El amor en tiempos de cuarentena – Episodio 4

NO SE PUEDE VIVIR DEL AMOR.”
Andrés Calamaro
EL HOMBRE ES REY, ES DIOS. PERO EL AMOR ES LA FE ÚNICA.”
Jean-Arthur Rimbaud

 

Por Ariel Sobko

Luis pobre, desde luego, no pudo dormir aquella noche. Al otro día había batido café a las siete de la mañana y se disponía a escribirle por WhatsApp al Pelado, un amigo suyo que trabajaba de chofer en una distribuidora. Pasó la noche pensando un plan para poder dar con María pobre, y se le había ocurrido, nada menos, hacerle llegar a la casa el celular de su mamá —el celular de la mamá de Luis pobre—, se lo llevaría el Pelado, luego él, Luis pobre, la llamaría a ese celular, la pasaría a buscar y, colorín colorado, recuperaba el celular. Por el celular de la mamá no había problemas en realidad, había observado, Luis pobre, que hacía días la mujer estaba medio deprimida y no lo usaba para nada. De última se perdió el celular y listo, dijo para sí en voz baja y encogiéndose de hombros, Luis pobre, mientras buscaba el contacto del Pelado en el WhatsApp. En el caso de que María pobre, seguía con el plan, no esté aun en la casa, Luis pobre creía —aunque admitía que eso podía fallar— que el papá de María pobre iba a aceptar recibir el celular; había dicho que estaba preocupado por ella y entonces era un hecho que el hombre tampoco había podido comunicarse, o, podía ser también, no tenía celular. ¿Por qué se le había ocurrido ese plan? no lo sabía, pero no se le había ocurrido otro, así que iba a cumplirlo. Estaba desesperado. Lo desesperaba el hecho de no poder volver a ir a la casa, es decir, el hecho de no poder aventurarse a que lo atienda otra vez el hombre, sin encontrar a María pobre, y que el degenerado del policía del frente lo haga meter preso por violar la cuarentena. Apuró el café de unos tragos y le escribió al Pelado: “¡Pelado, puto! Te pido un favor.” “¿Qué te anda pasando, negro delincuente?” “Escuchá, puto. Tengo una mina que conocí en cuarentena, ¿podés creer? No puedo ser tan salado, hijo de puta.” “Jaja. Y ¿qué querés, Negro? ¿Querés que me la coja?” “Pelotudo.” “Jaja. ¿Qué favor querés, Luis? Decime.” “Le regalé un celular a la mina, ¿podrías llevárselo a su casa? Vive en villa San Juan.” “¡We, hijo de puta!” “Dale, puto.” “¿No voy a meterme en líos?” “¡No! ¡Dale, puto de mierda!” A las nueve de la mañana el Pelado pasó a buscar el celular de la mamá y —luego de que ese lapso le haya parecido interminable a Luis pobre— a las once y cuarto, el Pelado, como habían quedado, lo llamó a Luis pobre y le dijo que le había entregado el paquete a un viejo echo pelota, así se refirió. Luis pobre había enviado el celular para María en la caja correspondiente del artefacto y una esquela en su interior donde decía que la llamaría a ese celular. «¿No estaba la mina, Pelado?» «No sé, Negro. Yo le dije al viejo… piola el viejo…» «Sí.» «… que vos le mandabas el celular a María y me fui a la puta.» «Bueno.» «Pero escuchame, eso no fue todo. En frente de la casa había un tipo fumando que nos junaba todo el tiempo. Me di cuenta porque el viejo no paraba de mirarlo. Para mí que es cana el tipo. Luis, no voy a tener problemas, boludo, ¡eh!» «¡No, pelotudo! ¡Pero ¿le diste el teléfono o no?!» «¡Pero sí, te digo, la concha de tu hermana!» «Bueno, bueno. Después te llamo. Gracias. Te debo una, Pelado puto.» En ese mismo momento, en el departamento, María recién se levantaba y se iba directo al baño a tomar una ducha. Tampoco había podido dormir aquella noche —aunque, por lo demás, habían hecho el amor con Luis varias veces— y también, María, había pensado un plan. Luego del incidente del balcón, cuando Luis se había transformado, María había salido del departamento, había andado caminando hasta que sonaron las sirenas, y volvió como si nada hubiera ocurrido, aunque, prácticamente, ya había pensado todo el plan. Si Luis era el diablo, había pensado María, era evidente de que podía leerle la mente y lograr manipularla —cosa de la cual dudaba, que Luis pueda manipularla— y por ende Luis podía saber qué hacía o dejaba de hacer con su celular —cosa que no dudaba en absoluto. Entonces a María se le ocurrió ir hasta la vereda de la Catedral —de manera inusitada, por cierto, porque, como toda buena psicóloga, María era atea—, ir hasta la vereda de la Catedral, decía, para usar desde allí el celular, con la idea de que un demonio no podía leerle la mente en la vereda de una iglesia cerca de la cruz. Había pensado rápido su plan, ni bien había logrado ayer en el balcón escapar de Luis y salir del departamento, y luego no había vuelto a pensar más, en el plan, hasta ese momento en que tomaba la ducha, por miedo a que él, ya no sabía cómo llamarlo, lo adivinara metiéndose otra vez en su cabeza. Cuando abrió la puerta del baño, María, se asustó, Luis estaba parado justo en frente con la cabeza baja y todo el pelo enfrente, se apoyaba con un brazo en la pared y, cuando ella se asustó y gritó