Por Severino Huppans. Fragmentos de la "Autobiografía de un rockstar reptiliano"
Cuando descubrí mi origen reptiliano no me sorprendió en lo absoluto. Mi primera reacción fue salir a ventilar mis huevos por Oxford Street. Suena pretencioso que esta historia comience en Oxford Street. Pero fue ahí donde pasó lo que pasó. This is London calling, London calling. Un día como cualquier otro, gris y nublado aunque precipitándose en acuciante solemnidad. Adentro de mi cabeza yo era muy famoso, una persona muy importante. Era la “sensación del momento”. Eso decían sobre mí. En lo crucial de mi vida me encontré rodando en Later… whith Jools Holland. Recién terminado de cambiarme y Mary Elizabeth no se peinaba en el camarín como era su costumbre antes de mis shows; la vi charlando muy excelsa de gestos (debajo de una gigantografía tridimensional de su cara luciendo su esmerada aunque siempre sincera sonrisa resplandeciente) con el productor de la remake de la película The Thing, ella, sí, Mary Elizabeth, mi actriz favorita, muy de sociales con el millonario yanqui. Yo me la pasaba fumando marihuana abstraído en mis pensamientos, era eso lo que mejor hacía, además de música y facturar millones, yendo de aquí para allá a través del distorsionado y posmodernista hall de ingreso a los estudios de Jools, cuando me los encuentro cuchicheando. Ella me lanzó una mirada lasciva por encima del hombro cuando me vio, me dijo: Honey, I’ll be right. WTF. No puedo estar pasándome esto. No me sentía en condiciones de brindar el show, show previsto con anticipación en mi agenda de famoso rockstar dios todopoderoso arrojado de los caudalosos ruidos del Subtropicando Profundo a la cúspide dorada del consumo global de mi nombre o marca registrada. ¡Cefalea! Maldita perra del Espectáculo. Crisis de creatividad, vacío desgarrándose en montones. En la última ficción interpreté a mi propio personaje: abiertamente en favor de fumarse un faso donde se le diera la puta gana. Sí, donde a mí se me diera la puta gana. A mí también. Ése era mi personaje. Hace algún tiempo que lo vengo pensando, simplemente era eso lo que quería que conozcan primero de mí. —Señor, no puede fumar marihuana en este lugar, ¿no vio el cartel? —me dijo un pelado con anteojos de monturas negra y pómulos prominentes, mandíbula traqueteada y mirada de psicótico recuperado. —Fumo donde quiero, la puta madre que te parió —lo crucé al malparido, se la partí.
Me quedé cierto rato mirándome a mí mismo frente al espejo sin imaginar absolutamente nada más que al espejo. Lo hice mirándome y sonriéndome al mismo tiempo que pensaba: estás delante de un genio. De hecho lo era: un genio, digo; pero por alguna razón nada tiene sentido cuando estás a punto de casarte con tu actriz favorita de Hollywood. Eso sólo pasa en las películas, un producto de masas jamás podría cascar el literator que llevas dentro. Mejor decir que sí, que estás muy enamorado de un producto de masas pero nada tiene sentido cuando la fascinación culmina en la literación fantástica de sí misma. O sí, lo tiene. Cuando el corazón está asolado por la soledad. Una extraña nebulosa sensación de contradicciones se esparce lenta y fatalmente. En lo fondo, lo sabés bien Severino Huppans: el harsh noise es la anarquía sonora más cruenta que palpita una realidad real verdadera precipitándose sobre ella misma y portadora de significación alguna, equivalente, si ello es posible, a la potencia creativa. Sea a la vez portadora de significación alguna o no. Podrías tomarte miles de días de vacaciones sin hacer absolutamente nada más que complacer la estructura de tu goce rascándote el escroto a dos manos o bien, más principalmente, componiendo. Pero algo muy adentro tuyo te decía, te decía sin que yo me diera cuenta. Mi yo, mi real y verdadero yo, te decía: es más bien como sentirse un día más cerca de la muerte. Estoy seguro que jamás podrás componer como yo el sentido de la muerte y de la libertad en una sola canción como en “Track of Time” de Anna von Hausswolff. ¿Esto tiene algún sentido? No, no lo tiene. Simplemente: debo cancelar todo y volver. ¿Debo?
