La vida nueva

Agente Funes*, lo estábamos esperando, dijo un espectro que se apareció ante mí, súbitamente, en cortina de humo negro, ni bien crucé la entrada principal del cementerio San Francisco Solano. Acompáñeme, me ordenó, lo conduciré hasta el panteón de los gobernadores, allí lo aguarda el Doctor Perrando.

 

Como usted sabrá, agente Funes, no vinimos al mundo de los vivos a hacernos de amigos, me dijo el Doctor Perrando, que se hallaba sentado sobre el féretro de Deolindo Felipe Bittel. Y a qué vinieron, Doctor, pregunté. Alrededor de una decena de fantasmas que revoloteaban alrededor mío como mariposas reventaron de la risa, esfumándose entre las tinieblas del panteón y volviendo a emerger, atravesando en forma de sábanas de nieblas enrojecidas a los ataúdes de los gobernadores. Verá usted, agente Funes, apuntó con sorna el cirujano, vuestro tiempo se ha terminado, es la hora de los muertos. Qué significa eso, Doctor, indagué. Significa que los muertos que descansan en este cementerio volverán a la vida. Con qué propósito, continuó, retórico, el Doctor Perrando, con el propósito de instaurar un régimen Necrocrático y exterminar a todos los vivos, a quienes vivan más allá de estas murallas. Por qué, dije. No hay porqués, agente Funes, dijo don Julio Cecilio elevándose sobre los aires, dígale a sus líderes que la invasión es inminente.

 

Dicho esto, el Doctor Perrando y sus demonios, o espíritus, o lo que diantre fuesen, se agruparon bajo la cúpula del panteón de los gobernadores y deliberaron en asamblea fantasmagórica, improvisando así una suerte de búnker deliberativo de las avernas. El cirujano maléfico me ordenó que presenciara aquel convite, ya que allí, sostuvo, se resolvería el futuro de la ciudad y yo debía comunicar las resoluciones espectrales al comité de crisis encabezado por Ferro.

 

Compañeros, dijo el Doctor Perrando como si fuera un orador de barricada frente a la muchachada peronista, compañeros, creo fervientemente que resulta imprescindible recurrir al instrumento que desde el principio de los tiempos ha sido aprobado para dar solución a los grandes conflictos del mundo, y desde luego a los particulares, que es el derramamiento de sangre deliberado, la guerra, compañeros, la guerra, que, es necesario señalar, ha servido y contribuido como ninguna otra causa a las motivaciones más profundas de nuestra providencia. Por tal razón, como ya una vez pasó con esos chicos a través de Elías y su sucesor Eliseo, y con ese otro que tomó contacto con los restos del último, y con ese Ezequiel a quien mandó dios a animar a un ejército de huesos, y con el hijo de la viuda de Naín y con la hija de Jairo y con Lázaro, e incluso con esa caterva que entró a Jerusalén tras la muerte de Jesús, quien al tercer día volvió de entre los muertos, y más tarde con la santa Dorcas y con el joven Eutico por intermedio de Pedro y Pablo, respectivamente, como pasó con todos ellos, decía, y retomando el hilo, compañeros, así nos hemos congraciado nosotros, habiendo salido de la boca del señor gobernador con la facultad de otorgar vida nueva a quienes, habiéndola tenido en otros momentos, a ellos, los muertos, volverá, volverá la vida nueva para llevar el mandato irrenunciable de terror y espanto entre los vivos, instaurando un nuevo orden en este mundo ruin que tanta mala sangre nos hace pasar.

 

Dicho esto, los espectros hicieron estallar aplausos y luces multicolores, dando vueltas en rededor de la figura de su líder, quien, tras la algarabía, continuó: sin embargo, compañeros, debo reconocer que si algo me ha enseñado mi infinitud es que la libertad de conciencia de los hombres es un factor complejo y vertiginoso, es decir, nunca sabés del todo con qué te van a salir, qué rastrero truco emplearán para salvar su cuero como siempre han hecho desde que existe el fuego o la palabra. Diciendo las cosas de otro modo, no podemos andar levantando muertos cada vez que el mundo anda por las cornisas. Por tales motivos recién expuestos, compañeros, debemos corresponder con grandeza a los tiempos en que estamos, que son tiempos de muerte y espanto. Por eso os propongo, compañeros espectros, que despertemos a estos muertos desde las profundidades del Inframundo, los conduzcamos a la ciudad y que maten a todo aquel que diga de sí mismo que está vivo.

 

Los demonios, luego de una breve deliberación, aprobaron la propuesta del Doctor Perrando de invadir la ciudad con muertos resucitados del cementerio San Francisco Solano. Al final de la asamblea, el luzbel de don Julio Cecilio me ordenó que llevara el ultimátum al comité de crisis, y me solicitó que hiciera especial hincapié en que no habría escapatoria, que la ciudad, dijo, ya estaba sitiada. Antes de retirarme, le pregunté al Doctor cuál era nuestro tiempo. Tres días, respondió.

 

Relaté al diputado Ferro y al comité de crisis los detalles del encuentro y la decisión del Doctor Perrando y sus luzbeles de revivir a todos los muertos del cementerio. Al principio creyeron que era una broma o algo así, aunque en realidad no terminaban de creer la historia que les había contado. Esto es inaudito, exclamó Ferro golpeando la mesa con su puño cerrado. Agente Funes, inquirió el diputado Matarazzi, quien se encontraba a cargo de la secretaria general del comité, está usted seguro de que no podemos disuadirlos, no sé, supongo que rubricando un tratado de paz entre los dos mundos. Legislador, respondí, estas ánimas no buscan un acuerdo, una tregua, ni siquiera hacernos sus prisioneros, vienen a apoderarse de la ciudad y no hay nada que pueda detenerlos. Su punto de vista es desesperanzador, agente Funes, apostillaron los Vergas bajando las escaleras. No yo, señores asesores, dije, esta situación lo es; no hay más remedio que evacuar la ciudad. Eso es inaceptable, exclamaron los Vergas. Sí, inaceptable, glosó Ferro. Los miembros del comité comenzaron a cruzar comentarios entre ellos; alcancé a escuchar murmullos de queja, de disidencia, de descontento, de disgusto, como si no pudieran ponerse de acuerdo. Es suficiente, ordenó Ferro poniendo a todos en silencio, se levantó de la butaca y dijo en voz alta: Tengo un plan. Agente Funes, puede retirarse, dijo Ferro, su colaboración nos ha sido de gran utilidad pero ya no nos será necesaria.

