El interventor

Terminé confeccionando piezas gráficas para la empresa de Servicio Energético del Benefactor Absoluto. Era un salario generoso, sin duda de lo mejorcito que podría llegar a tener una persona sin carrera universitaria como yo. Naturalmente, por mis propios medios no podría haber dado con un empleo de ciento veinte mil pesos anuales.

El doctor Inchauspe me dijo en confianza que el Interventor era una persona docta en la materia y que pondría fin a la corrupción y a la debacle financiera de la empresa energética. A mí realmente me importaba un pito que la empresa se hundiera o no. Mientras me pagaran yo haría mi trabajo.

Intenté no ser tan explícito con el doctor Inchauspe, sabía que heriría sus sentimientos ya que él me había conseguido la entrevista con el Interventor.

—A mí me parece que nada de esto tiene sentido, Inchauspe —comenté, encendiendo un cigarrillo—. Pero lo haré de todas formas, ya sabes lo que pienso sobre el asunto de la Intervención.

Inchauspe carraspeó la garganta llevándose la mano a la boca. Estaba ansioso. Y vociferó, agachando la cabeza y acariciándose la yema de sus dedos:

—Bueno, ejem… tendremos que aportar el diez por ciento de nuestro salario a la causa del Benefactor Absoluto.

¡Malditos abogados! Siempre se quedan con una tajada de tu trabajo. Igual ya estaba ahí, qué más podía hacer.

—Bueno, sí, qué problema hay —mascullé, apretando los dientes—. Si es por el Benefactor…

—Ahora acompáñame, conocerás al Interventor.

Caminamos un largo trecho a través de un pasillo húmedo e iluminado por tubos fluorescentes negros y proyecciones tridimensionales de protones, electrones y neutrones suspendidos, fucsias y hermosos, en el techo. Subimos unas escaleras zigzagueantes ornamentadas con tiras de neón hasta llegar a un piso intermedio ladeado por helechos artificiales y un expendedor de fármacos depresores del sistema nervioso central. Mientras caminábamos yo depositaba mi bronca mirando la nuca de Inchauspe. Avanzamos por otro pasillo, más angosto, decorado con fotografías revival de imponentes estructuras metálicas de cables alta tensión. Más adelante, una hilera de boxes combaba una amplia y penumbrosa sala de estar. Un foco rojo titilaba en lo alto.

—Aquí tendremos que esperar al Interventor. Es una persona muy ocupada —apostilló Inchauspe usando un tono severo.

—Lo entiendo perfectamente —asentí. ¡Mierdas! Hasta para robarte tu dinero te hacen esperar.

Una hora y media dimos vueltas en círculos. Recién después salió un receptor a través de una puerta de cristal corrediza y se presentó como Pérez, director de Artefactos Culturales. Tenía aspecto bonachón, panza de uva y por la manera en que ladeaba su sonrisa enseguida me di cuenta que practicaba el chovinismo rancio de los ortodoxos laderos del Benefactor.

—El Interventor los recibirá en unos minutos, pueden acompañarme por favor. —Se inclinó respetuosamente y extendió su brazo invitándonos a pasar.

La oficina del Interventor giraba sobre sí misma mediante un mecanismo hidráulico digital reverberante, encastrado encima de una plataforma circular provista de todo lo necesario para dar vueltas sobre sí misma. Su mecanismo de rotación se detuvo y un portal se abrió al medio.

Al ingresar, Inchauspe sacudió la manga de mi camisa. Era más que evidente que el doctor se inquietaba ante la presencia del Interventor. Tenía la frente perlada de sudor y por momentos soltaba una sonrisita quebradiza.

El Interventor era una persona singular y amalgamada. Manipulaba una tableta androide con la cual interactuaba con el Benefactor Absoluto. Lo supe inmediatamente cuando nos enseñó el monitor; allí aparecía él, el Benefactor Absoluto transmitiendo un mensaje claro y contundente tal y como estaban acostumbrados en el marco de la solemnidad que imponía su omnisciente presencia: “Si hay que soportar la desgracia, que al menos no sea la nuestra. Es la única ganancia que nos queda. Sacrifiquen a quien sacrifiquen, la Corporación vencerá”. Tras el mensaje el monitor se apagó en un punto blanco cacofónico. Seguidamente, el director de Artefactos Culturales se impostó detrás del escritorio, junto al sillón del Interventor, quien extrajo de una cajuela plateada una pieza panfletaria de carácter político, y la evaluó muy ceñudamente.

Inchauspe intentó interrumpir aquel protocolo pero el director de Artefactos Culturales lo fulminó con la mirada.

— ¡Acá está faltando nuestro isologo-tipo! —refunfuñó el Interventor mientras Pérez asentía, evidentemente estresado, ajustándose el nudo de su corbata.

— ¿Dónde, Interventor? —bisbiseó Pérez.

— ¡Acá! ¡Acá! —gritó sacudiendo el panfleto. Luego señaló con su dedo índice el ángulo inferior de aquella pieza de textura ahuesada, no más grande que su mano—. ¡Ves! ¡Son unos hijos de puta! ¡Así no se puede gestionar! ¡Te dije que debías controlar a los diseñadores gráficos! —Hizo añicos el panfleto y le surtió un sopapo en la nuca a Pérez. Sonó seco y doloroso.

—Ejem… —quiso decir Inchauspe.

Ambos funcionarios sacudieron sus cabezas devolviéndole una doble mirada réproba.

—No te metas —susurré yo al oído de Inchauspe.

El Interventor lanzó un suspiro quejumbroso.

—Lo siento —dijo, y así sentado como estaba lo agarró por la cabeza a Pérez y asiéndola por sus enrulados mechones la reventó brutalmente contra el filo anguloso del borde de su escritorio metálico. El cráneo del director de Artefactos Culturales crujió estremecedoramente. Apenas si alcanzó a dejar escapar un fugaz quejido que precedió al posterior derrumbe de su existencia contra el piso del inmaculado parqué de la plataforma circular, que volvió a activar su mecanismo rotor.

Una sinuosa lengua de sangre comenzó a bordear la cabeza partida de Pérez. Junto a una de las patas del escritorio, borboteaban trocitos de masa encefálica. Inchauspe entró en pánico.

—Felicitaciones —me dijo el Interventor—. El puesto es suyo.

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