Aduje cefalea. Fingí un calambre estomacal. Inventé algo; no sé, no me acuerdo en detalle. Encendí otro cigarrillo de marihuana en flor, esta vez opté por una cosecha índica, dulce y potente. Cuando oí que golpeaban la puerta estaba a punto de catar la delicia psicorresidual de mi mota. ¿Será Mary Elizabeth? Al productor de esa película lo tengo montado en un huevo. Se la quiere cargar encima el turro, me la quiere montar el muy hijo de puta. Bueno, ¿quién no querría hacerlo? Ella es perfecta, para mí: es perfecta. Puedo tener a todas las mujeres que quisiera, pero la prefiero a ella. Ella es mi prisión, ella es mi libertad. Mi soledad, mis cosas. Todo. No sé por qué a veces me siento tan rococó; podría escuchar un disco completo de Savages. Abrí la puerta y frente a mí se irguió una criatura antropomórfica de dos metros. Era humano, naturalmente. O eso parecía. Pero era más bien una criatura antropomórfica. Su mandíbula angular capturó especialmente mi atención. Le pregunté cuánto faltaba para salir al aire; lo confundí —evidentemente— con un recadero de la producción y le pedí que mandara llamar a Mary. Urgente, le dije. El grandote permaneció inmóvil, en actitud avasallante. Enseguida lo azoté con una mirada de fastidio, como diciendo: “Y bueno, ¿qué estás esperando?, ¡pelotudo!”. Me respondió después de relamerse los labios, jadeante: —Vine por usted, señor Huppans. —Su voz sonaba graznada, cavernosa. Sudaba. Parecía resuelto, se delataba escamoso. —Permítame presentarme. Mi nombre es Gay Chee Tah, mensajero de su majestad el Virrey draconiano, Constelación Amarilla de la Confederación Restauradora, al servicio de Su Excelencia el Gran Rey de Todos Nosotros o Ninguno. Llega a su fin una Era para dar comienzo a otra nueva, más moderna y desideologizada. Somos el futuro. El final es inminente. Vendrá conmigo, señor Huppans. Le guste o no.
Cualquier celebridad del mundo que escuche una declaración con pesada carga de delirio cósmico y capitalismo proverbial unificador —declaración enunciada por una entidad antropomórfica aparentemente humana a no menos de cincuenta, setenta centímetros de tu cara—, puede producirte un estallido de carcajadas o un dolor punzante en el estómago. Pero yo no soy esa clase de celebridad, soy Severino Huppans, a mí no me joden: sin ficción no hay realidad real verdadera aparente. Razón por la cual me desvestí ahí mismo frente a su multitudinaria presencia y salí corriendo atravesando la zona de camarines, salté algunos sofás, me tiré dos pedos en bucle acuoso y corrí en círculos concéntricos por los concurridos pasillos de la BBC. This is London calling. Here is a news flash… Empujé a dos mandarines de la seguridad y tropecé con un policeman; sin embargo logré escabullirme. Seguí corriendo hasta Portland Place.
Paparazis capturaron fotos conmovedoras donde se me veía sonriente y fulgurante. Al día siguiente fui portada de todos los pasquines ingleses, de todos los diarios argentinos y de La Voz de la Verdad también, el pasquín localeño de la mugrienta ciudad de donde provengo y viví mi deshonrosa infancia y mi escandalosa juventud, antes de saberme celebridad global y posteriormente reptiliano. Todos hablaron de mí. Las redes sociales estallaron de memes con mis fotos. Me consolidé en hashtag perpetuo. Dedicaron programas especiales en la televisión abierta y simultánea para “solucionar” mis “problemas con la droga”. Dijeron: “Huppans es drogadicto”, “Ahora Huppans dice que es reptiliano”. Jools se enojó conmigo, me dijo que cómo podía ser, que él pensaba que yo era su amigo, que no podía declarar ante la prensa mundial que yo era un reptiliano de la Galaxia Andrómeda.