 

Cuando volví a casa Andrea me dio un fuerte abrazo. Me contó que los noticieros decían que Resistencia era un caos, un infierno. Funes, me preguntó acongojada, poniendo su cabeza en mi hombro, cerca de mi corazón, qué está pasando, qué va a pasar con nosotros. Yo no sabía muy bien qué decirle, así que la abracé y le dije que no nos iba a pasar nada, que estaríamos bien, que mañana nos marcharíamos de la ciudad, junto con Matilda y el abuelo Pucho y que ahora, le dije, que ahora no había nada que hacer.

 

Desperté bien temprano por la mañana y lo primero que hice fue ir a buscar al abuelo Pucho. Antes de salir, Andrea me dijo que tuviera cuidado, que la cosa sí que se estaba poniendo jodida. Le dije que no se preocupara, que en un par de horas estaría de vuelta. Me preguntó si no quería que me acompañara. Le dije que no, que estaría bien y que esto era algo que tenía que hacer solo.

 

Camino al hospital, en sus inmediaciones, marchaba una gran caravana de gentes, eran unas tres mil personas, portaban carteles y banderas con inscripciones que decían: FUERA ESPECTROS, FUERA MUERTOS, LA VIDA VENCERÁ. Al parecer se dirigían a la plaza 25 de Mayo, adonde, me contó uno de los manifestantes, el gobierno había convocado a una concentración. Antes de incorporarse de nuevo a la movilización, que se extendía a lo ancho de la avenida 9 de Julio como un río humano, el manifestante dijo: Estos monstruos se arrepentirán de haber salido por la boca de nuestro querido gobernador.

 

Seguí mi camino. El cielo empezó a encapotarse de nubes grisáceas, casi negras. El sol desaparecía en lo alto. Soplaba un viento fresco. Una mujer, que cargaba con un bebé en brazos y llevaba a otro tomado de la mano, cruzó la avenida a las corridas, un coche por poco no la pasó por encima. Bajo el umbral de la entrada principal del hospital, un pibe de unos nueve o diez años lloraba a mares entre gente que iba y venía, estaba solo, quizás se había perdido. Pensé que, de alguna forma, todos estábamos solos y perdidos.

 

Al llegar a la sala de espera vi a Matilda sentada en una de las butacas de los pasillos, apoyados los codos sobre su regazo y hundido su rostro en el fondo de sus manos; junto a ella iban y venían las enfermeras y los médicos agobiados por las urgencias que, al parecer, no paraban de llegar; el lugar estaba colapsado. Matilda me vio y se paró y se arrojó contra mí, como expulsada por el dolor, me abrazó fuerte. El abuelo se nos fue, me dijo sollozando que el abuelo Pucho se nos fue. Me quedé unos minutos con ella, abrazándola. Luego pasé a la habitación y el Pucho todavía estaba ahí, acostado en la cama, boca arriba, era el mismo, dormido, nada más que sin sus ronquidos. Me acerqué y le di un beso en la frente y le susurré cerquita del oído: Pucho, anda tranquilo nomás, vos sí que viviste, vaya que viviste. Después me arrodillé a su lado y me largué a llorar.

 

El funeral del Pucho fue sencillo y privado, igual que el de la abuela Kika. Así lo resolvimos Matilda y yo. Lo hicimos por la tarde en casa. Allí sólo estábamos Matilda, Andrea, yo y las queridas mascotas de mamá, los gatos Samanta y Bety, los tordos Virtudes y Caridad, el perro Toto y su novia Tota y sus cachorros Tati, Tito y Tato, que en realidad ya no eran tan cachorros. Matilda no paraba de llorar y a mí se me rompía el corazón viéndola llorar. Jamás comprendí por qué la muerte tiene que ser tan triste, tan sola. Siempre pensé que el día que yo me muera quisiera que queridos y amigos celebraran mi vida con una gran fiesta, entre música de Jack White y Charlyn Chan Marshall, poemas de Bob Dylan y novelas de Roberto Bolaño, nada de cruces ni palos cruzados, nada de adioses ni llantos, que el whisky de la vida fue siempre el mejor, te quemó la garganta y tuvo un sabor especial a madera, no hay dudas, será el último y rico aroma picante después de mucho, mucho tiempo.

 

Y recordé aquello que me había dicho el Pucho, eso de que la muerte no es nada, que cuando llegara la noticia iban a decir, ah, murió ese señor, que sí, que ha vivido y ha hecho unas cuentas cosas es muy cierto, pero que de ahí no pasaba, porque lo importante, lo realmente importante, dijo el abuelo Pucho, es que vamos a continuar. Creo que tenía razón, dije en voz alta, sin darme cuenta. Entonces Andrea me preguntó quién tenía razón. El abuelo Pucho, le dije, tenemos que continuar.

 

Matilda no quería saber nada con mandarnos a mudar. Dijo: no voy a darles tregua a estos espectros de mierda. Además, prosiguió, quién va a cuidar de mis hijos queridos si me voy. Le dije que su hijo era yo, y que en todo caso sus mascotas, los perros, los gatos y los pájaros podían venir con nosotros, que todos entrábamos con comodidad en el coche, que no había necesidad de que nadie se quedara, que quedarse en la ciudad era una locura.  Pero Matilda se empecinó y no había modo de hacerla cambiar de parecer. Andrea charló con ella un buen rato para ver si podía ablandar su postura, disuadirla, pero era indoblegable: me quedo y punto, sentenció. No hay más nada que discutir.

