustia le paralizaba el cuerpo y le cerraba la garganta. María pobre se subió al auto negro polarizado y se fue. Luis miró el celular en sus manos, el celular de su mamá, después escuchó unas sirenas que sonaban a lo lejos y miró para el cielo. En el instante anterior, por su lado, en el departamento, tampoco pasaba nada —aunque, desde luego, Luis estaba flotado frente a María sin que a ella le resulte nada extraño—, pero en un momento determinado sonó el portero electrónico del departamento. Luis bajó al piso de inmediato y su aspecto se recuperó rápidamente como un elástico que vuelve a su forma. ¿Quién será? dijo ella. ¿Vos pediste algún delivery? No. Yo tampoco, ¿qué hora es? dijo Luis y se acomodó la toalla en la cintura. No sé, dijo ella y fue hasta el portero electrónico, y, en la pantalla del artefacto, pudo ver claramente por las cámaras a su papá en el hall de afuera con una torta en las manos. ¡Es mi papá! ¿Tu papá? Sí, mi papá. Se alegró María. Vino a traerme algo, dijo después. ¡No lo dejes entrar! Y no, Luis, tengo que bajar yo… ¡Podés bajar, pero no lo dejes entrar nunca!