El policeman londinense me arrestó por depravado. Los británicos son asquerosos, odian a los sudacas. Yo siempre tuve a bien para mí, cada vez que venía un inglesucho a señorearme, recordar el final de Adán Buenosayres. Mary Elizabeth dice que no hay nada malo en ser sudaca, latino —ella nos dice latinos—. Tuve que pagar una fianza de treinta mil euros y hacer varios muchos llamados telefónicos. Conservé algunos diarios, compré revistas: «ESTRELLA DE ROCK ENLOQUECE Y ASEGURA TENER ORÍGENES EXTRATERRESTRES», «HUPPANS DICE SER UN REPTILIANO DE ANDRÓMEDA», «LAMENTABLE EFECTO DE LAS DROGAS EN LAS CELEBRIDADES: HUPPANS DICE QUE ES UN ALIENS DEL ESPACIO EXTERIOR».
Recién al tercer o cuarto día —si mal no recuerdo— se produce mi segundo encuentro con el antropomórfico Gay Chee Tah. Mary Elizabeth se enojó conmigo, realmente se enojó conmigo y cuando digo que se enojó conmigo estoy diciendo que realmente se enojó mucho, muchísimo conmigo. Me recriminó puntualmente lo de los reptilianos. “¡El mundo entero cree que estás más chiflado de lo previsiblemente estipulado para la prensa amarilla!”. Mary Elizabeth me llamaba por mi apellido cuando se enojaba mucho, muchísimo conmigo. “Huppans, no puedo creerlo —me decía, llevándose las manos al mentón, con los ojos vidriosos y legítimamente incontrastables de una actriz de Hollywood en la vida real verdadera, sobreseyéndose en pequeñas descargas eléctricas, apenas encima de su blanca cintura de prima lejana de Ava Gardner—. ¡No puedes confiar en mí! ¡En mí, Huppans! ¿Por qué no puedes decirme la verdad?”.
Mary Elizabeth es una buena persona, sus intenciones son serias, sinceras. Ella quiere un futuro para nosotros. Un futuro. ¿Eso es posible tratándose de mí? Cuando la conocí en el preestreno de The Thing en Los Ángeles, la película que ella protagonizó y a la que asistí sin entusiasmo sólo por insistencia de mi amiga personal la estrella porno Dylana Davilon a quien, ciertamente, acompañé hasta el final porque consumábamos portentosas maratones sexuales que en ocasiones filmábamos con nuestros smartphones, numerosos micros de explícito y exquisito goce sexual, y se las enviábamos a nuestro grupo secreto de fanáticos multimedia de la #WebProfunda, y era además —sobretodo, ciertamente, ella misma Dylana Davilon—: una actriz porno con quien podía mantener una conversación decente, seria y decadente en torno a la posibilidad aparente de matizarme en la controversial primigeneidad de los reptiloides, algunos de los cuales procedemos de un sistema solar lejano, al que nuestra ancestral raza llama Alfa Draconis. Hay ciertamente otras teorías, que los reptilianos evolucionamos de los dinosaurios, por ejemplo. Eso es mentira; en realidad usamos vuelos interestelares y vivimos en una red subterránea de cuevas en la Tierra a la que nuestros ilustres lagartos jubilados ancestrales llaman Tierra Hueca. Dylana creía en cambio que los alienígenas conocidos como grises eran en realidad otra raza, genéticamente modificada creada por los reptiles como sus sirvientes plenipotenciarios.