 

Dijo que no nos preocupáramos por ella, que estaría bien. Dijo que Andrea y yo teníamos un futuro, que nos correspondía y debíamos vivirlo, que ella ya estaba cansada para andar de corridas, que toda su vida anduvo de corridas. Dijo que nos fuéramos, que abandonáramos la ciudad cuanto antes, que esto no daba para más. Dijo que al final en esta ciudad siempre fuimos unos espectros, viviendo vida de espectros, vidas irreales, de ficción. Vidas de mentirita. Dijo que esos fantasmas que se habían aparecido así como así, no hacían más que confirmar su teoría. Dijo que ya era suficiente charla, y que mejor nos fuéramos.

 

Andrea se despidió de Matilda y le dijo que cuidara mucho a su hijo querido. Yo le dije a Matilda que no se preocupara por nosotros, que estaríamos bien. Yo también voy a estar bien, hijo, me dijo. La abracé y me fui. Cuando volví a mis espaldas, antes de subir al coche, dije:

 

Matilda Reinoso.

 

Y ella dijo:

 

Fernando Funes.

 

Eso fue todo.

 

Empezó a llover a baldazos. Era de noche. Volvimos a casa para buscar nuestras cosas antes de marcharnos. Agarré mi Cuaderno de Broncas y empecé escribir algunas ideas que tenía presente desde hacía rato pero que, por una razón o por otra, no había podido pasarlas a papel. Me sentí cansado, me serví un trago de whisky y encendí un cigarrillo, mis manos me pesaban como dos ladrillos. Todo esto, mientras Andrea se pegaba una ducha. Después encendí la televisión y allí estaba Ferro; detrás de él, los señores Vergas. Transcribo, así como lo profirió, el discurso que el diputado dio esa noche por el canal de cable del Estado:

 

Queridos conciudadanos, no pretendo hablarles hoy como el dirigente político que soy, sino como un hombre más entre vosotros, que ha tenido y tiene, es cierto, la enorme responsabilidad como soberano elegido por el voto cívico de mi preciado pueblo llevar adelante los designios que éste sabiamente me ha encomendado. Así lo hice y lo seguiré haciendo hasta que vosotros digáis lo contrario.

Sin embargo, en honor a ese mandato con que me han enorgullecido todo este tiempo, debo serles muy sincero. Nuestro pueblo atraviesa momentos de incertidumbre y zozobra. Como es ya de público conocimiento, los espectros malignos, atrincherados desde ayer en el cementerio San Francisco Solano a pesar de las infructuosas negociaciones de paz que el comité de crisis ha encabezado sin resultados favorables, continúan con su escalofriante plan de interrumpir la paz eterna de nuestros amados difuntos, volverlos a la vida, sí, y utilizarlos una vez logrado ese cometido como un ejército que avanzará sobre nuestra comarca con el propósito de matarnos a todos.

Sabemos que muchos de ustedes ya han elegido. Pero entendemos que el éxodo no es el camino para la solución y, aunque nos negamos a sojuzgar esa decisión que han tomado para el resguardo de vuestras familias, que, claro, respetamos, creemos no obstante que no es tiempo de pronunciarnos al respecto. Es tiempo, sí, de fortalecer nuestras convicciones y esperanzas. Por eso quiero dirigirme muy especialmente a aquellos comprovincianos que aún permanecen en sus hogares, que han decidido quedarse para defender y proteger, por la memoria de nuestros ancestros, nuestra querida Resistencia.

Quiero que sepáis muy bien que este gobierno no se quedará de brazos cruzados. Por tal razón, y ante los eventos recién narrados que nos estremecen, el comité de crisis ha determinado llevar adelante una gran cremación popular para incinerar los restos mortales de nuestros seres queridos, brindándoles así un descanso digno y en paz como bien se merecen, y al mismo tiempo, evitar que estos demonios del infierno los ultrajen con los consabidos fines deleznables. Dicho esto, convocamos a todos los ciudadanos comprometidos a congregarnos hoy a la medianoche en la plaza 25 de Mayo, desde donde partirá la caravana hacia el cementerio, que yo encabezaré personalmente.

 

 

Cinco minutos después sonó mi celular. Era Ferro. No lo atendí. Dejó un mensaje de voz, que rezaba así: Agentes Funes, los señores Vergas solicitaron que se dé gran cobertura de la concentración y movilización al cementerio San Francisco Solano, así como de su posterior quema de cadáveres; es muy importante que demos muestras de que no todo está perdido, no la vida al menos, como ciudadanos comprometidos que somos con la realidad que nos toca vivir, daremos batalla a estos demonios hasta la última gota de sudor. Se lo conté Andrea y me dijo que ni loco le devolviera la llamada. Jamás se me cruzó por la cabeza, le dije.

 

Es lo único que vas a llevar, le pregunté. Es lo único que quiero cargar conmigo, dijo ella, mientras cruzaba el estuche con su guitarra acústica Fender a su espalda. Y vos. Y vos qué vas a llevar, me preguntó y yo le respondí que con una muda de ropas, mi Cuaderno de Broncas y unos libros me las arreglaba. Qué libros, dijo. Son un par de obras del autor que me gusta, nada más. Ah, y un libro muy especial que le robé una vez a Pablo Gamorra de su casa, agregué. Andrea se sonrió y después me preguntó si había terminado las notas de mi escritor favorito muerto y de Gaspar Noé. Le dije que no, que ya había renunciado al periodismo. A propósito, cuál es ese escritor que te gusta tanto, nunca lo mencionaste. Ya no sé pronunciar su nombre, bueno, sí, en realidad podría, pero no acabaría nunca, le dije. Andrea frunció su ceño y curioseó: Cómo es eso. Porque tendría que pronunciar todos los nombres del mundo y eso es imposible. Por qué todos los nombres del mundo, insistió. Porque su nombre son todos los nombres del mundo. Tanto vale él para vos, dijo. Sí.