llevándose la toalla a la boca, como en una película, Luis, levantó la cabeza y la miró a los ojos. Lo miraba atentamente, María a Luis, después de haber gritado, para verle los ojos, pero los tenía normales. Luis le dijo que lo dejara pasar porque se estaba meando y se llevó exageradamente las manos al bajo vientre como lo hacen los niños. Volvía a ser ordinario y elemental como que era siempre; su voz era normal. Sí, perdón, le dijo ella y salió del baño. Sin pensar en nada se vistió de inmediato y salió del departamento. El día estaba hermoso, hacía frío y el cielo, despejado, era tan azul que le atrapaba la vista a María como le atrapaba el mar o las imágenes de un caleidoscopio. La Catedral quedaba a cinco cuadras del edificio. En el camino aprovechó para armar su celular que, de hecho, no lo armaba desde que había impactado estruendosamente contra el piso del balcón. Al mismo tiempo, en su casa, Luis pobre trataba de tranquilizarse y de no hacer todavía la llamada, porque, según lo había planeado, era lógico que tenía que esperar un poco para hacer la llamada. La mamá de Luis pobre seguía durmiendo. Era un mal parido, pensaba Luis pobre, estaba viendo que su mamá no se despierte y se dé cuenta de que le faltaba el celular sabiendo que la mujer estaba deprimida por el cierre de la feria en la cuarentena —vivían de la feria— y a él lo único que le importaba era María pobre. Y aunque creyera, Luis pobre, que María pobre iba a saber ayudarlo como lo hizo dándole la idea de vender los juguetes por WhatsApp, no se puede, repetía el estribillo por lo bajo, no se puede vivir del amor, las deudas no se pueden pagar con amor, un mal parido era, se decía después, un mal parido, mal parido. Sin embargo, agarró las llaves del auto, salió a la vereda, prendió un cigarrillo e hizo la llamada. Le temblaron las manos, al punto de que casi se le cayó el celular: le atendió María pobre y, como un rayo, la escuchó decir: «No estoy en casa. Te llamo a la noche.» y cortó. ¡María!, ¡María!, ¡La concha de la lora!, ¡La puta madre! Le gritaba al celular Luis pobre, cuando, en ese momento, su mamá, desde la puerta y en camisón, le dijo: ¡¿qué te pasa Luis, estás bien?, ¿por qué estás gritando?, ¿no viste mi celular? ¡Andá para adentro, vieja! ¡Hace fío! le gritó a su mamá, Luis pobre, guardó el celular en el bolsillo y subió a su auto, lo encendió, salió del garaje y bajó a la calle en un solo movimiento. Antes de salir arando, vio de nuevo al niño tras las rejas, su vecino, quien jugaba solo otra vez a la pelota y se asustaba por el ruido del auto. En la vereda de la Catedral, en ese mismo momento, María estoqueaba rápidamente los perfiles de la familia de Luis en las redes, revisaba la página de la inmobiliaria ***, llamaba a su papá y luego a Fulvia, a quien le pedía que la atendiera en unas horas que la volvería a llamar y Fulvia le decía que había soñado horrible con ella, con María, la violaba un loco. Hizo todo rapidísimo, y, en menos de veinte minutos, estuvo de nuevo en el edifico tomando apresuradamente el ascensor hacia el piso de su departamento, esbozando una sonrisa que sugería un pensamiento que no lo actualizaba, el pensamiento de lo que había visto en las redes de los familiares y los amigos de Luis. Por cierto, no había notado nada extraño en su peripecia. Los perfiles de los familiares de Luis eran todos normales, excepto, desde luego, por los lujos y ostentaciones: fotos en Grecia, Rusia, África, Qatar. El de Luis era directamente el colmo: fotos con tigres salvajes, halcones, un yaguareté. Una cosa no lleva a la otra había pensado María en la vereda de la Catedral. Tal vez, creyó, Fulvia la había sugestionado en la conversación por Facebook el día anterior en el balcón, ¿no era acaso una especialista en eso?, ¿no había dado una charla en la facultad? La sonrisa se le convirtió en felicidad, a María, cuando volvió a ver a Luis que le abría la puerta recién bañado, los ojos azules grandísimos, el cabello mojado peinado hacia atrás y luciendo descalzo un jean y una camisa blanca de primerísimo nivel, diciéndole mi amor, llegaste, ¿dónde fuiste?, con el tono idiota de siempre. Sin embargo, cuando salió al balcón relajó su mente, llamó por teléfono a su papá, y, en el instante en que ella iba a decirle, a su papá, que, si quería Luis, ya mismo iba a hacerle una videollamada para que lo conozca, en ese instante, decía, tuvo de golpe otra vez esa sensación cenagosa de que el entorno la aplastaba, miró para dentro del piso y vio que Luis la estaba mirando a través de las persianas americanas, con los ojos rojos otra vez, que además, por la luz del mediodía y a juzgar por cómo María podía verlo, deberían estar, los ojos rojos de Luis, como lámparas incandescentes, aunque, esta vez, de manera muy singular, Luis flotaba, elevado unos treinta centímetros del piso, pudo verle, María, los pies suspendidos en el aire.

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