Me presentó formalmente a Mary Elizabeth. Dylana me dijo que Mary Elizabeth tenía parentesco con Ava Gardner. Que era su prima lejana, me dijo. ¿Prima lejana? ¿Qué importancia podría tener?, deslicé acomodándome con los nudillos la montura de los anteojos. Ella se sonrío. Cuando vi esa sonrisa pensé dos veces al mismo tiempo: por un lado me vi a mí mismo en plano cenital, acurrucado sobre el regazo de una antigua novia de la adolescencia en un barrio del Subtropicando Profundo suplicándole por favor entre estrepitosos sollozos que me dejara ser su novio (sí, que me dejara ser), y por el otro lado me vi a mí mismo desintegrándome en su boca como un cubito de azúcar. Su boca, sobre todo su boca: me provocó sismos importantes en mis miembros (en todos), experimenté la sensación de emanciparme de mí mismo: volverme silbido, saliva, música, ruidito imperceptible en su boca. Ruido. Chispas centelleantes y prismas de luces efervescentes se debatían sobre nosotros, mi recuerdo de haberla conocido: ella Mary Elizabeth Winstead del pasado al presente en un parpadeo lacrimoso: —Puedo entender que estés atravesando por una… crisis de creatividad, Huppans. Pero no puedo entender la falta de confianza, la confianza es lo más importante y la estás destruyendo con tu actitud taciturna y ensimismada. Me estás hiriendo, Huppans. De verdad me estás hiriendo.
Cerraba las manos como tijera sobre su pecho. No podía verla así, sollozando por un demente como yo. Pero ¿qué más podía hacer? Me lo dijo mirándome fijamente, desmoronándose emocionalmente en agitaciones severas y desmesuradas. —Seas quien seas, Huppans, nadie te esperará. Nadie. Al final solo permanecen quienes aman. Recuérdalo, Huppans. Recuérdalo siempre. Intenté abrazarla, pero me apartó. Y se mandó mudar pegando un portazo. Me vi adentro de un thriller pesadillesco, una mala película de ciencia ficción que por ser tan mala se vuelve buena. Encendí un faso en flor, salí al balcón. Extraño a los monos, el sol, las palmeras del Subtropicando Profundo. Mary Elizabeth, decididamente, no es reptiliana.
Bravos y mierdosos eran los amarillistas journalists de los pasquines británicos que asolaban mi conteiner habitacional en el municipio de Harrow. Podían esperar días enteros hasta capturar media docena de imágenes arenadas de mis labores domésticas. Con esas mierdas ya me armaban un titular de calibre como: SUMIDO EN LA DEPRESIÓN Y LAS DROGAS, HUPPANS SACA LA BOLSA DE BASURA. ¡Estúpidos incompetentes! ¡Toneladas de bosta propagandística circulando por las redes sociales! Puedo verme llamando por teléfono a mi productor Steve Richarson, gritándole: — ¡¡¡Hijos de puta!!! ¡¡¡Hijos de una grandísima puta!!! ¡¡¡Quieren destruirme!!! Me negaba a salir a ninguna parte. Al tercer día mi productor Steve Richarson ya no me atendió el teléfono. Mary Elizabeth tampoco me atendía. Vi televisión basura. Leí, me drogué y leí fumado. Descubrí que leer fumado es una experiencia sensacional acorde a mi conexión espiritual creativa. Bajé al garaje y compuse una canción para Mary Elizabeth. Me dormí con los auriculares puestos, en el catre de mi garaje, escuchando Ultrasonic Seraphim de Sand, “Helicopter” concretamente. Un disparate, sí, ya sé.
Me desperté con la idea de utilizar a mi secretario Anthony; disfrazarlo de mí, usarlo como forro de carnada frente a los flashes intermitentes de las señales estroboscópicas del amarillismo titulado, y así huir en dirección contraria (específicamente) de los vampiros journalists. Es una idea estúpida e incongruente, pero las estupideces y las incongruencias a veces pueden funcionar bajo ciertas condiciones, amoldarse a las vicisitudes de las circunstancias imperantes para poder sobrevivir o escapar, tal es mi caso: por lo que una estratagema inteligente estaría destinado al fracaso más rotundo y amargo y además y sobre todo porque (concretamente): a mí en lo personal me sería imposible, digo, que se me ocurran cosas así de ese estilo como de montar un escándalo mediático de proporciones con los gorras, los abogados y los fanáticos de mi música experimental, ya que justamente lo que pretenden es desequilibrarme emocionalmente.