 

La lluvia había menguado. Caían, de costado, gotas finitas aunque en abundancia. Puse en marcha el coche y encendí la radio. Un periodista leía un comunicado de prensa, era del Doctor Perrando, aseguró. ÚLTIMO MOMENTO, exclamó como si una nave espacial acabara de descubrir una pirámide en la Luna. Andrea subió el volumen de la radio y locutor informó: El Doctor Perrando y sus espectros confirmaron, a través de un comunicado de prensa difundido hace minutos, que la gran resurrección de los muertos del cementerio San Francisco Solano comenzaría hoy a la medianoche [xx/xx/xxxx]. Los mefistófeles decidieron adelantar la fecha a razón de la gran movilización convocada por el gobernador interino, el diputado Mauricio Ferro, y su comité de crisis a cargo del conflicto, que tiene por propósito impedir que los muertos invadan y se apoderen de la ciudad.

 

Tras la lectura del comunicado del comando de espectros atrincherados en el panteón de los gobernadores, el periodista y un comentarista que lo acompañaba en sus fechorías periodísticas, se pusieron a discutir sobre las consecuencias perjudiciales y nocivas que acarrearía para los habitantes de la comarca, así dijeron, la comarca, miles de zombis correteando por las calles buscando cercenar las cabezas de los ciudadanos vivos. Sostenían que el aire se inundaría de pestilentes e infectos olores cadavéricos, producto de que estos organismos exánimes, vagando así, sin más, como un longevo batallón de cruzados abatidos por la sed y la hambruna, esparcirían partes de sus miembros y extremidades por toda la polis, caídos de los cuerpos mismos de estos occisos caminantes, producto de su avanzado estado de putrefacción. También hicieron énfasis, con pomposa oratoria descriptiva, en las pestes e infecciones que estas entelequias podrían provocar con sus retazos inmundos diseminados por todas partes.

 

Pero lo que me causó más sorpresa fue la analogía que se empeñaban en trazar los periodistas con las películas de George A. Romero; si estos muertos vivos se alimentarían o no masticando y tragando sesos y carne humanos, si tendrían o no sus mismas características motrices, desplazándose todo torcidos y en forma lenta y destartalada, o si por el contrario se moverían con velocidad, audacia y astucia, y si metiéndoles un tiro en la cabeza se terminaría de una vez por todas con  infierno.

 

Estas cuestiones, dijeron, estas cuestiones, señor, señora, están generando pánico, caos y controversias en el corazón de la opinión pública. Por un lado, los creyentes y fanáticos del dogma cristiano, y por el otro, la escarcha herética de los ateos radicalizados, civilización y barbarie, otra vez, apedreándose entre unos y otros, mientras nosotros, la gente normal, como usted, como yo, señor, señora, sin saber qué hacer; qué hacemos señor gobernador interino, gritaba dramáticamente el comentarista y el otro asentía e insistía, sí, qué hacemos, dígannos qué hacer, la gente allá afuera está aterrorizada, está abandonando la ciudad, las principales calles están colapsadas, ya no hay ómnibus, las terminales y el aeropuerto desbordados, se registraron una treintena de saqueos en distintos puntos de la ciudad y disturbios en otros tantos, la policía ya no da abasto señor gobernador interino, ya no hay orden, hay que sacar el ejército a la calle, la gente está asustada y los muertos se nos vienen encima, hay caos, caos y más caos…

 

Andrea apagó la radio. Gracias, le dije. Estos monos estaban a punto de volvernos locos. Me importa una leche lo que pase acá, dijo ella, tenemos que salir de la ciudad. Y pronto. Agarramos la avenida Castelli, para evitar la plaza 25 de Mayo y encarar rumbo a la Ruta 11, con destino a Buenos Aires.

 

Resistencia, allá afuera, convulsionada. Por todos lados la cosa estaba bien jodida: manifestaciones, robos, saqueos, que a fuerza de garrote la policía apenas podía frenar, peregrinaciones interminables de familias enteras como una víbora gigante, arrastrándose a través de calles y avenidas, procurando huir de la amenaza zombi, o marchando rumbo a la plaza 25 de Mayo, a la convocatoria de Ferro, y ambos bandos, los que decidían dejarlo todo y abandonar la ciudad y los que decidían defenderla, enfrentándose entre sí en reyertas y escaramuzas todavía aisladas, todavía.

 

Una kilométrica caravana de automóviles varados, aunque con sus motores en marcha, sobre los cuatro carriles de la avenida Alvear, reconvertidos en una sola dirección o mano, a causa del desesperado éxodo hacia la salida de la ciudad. Bajé del coche. Andrea me pidió que tuviera cuidado. La lluvia dificultaba la visibilidad y hacía más o menos una hora atrás, habían comenzado a registrarse cortes masivos de energía, la luz eléctrica se iba y volvía de a ratos. Adelante, un tipo estaba apostado junto a un De Lorean, sí, el mismo de la trilogía Back to the Future, con sus manos apoyadas en sus caderas, mirando a ver si la fila de coches avanzaba de una buena vez. Ey, le chiflé. Él se dio vuelta y comenté: esto se está poniendo cada vez más peligroso. Se acercó y pude verle su cara, era un pibe joven, de unos veintitantos años, una gotita de sangre le chorreaba por la frente. Sí, dijo algo nervioso, recién acabo de hablar con el novio de mi hermana, estaban en el mismo drama, varados a uno dos kilómetros del puente General Belgrano; es imposible llegar a Corrientes. Me dijo que había unos tipos armados que impedían el paso, unos cuantos quisieron pasar igual y dispararon contra los autos. Me dijo que son gente del gobierno, que no querían que nos vayamos, que bloquearon todas las salidas de Resistencia, que estábamos atrapados. Le pregunté qué le había pasado en la frente. Me dijo que un tipo, con un pedazo de hierro, quiso robarle el auto. Yo estoy con mi mujer y mi hija… Tronó un disparo que le pegó directo en la órbita del ojo, y cayó muerto junto a su De Lorean, en plena avenida. Su mujer, todavía adentro de la nave, entró en histeria. Yo me tiré al piso y volví, agachado, al coche. Andrea me gritaba. Vamos, vamos, me decía. Yo alcancé a ver a la mujer, con el bebé apretado contra su pecho, estirando una de sus manos desde dentro del auto para alcanzar, tocar el cuerpo inerte de su marido, que, si lo que auguraba el Doctor Perrando era cierto, en unas horas más estaría de nuevo caminando entre nosotros.

 

Se sucedieron más disparos. La gente enloqueció. Muchos abandonaron sus autos y se ocultaron en las tinieblas de los barrios ensombrecidos a causa de los cortes de luz, la lluvia y la noche infernal, a ambos lados de la Alvear. Los disparos no cesaban. Puse en reversa, pisé el acelerador y pegué el envionazo hacia atrás, chocando con otro auto. A pesar del golpe, pude hacerme de un espacio a través del cual maniobré ganando la delantera, pero todavía estábamos atrapados a mitad de la cuadra, así que aceleré de nuevo y metí el coche sobre la vereda y conduje a toda velocidad hasta llegar a la esquina, donde giré hacia la derecha y escapamos por una calle de tierra. Sin embargo, la locura no acabo ahí. Unos metros más adelante una de las ruedas del auto quedó empantanada, la lluvia lo había anegado todo y todavía estábamos cerca del peligro. A través de espejo retrovisor pude divisar a un grupo de tipos corriendo hacia nosotros, cargaban con escopetas y pistolas. Aceleré a fondo y salimos milagrosamente de la vorágine, echando a andar el coche a toda carrera por aquella calle inundada. Escuché tronar algunos disparos; volví a mirar a través del espejo pero ya los habíamos perdido de vista. Estábamos a salvo.

 

Andrea, estás bien, pregunté. Sí, estoy bien. Esto no dista de parecerse mucho a mis recitales, me dijo y sonrió.

 

Decidimos probar suerte recorriendo otras alternativas, otros caminos, pero todos permanecían obstruidos. Resistencia parecía abandonada. Ya no había luz; sólo algunos postes, en algunos barrios, en algunos sectores de la ciudad, alumbraban apenas las calles, titilando pequeños destellos amarillentos. Dimos varias vueltas pero no había caso: todas las salidas se encontraban obstaculizadas con estorbos, chatarras, porquerías y coches y camiones que ardían con gente chamuscándose viva adentro.

 

De a ratos, gritos. Gritos aterradores.

 

Una chica yacía moribunda en medio de la calle, creo que era la Santa Fe, no sé, no lo recuerdo. Tal vez sí, tal vez sí era la Santa Fe porque lo que sí me acuerdo es haber visto a mi escuela primaria, la número cuarenta y dos. Sí, fue más o menos por ahí. Detuve el coche sin apagar el motor y bajé. Puede estar viva, dije. Ella me dijo que tuviera cuidado, que la asistiera rápido. A unos metros de la chica, un camión remolcador, tumbado, y a un costado, un cuerpo sin vida devorado por las llamas. Me acerqué y me arrodillé junto a ella, escupió sangre varias veces. Me miró. No lo pude evitar y lo primero que se me pasó por la mente era que esa muchacha era demasiado parecida a Selma Blair. Me agarró el cuello de la camisa y me dijo al oído: No hay salida. Después, pereció.

 

La espesura de la noche enseguida esputó unos bandidos que corrieron gritando hacia mí. Uno de ellos sacó un revólver de la cintura y dijo: hijo de puta, lacayo, traidor, con que te querés mandar a mudar con tu minita, eh. Salí a correr hacia el auto y, en la desesperación, resbalé y caí al suelo aparatosamente. Me incorporé y subí al coche. Dale, vamos, dijo Andrea. Puse marcha atrás y pisé a fondo y doblé en sentido contrario, huyendo de aquellos malhechores. A lo lejos, detonaron dos o tres disparos. Uno alcanzó a pegar en una de las ventanillas traseras, destrozando el vidrio en pedacitos. Pero no pasó nada, ya estábamos lejos.

 

Andrea tuvo una idea. Dijo que regresáramos, que volviéramos a la vorágine, que nos mezcláramos entre la gente, que nos sumáramos a la movilización de Ferro, así podríamos pasar desapercibidos entre la caterva y encontrar, al final, una ruta de escape. No me pareció una buena idea, pero tampoco se me ocurrió otra. Bajamos del auto; ella agarró su guitarra Fender y se la colgó en su espalda y yo mi Cuaderno de Broncas y lo guardé en el bolsillo trasero de mi jean. Luego, caminamos hacia la plaza 25 de Mayo por avenida Sarmiento; estábamos cerca, más cerca de lo que creíamos.

 

La convocatoria del legislador Mauricio Ferro había tenido éxito, es cierto que a fuerza de palos, aprietes, miedo y punteros armados que impedían que la gente huyera de la ciudad, es cierto. Era un éxito, cómo decirlo, bueno, irreal, forzado, casi espectral. Eran alrededor de cien mil los desquiciados congregados alrededor del monumento al General San Martín, donde Ferro y los señores Vergas, subidos a una tarima, estaban a punto de dar una suerte de discurso final, antes de que la caravana partiera hacia el cementerio. La gente, en su mayoría, portaba palos, antorchas y bidones con combustible. También había, en lo alto, banderas que flameaban con las consignas que mencioné  más arriba. Hacía chicos y grandes, adultos y ancianos, mujeres, pibes. Y absolutamente todos tenían la delirante idea de que prendiéndole fuego al San Francisco Solano los restos mortales de los muertos se carbonizarían y una vez hechos cenizas no habría forma de que éstos regresaran a la vida, triunfando así sobre el maléfico Doctor Julio Cecilio Perrando y sus espectros.