Mandé llamar a Anthony y él como siempre muy dispuesto comprendió que la situación era compleja accedió llevar adelante la treta. Anthony se colocó mis zapatillas, mi pantalón, mi camisa y mi saco negros, también mis gafas oscuras y un gorrita que usé cuando grabé en Nueva York mi álbum noise Constelaciones Oscuras. Cuando el coche cápsula salió disparado con Anthony en su interior por Cormak Clark Street, me quedé espiando a través de la ventana del conteiner específico; los journalists mordieron el anzuelo y lo siguieron. Una columna de fanáticas con pancartas estallaron en compulsiones nerviosas y se armó harta escaramuza con una caterva de paparazis. A todo esto Gay Chee Tah me envió un mensajito de texto a mi teléfono androide; aducía que necesitábamos, sí o sí, reunirnos de forma inmediata y urgente. Un enviado jerárquico del Virrey, Alberto Litter, quería reunirse cuanto antes, personalmente, conmigo mismo Severino Huppans. La cita fue pactada a la medianoche, en un bar ubicado por Coventry St.
Me vestí a los apurones, salí reptando por el garaje. Subí a mi cápsula gravitatoria y conduje en dirección al sur, pasando los consorcios aduaneros de la Carretera Negra. Estacioné a unos quinientos metros de un complejo revival de vidas paralelas. Me metí adentro de una peluquería. Un pelotón de modelos descargó en histeria colectiva, correteando en pilotos transparentes y multilumínicos. Llegando en sentido contrario, una mujer centelleante, de aspecto alucinógeno, interceptó mi brazo y volteándome hacia el espeso cielo de cordilleras grisáceas, moviéndose en círculos concéntricos gelatinosos, me dijo mirándome al revés de mí mismo: —Los hombres son viles, aunque tomen la apariencia más brillante; no cambian, desde luego, su naturaleza.
La mujer tenía pelo azul doloroso prístino, parecía de unos veintitantos años, muy atractiva, pómulos suaves y ribeteados, tez blanquecina mortuoria púrpura soft carmesí, delgada y con tatuajes cuneiformes esparciéndose sobre sus hombros en cascada obscena hasta sus transparentes y electrizantes senos. Me habló en español ilustrado, atenazando su mano a mi codo: —Tantas veces te preguntas, ¿tanto me elogian y adulan?, que tu aventura ya ni cuenta y cosa alguna te ocupa. Fruncí el ceño como en las novelas de Sidney Sheldon y ella alargó una sonrisa translúcida precedida por un chorro de humo blanco disolviéndose en replay sereno sobre la húmeda callejuela londinense apropiándose de la situación en sí misma, cercándonos escandalosamente. Se presentó como una fucking journalist de ficción profunda para un semanario sensacionalista de Barcelona. La ficción profunda era un subgénero periodístico del gonzo preconceptual academicista, devenido posteriormente en un gonzo más suelto, más pastillero, menos ritualista, no tan camuflado de sensaciones perennes que al final sólo expresan la capacidad, las aptitudes individuales de cada uno de nosotros cuando consumimos drogas.
La fucking journalist me invitó gentilmente a que siguiéramos caminando y con eso dio por ganada la primicia de su cobertura de ficción profunda. Me sentí adentro de las perturbaciones sonoras de Ulver de Perdition City. Era imposible que pudiera existir un género denominado “ficción profunda”, era imposible que una persona lo hubiese “inventado”. ¿Estamos todos locos? ¡Hasta cuándo van a seguir inventando géneros! Vayan a laburar, lagartos.
De un momento a otro nos encontramos sentados a la mesa de un convenido bar de la metrópoli; pedimos un par de latas de cerveza heladas y Lisa —así me dijo que se llamaba ella, la journalist, Lisa— comenzó a disparar preguntas, unas tras otras, todas juntas y de corrido sin parar como atolondrada profesional. Ni siquiera había bebido un sorbo; ni siquiera la vi enchufarse al Subtropicando Profundo; ni siquiera chequeó los mensajitos de texto que recibió en su teléfono androide, sin antes caer ahí mismo plantada donde fuera que estuviera ocurriendo lo que estuviera ocurriendo en ese momento específico dado: de reptilianos y draconianos de Andrómeda, en sintonía con la ficción profunda planteada. Y, aguardando la llegada del plenipotenciario Gay Chee Tah, se dijo a sí misma, preguntándose más precisamente, de manera complexa, simbólica y enraizada: — ¿Quién es la mujer sentada frente a la hoja en blanco, que luce ida de sí misma, que sostiene ante sí misma, ondeando entre sus dedos, portentoso cigarro de marihuana humeante, mientras por encima suyo gravita una cabeza reptiloide salpicada en sangre?
Obvio: no entendí nada. Me observó intentando disimular su fastidio, y enseguida de la nada desenvainó: —Desde que llegamos el barman no para de observarnos. Le advertí a Lisa, señalando con mi mentón a la zona de barras transparentes, sin que ello exigiera que modificara la expresión rutilante de mi cara, que el barman ubicado detrás suyo tenía (ciertamente) aspecto pansexualoide; la manga de su camisa fucsia plateada y sus pantalones chupines fluorescentes y su media barbilla rojiza y su cabellera de fuego cósmico, sumado a las lujuriosas miraditas que lanzaba permanentemente, delataban por demás que el andrógino quería acostarse con ambos (Lisa y yo) al mismo tiempo. —No es mi tipo de pansexual —dijo ella tajante, y envió señales con su teléfono androide para conectarse —ahora sí— al Subtropicando Profundo. —Igual no es el tipo que estamos esperando —comenté.
Otro tipo se arrimó al barman pansexual de la barra. Éste susurró algo al oído del otro y segundos después se oyeron ruiditos de cristales rajándose y ambos personajes se difuminaron en pedacitos de prismas holográficos desempolvándose en un chasquido continúo de estática. Lisa se volvió sobre sí misma sin pretenderse Lois Lane y frente a ella justamente el plenipotenciario Gay Chee Tah se corporizó espumándose en licuoso remolino ectoplásmico.
Gay Chee Tah tenía aspecto ovoide y su cara lucía verdoso mermelada, pequeñísimas ramificaciones arácnido purpureas descendían desde sus hidratadas sienes hasta sus mejillas cuarteadas de soberano reptiloide. — ¿Quién es ella? —me preguntó mentalmente Gay Chee Tah. Mentalmente le respondí: —Es mi biógrafa oficial. Mentalmente me contestó: —No biógrafos. Mentalmente protesté: —¿Cómo que “no biógrafos”? Mentalmente me cruzó: —Dije NO biógrafos. Mentalmente lo reté: —O ella viene conmigo o no me voy ni mierda a ningún lado, ¿me oíste, Lagarto? Achinó sus ojos amarilleados de bronca y mansamente replegó en llano mascando tirria: —Hmmmm, está bien. La hembra también puede venir con nosotros. Lisa preguntó qué fue todo ese showcito gestual que Gay Chee Tah y yo habíamos montado. —Parecen indecorosos pansexuales —dijo. — ¿Quién es esta intrusa? —Ya te dije, mi biógrafa.
Cruzamos una puerta vaivén de metal niquelado con ilustraciones cónicas talladas sobre sus márgenes y estocadas por detalles polimórficos de enchapados luminiscentes que lindaba con un pasadizo derruido, angosto y poroso macilento de cuyos lados supuraba una burbujeante sustancia amarilla: aceitosa, pegajosa, repulsiva y fétida. Chorreaba lentamente hasta el piso fosforecido de charcos gelatinosos ensanchándose. Me sentí atrapado en un GIF muy poco creativo. Paradójicamente, estábamos allí en London Colling, todo esto sucedía (concretamente) en London Colling, sin que ninguna autoridad pública de competencia se diera por aludida. ¿Cómo puede esto ser posible? Pensé en conectarme yo también al Subtropicando Profundo y llamar a Mary Elizabeth pero caí en la cuenta de que no contestaría siquiera un vídeo mensaje. Me pregunté qué habría ocurrido con Anthony. Envié un mensaje de audio a mi productor Steve Richarson encargándole que se ocupara del asunto, que yo estaba bien y que “desaparecería” por algunos días de modo tal que se encargara de hablar por mí con Mary Elizabeth, le dije que confiaba en su criterio, que él sabría qué hacer, que él siempre sabe qué hacer en estos casos.