 

Andrea notó que en los alrededores de la plaza, más precisamente apostándose sobre las cuatro avenidas principales de la ciudad: Alberdi, Sarmiento, 9 de Julio y 25 de Mayo, cientos de escuadrones de la policía y el ejército comenzaron a congregarse en las esquinas. Llegaban en toda clase de vehículos, patrulleros, colectivos y camionetas unimog. Pero, lo que más nos sorprendió, fue la algarabía de la gente, que estalló de felicidad cuando vieron estacionarse cerca de la zona del mástil mayor de Resistencia, donde empieza la 9 de Julio, una veintena de camiones de combustible. Queridos conciudadanos, dijo Ferro agrandándose entre la multitud, alzando sus manos en lo alto. Los altoparlantes parecían multiplicar su voz en cada rincón de la ciudad. Compatriotas, compañeros, continuó, y el mundo enteró se estremeció a sus pies, jolgoriento. Solamente os diré que…

 

No hace falta recalcar las palabras azuzadas por el diputado Ferro antes de iniciar la marcha. A esta altura de la historia, ya se sabe en qué tono las dijo y qué palabras eligió para hacerlo. Sí diré que su discurso duró casi media hora, faltando poco más de sesenta minutos para llegar a la medianoche, cuando el Doctor Perrando y sus mefistófeles despertarían a los muertos. La lluvia, ahora, era copiosa aunque tenue. Sin embargo, la gente se las arreglaba para mantener sus antorchas encendidas. Todos tenían una, bueno, no todos, casi todos, era una especie de símbolo, ellos se habían apropiado de ese símbolo, del fuego, como si éste pudiera vencer a la muerte, a los muertos.

 

Ferro, escoltado por los cuatro señores Vergas y los miembros del comité de crisis y demás funcionarios del gobierno, encabezó la movilización hacia el cementerio Solano. Andrea y yo nos colocamos casi al final de la plebe pirómana, lo más lejos que pudimos del diputado y sus guardianes religiosos de la comunicación. Detrás de nosotros, siguiendo a la marcha por avenida Alberdi, los camiones de combustible, custodiados por soldados del ejército y escuadrones de la policía.

 

Las luces de los automóviles y de las antorchas alumbraban la gran columna humana; parecían fantasmas, sombras imposibles escabulléndose bajo las penumbras de la noche.

 

Andrea me tomó de la mano. Su mano húmeda, mojada, me pareció lo único real de este mundo.

 

Imaginé que todo se despedazaba, que, por cada paso que dábamos, sonaban los tambores de la atroz vigilia de la ficción. Qué realidad era ésta que estábamos viviendo, qué mundo, qué historia, qué escalofríos me corrían como arañas trepadoras por la espalda. Asistíamos al espectáculo, el gran espectáculo del mundo. Nada, pensé. Detrás del velo de los sueños ya no queda nada, estamos solos, entre espantos y moribundos, pero quisiera saber qué es lo que hay adentro del hombre.

 

Nos acercábamos cada vez más al cementerio, ya habíamos andado bastante. Miré la hora en mi celular, las once y media. En eso, Andrea cabeceó, poniéndose en puntitas de pie, entre la gente. Me dijo: Funes, es Romina. Mirá, está allá delante, al lado de un tipo con una gorrita blanca. No puede ser, le dije enseguida. Volvió a poner los ojos sobre la supuesta Romina y dijo sí, es ella, está cantando, va aplaudiendo, animando la marcha, no puedo creer.

 

Andrea, que nunca había soltado mi mano, la apretó con fuerza y, abriéndose paso entre el tumulto, nos condujo hacia ella y la abordamos. Dijo que se había enterado de lo que estaba pasando y decidió volver para sumarse a la convocatoria oficial y vencer a la plaga zombi, sí, dijo plaga zombi. Romina, estás loca, por qué no nos llamaste, por qué no nos dijiste que habías vuelto, reprochó Andrea. Porque ahora nos convoca un deber mucho mayor y no podemos ni está a nuestro alcance huir de él, es que acaso no escucharon lo que dijo el diputado Ferro en su discurso, respondió. Además, siguió, no tengo ninguna explicación que dar, y mucho menos a ustedes… Romina, todo esto es una locura, una locura, entendés, le dijo Andrea, en voz baja, tomándola por los hombros. Ella dijo, tajante, que era la última vez que escuchaba decírselo, que si volvía a hacerlo la acusaría de sedición en medio de la multitud y que nos lincharían a ambos en el acto, y que si no lo hacía, si no lo hago, dijo Romina, si no lo hago es porque ninguno vale la pena, además, volverían a la vida enseguida y tendría que hacer que los maten dos veces. Romina, dijo Andrea. Qué. No te conozco. Yo tampoco, váyanse antes de que cambie de parecer y los denuncie ahora mismo. Andrea volvió sobre sus pasos; yo la tomé, de atrás, por los brazos, y le dije: Andrea, vamos. Antes de abrirnos de su paso, Andrea se dio media vuelta y le dijo: perra frígida. Romina la empujó y yo la agarré para que no cayera al suelo y enseguida nos escabullimos y perdimos entre la multitud.

 

Más adelante, pudimos entrever los paredones macilentos del cementerio San Francisco Solano, que se alzaban sobre miles de cabezas mojadas por la lluvia. La muchedumbre empezó a cantar: LOS MUERTOS NO VOLVERÁN, LOS MUERTOS NO VOLVERÁN, POLVO Y CENIZAS SON, POLVO Y CENIZAS SERÁN.

 

Ferro y los Vergas, seguido por los miembros del comité de crisis, fueron los primeros en llegar y subir las escalinatas hasta la entrada principal, un gran portón de hierro macizo, sobre el cual se levantaba un gran arco de cemento ornamentado con extrañas figuras cristianas. La multitud que venía llegando comenzó a conglomerarse alrededor de Ferro, formando un semicírculo o cordón de contención. Parece que Ferro va a hablar otra vez, dijo Andrea, cabeceando otra vez en puntitas de pie. Uno de sus colaboradores le dijo algo al oído y él asintió. Después le pasaron un megáfono y dijo que alguien, alguien muy querido por todos, quería brindarnos unas palabras antes de iniciar la gran quema. Y, ni bien terminó de decirlo, apareció detrás de él el célebre escritor Pablo Gamorra. La multitud lo reconoció, lo aplaudió y celebró. Ése infeliz, dijo Andrea.

 

Gamorra dijo que después de un largo viaje alrededor de Europa, estaba de vuelta en su querida tierra natal. Dijo que se había enterado de los trágicos acontecimientos que aquejaban a la ciudad y decidió regresar, que el propio Ferro lo había llamado personalmente tras la muerte de nuestro señor gobernador, que en paz descanse, dijo, y que ahora, así dijo, que ahora éramos protagonistas de un gran acto de vida, de defensa de la vida, y que nada ni nadie puede arrebatarnos nuestras más profundas convicciones de fe y de esperanza. La multitud lo vitoreó y, al toque, tejió un cantito de agradecimiento: GAMORRA, GAMORRA, LA PUTA QUE TE PARIO, SOS TAN GRANDE Y QUERIDO COMO FERRO EL GOBERNADOR. Tras esa muestra de afecto popular, Gamorra abrazó a Ferro y el pueblo estalló en aplausos. Luego, Ferro agarró de nuevo el megáfono e invitó a la población, a las más de cien mil personas congregadas en los umbrales del cementerio, a rezar. Los señores Vergas dieron un paso hacia adelante e invitaron, dijeron, al vicario de nuestra sagrada diócesis de Resistencia, que nos bendecirá antes de la gran quema de cadáveres.

 

El vicario, un rubiecito barbudo, sacó un frasquito con agua bendita debajo de su sotana y la arrojó simbólicamente entre la gente. Y dijo: Dios Padre, estamos hoy aquí reunidos para celebrarte y ser testigos de tu magnánima providencia celestial, en el Reino de los Cielos, donde nos aguardas junto a tu hijo Nuestro Señor, escuchad la plegaria que nos enseñaste y protegednos en esta noche tenebrosa…

 

Funes, vamos, vamos ya, esta es nuestra oportunidad, la única, me murmuró Andrea a la oreja. Lentamente, nos fuimos apartando de la multitud. Faltando unos metros para dejar atrás el laberinto humano, alguien me tomó por el hombro. Me asusté, me tomó por sorpresa. Volví sobre mis espaldas, era Arnoldo Céspedes, y detrás de él, Karla Von-Siebenthal. Bueno, en realidad eran ellos pero no eran ellos. Pues, enseguida, el tipo que se parecía a Céspedes esclareció que no era la persona que yo creía que era, ni ella tampoco, dijo señalando a la supuesta Karla que no era Karla. Bueno, y quiénes son entonces, pregunté. Espectros, dijo, hemos ocupado temporalmente los cuerpos del actor norteamericano Forest Whitaker y de la actriz y cantante mexicana Irán Castillo. No son, entonces, el periodista Arnoldo Céspedes y la actriz Karla Von-Siebenthal, de Resistencia, Chaco. No, dijo Forest e Irán Castillo espetó: bueno, basta de chácharas, el Doctor Perrando quiere verte. Cómo sabemos que todo lo que dicen es cierto, interpeló Andrea. Las entidades espectrales enrojecieron sus ojos y de ellos salió una lumbre refulgente, parecida al del hierro al rojo vivo.

 

Agente Funes, ahora debe acompañarnos, ordenó Forest. Les dije que estaba con Andrea, que no podía dejarla sola, que ella iría conmigo adonde yo vaya. Pues que venga ella también, dijo Irán Castillo. Ya alejados de la turba, caminamos junto a los demonios que nos condujeron hasta la esquina de la avenida Soberanía Nacional, allí doblamos a la derecha, siguiendo por la misma vereda del cementerio, del muro que separa a los vivos de los muertos. Caminamos algunos metros más y nos escurrimos, tal como nos lo habían indicado, primero Andrea y yo y luego ellos, Forest Whitaker e Irán Castillo, a través un pasaje oculto adentro de la muralla, un agujero oscuro, húmedo y meado. Andrea empezó a dar arcadas y dijo que había un olor a mierda que tumbaba y que encima no veía nada. El luzbel que ocupaba el cuerpo de Céspedes volvió a enrojecer sus ojos, utilizándolos a manera de linterna, hasta lanzar de ellos una luz intensa color escarlata. Así alumbramos en el infierno, dijo Forest Whitaker y se cagó de risa, era una risa especial, algo así como un juaaa-juaaa-juaaa-juaaa malévolo, igual a la de uno de esos personajes que hacía el actor Gianni Lunadei.

 

Caminamos hasta llegar al panteón de los gobernadores. El Doctor Perrando, su fantasma, nos esperada sentado, con los brazos cruzados, en el mismo lugar donde lo había visto por última vez: sobre la tumba de Bittel. Lo estábamos esperando, agente Funes, me dijo. Qué… qué quieren, dijo Andrea con la voz temblando en un hebrita de miedo. Sólo observen, dijo el Doctor Perrando. Sólo observen.

 

Él y sus mefistófeles se amontonaron en círculo como un equipo de rugby. De su centro se desprendió un resplandor azul, igual que los atardeceres de Resistencia pero diez veces más fosforescente y poderoso. El suelo empezó a temblar. Las paredes, todo. Andrea se echó sobre mí, me abrazó y dijo que no podía mirar. Yo tampoco.

 

Los muertos, miles de ellos, empezaron a brotar de todas partes del cementerio; brotaban de entre las murallas, nichos y tumbas que hace momentos atrás los contenían en eterno descanso. Eran como murciélagos emigrando de a montones de una cueva oscura y lóbrega. Pero estos muertos eran muertos iguales a la gente común, quiero decir, que aún no murió, que todavía vive, como si no hubiesen muerto nunca en realidad, como si se hubieran despertado de un largo sueño; eran iguales a nosotros, los vivos. Luego, todos los zombis se convocaron en rededor del círculo azul fluorescente, debajo de la gran cúpula del panteón de los gobernadores.

 

Una vez que llegaron todos los muertos, el Doctor Perrando habló: no pretendo dirigirme a vosotros como un jefe endemoniado, que, vaya si lo soy, sabe dios que lo soy, sino como un espíritu más, un muerto más, un compañero de batalla igual que lo soy yo para ustedes desde este instante. Habiendo estado muertos por muchos años, se nos ha dado la oportunidad de una vida nueva y con ella una misión que, agregaría, es nuestra razón de ser no-vivos. No hay, ni debe haber, otra motivación suprema para nosotros que la de cumplir, y hacer cumplir, por todos los medios que fuese necesario, incluso defendiéndolo con nuestra propias muertes, por no decir vidas, la voluntad que se nos ha encomendado. Os aseguro que este día será guardado en la memoria histórica de nuestra fantasmagórica causa, como homenaje indeleble a quienes hoy caerán en batalla. Por eso, les encomiendo, mis entrañables zombis, la loable tarea de traedme la cabeza de todo aquel que diga de sí mismo que está vivo.

 

Los espectros que habían ocupado los cuerpos de Whitaker y Castillo para conducirnos hasta el epicentro de la resurrección, ya habían abandonado sus cuerpos. Los actores permanecían junto a nosotros, confundidos, desconcertados; no sabían cómo ni cuándo ni por qué había llegado ahí, justamente, donde estaban parados, atolondrados, estupefactos, sólo observando a los muertos vivos que caminaban junto a ellos. Irán Castillo dijo despabilándose: qué diablos es todo esto, quiénes son ustedes. Yo soy Funes, Fernando Funes, y ella es Andrea Pérez Cristaldo, bienvenidos a Resistencia. Ah, dijo Castillo y sus ojazos verdes se abrieron como dos huevos ante el desfile de muertos vivos que pasaban frente a nosotros.

 

Los muertos se dirigían hacia la salida del cementerio San Francisco Solano, listos para entrar en batalla. Escuché decir a un muerto: haremos una masacre con esos villanos, ruines hombres vivos. Afuera, esos mismos hombres vivos, sermoneados por el diputado Mauricio Ferro, los señores Vergas y el escritor Pablo Gamorra, se aprestaban para entrar a la lucha.

 

Andrea me codeó, hizo un gesto con la cabeza y me dijo: mirá, es tu abuelo, el Pucho Reinoso. Está ahí, entre los muertos. En efecto, era el Pucho Reinoso. Vamos, vamos a buscarlo, dijo Andrea. Yo ni chalada me quedo sola aquí, buey, dijo Castillo y nos acompañó. También vino Whitaker, que no entendía nada de nada. Pucho, Pucho, gritaba mientras íbamos a su busca. Lo abordamos y detuvimos su marcha. Pucho, soy Funes, le dije y le pregunté enseguida si se acordaba de mí. Fernandito, me dijo con cariño volviéndose hacia mí. Era la misma voz, los mismos ojos azules paseándose por su cara como dos cielos minúsculos.

 

Qué gusto volver a verte, exclamó el Pucho con una sonrisa gigante y me abrazó y yo también lo abracé. Sentí una sensación extraña, mi corazón retumbaba en mi pecho como aquella vez que Andrea me besó por primera vez. Luego, el Pucho también saludó a Andrea. Dijo que estaba muy contento de volver a verla. Después preguntó quiénes nos acompañaban. Se los presenté: ella es Irán Castillo y él Forest Whitaker, son actores, amigos. Qué bueno, Fernandito, qué bueno es hacer amigos, dijo el Pucho palmeándome en la espalda. Y qué andan haciendo por acá, preguntó después. Todos nos miramos, cómplices; ninguno, a esas alturas del partido, entendía nada. Hasta que Andrea respondió: nada, Pucho, sólo estamos de paso. Sí, eso, estamos de paso, repetí como un idiota. Y por qué no nos acompañan, propuso el Pucho y comentó dibujando una sonrisita bribona: no nos vendría mal una ayudita. Por mí no hay problema, dijo Andrea. Por nosotros tampoco, dijo Irán Castillo. Pensé, en ese momento, que ni muertos podríamos abandonar, dejar atrás u olvidar nuestras historias. Sí, por mí tampoco hay problema, dije. El abuelo Pucho me miró con orgullo y me dijo: ése es mi muchacho. Ahora, andando.

 

La lluvia dio tregua. El cielo comenzó a despejarse. La luna asomó en lo alto como una bombita de luz blanquecina y sopló un viento frío. Andrea y yo, Irán Castillo y Forest Whitaker, resguardados bajo la lumbre rojiza que comenzó a despedir el Pucho Reinoso y el resto de los zombis, como un gran amanecer espectral, desfilamos hasta el umbral del cementerio San Francisco Solano. Allá afuera, los bárbaros agitaban a las hordas vivientes igual que fieras hambrientas. El diputado Ferro fue el primero que viéndonos a los muertos acercarnos al portal de hierro macizo, ordenó a su caótico pelotón de vivos: quémenlos a todos, ningún muerto debe atravesar esas murallas. Entre la caterva enardecida, reconocí a Romina y a Pablo Gamorra, corriendo hacia nosotros cargando en sus puños mazos de fuego, como dos generales romanos al frente de un ejército de las tinieblas, cuyos soldados marchaban detrás de ellos, coléricos, preparados para enfrentar a la muerte. Chingados pendejos, clamó Irán Castillo. Bastards, trinó Whitaker. Perra traidora, gritó Andrea ni bien vio a Romina encarando la avanzada ofensiva. Me las voy a cobrar a todas juntas, bramé contra Gamorra masticando tirria. Nosotros, los muertos, contra los vivos. La batalla recién había comenzado.

 

 

*Último capítulo Ciudad Espectral.

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