A medida que avanzábamos el pasadizo se tornaba cada vez más penumbroso y horripilante. Gay Chee Tah insistió con que (supuestamente) estábamos descendiendo al Centro Profundo del Núcleo Terrestre, donde un atlas de sistemas laberínticos interconectados rizomáticamente conformaban una megarred de complejas estructuras sensoriales y abismales grietas de hierro y magnesio e inconmensurables valles de rocas plutónicas que básicamente constituían la geografía visual de la Gran Ciudad Subterránea habitada por reptilianos de Andrómeda en la Tierra desde tiempos primigenios.
—Avancemos rápido, no se detengan, estos pasajes no son utilizados desde la Edad Negra. Tengan mucho cuidado y no se acerquen a la sustancia fangosa amarillenta —sugirió Gay Chee Tah. El olor era intenso, chamuscado, potentemente fétido. A medida que descendíamos nos desabríamos en espasmos nerviosos producto de aquel tufo inaguantable. Lisa protestó lanzando una arcada seca y desgañitada: —¡De dónde proviene este olor! Gay Chee Tah respondió: —La llamamos MMMM: es una sustancia soporífera altamente infecciosa, fermentada por hongos alucinógenos que crecen en las capas subterráneas de rocas plutónicas acumuladas durante el último período de la Edad de Piedra, ya que este sitio fue ocupado por los reptilianos primigenios de Andrómeda para desechar sus heces. —¿En este lugar defecaban? —repreguntó Lisa horrorizada. Gay Chee Tah negó con la cabeza y empujó un portal circular de templado acero después de activar un dispositivo táctil que dejó al descubierto un amplio corredor minado por bacterias de estiércol reptiloide fosilizado. Descendimos a través de una escalera metálica hasta una especie de subsuelo alumbrado con tenues barridos de luces verdes, amarillas y azules, que titilaban en forma lenta y paulatina y escalofriante como en las películas de Darío Argento.
Mientras caminábamos el ambiente se volvía cada vez más húmedo y, muy lejanamente, se oían ruidos extraños de tuberías y cañerías industriales que nos flanqueaban. Lisa preguntó cuánto faltaba para llegar a destino pero el reptiloide Gay Chee Tah no respondió, ni miró hacia atrás, ni se inmutó, ni nada.
Otro enorme portal metálico apareció al final del sinuoso recorrido. Gay Chee Tah repitió el mismo procedimiento para desactivar el password de seguridad y la puerta se abrió al medio dando acceso a un montacargas cúbico. Lisa y yo nos repartimos miradas cómplices de desconcierto. Gay Chee Tah ingresó al cubo y nos dijo: —No teman, pasen. Ya estamos cerca. Descendimos durante ocho o nueve minutos, tal vez diez. —Perdón, ¿a cuánto metros debajo de la civilización nos encontramos…? No terminé de completar la pregunta cuando se oyó la fricción chirriante del aparato frenando. —Ciento sesenta kilómetros —contestó el lagarto como si le hubiera preguntado cuanto es uno más uno.
La puerta del montacargas se abrió del medio hacia ambos lados y si mi experimental rock es inclemente, jamás borrará de mi consciencia la escena que presencié y me dejará vivir mis últimos años en delirio total. Aquello vino a nuestro encuentro, lentamente; surgió un humano reptiloide, merodeándonos como una babosa de los abismos profundos e inimaginables, un siseo infernal y un rugido aterrador; luego, se irguió frente a nosotros un reptil multitudinario y escamoso, un flujo verdoso, mamiferoide mesozoico de tecnológica devastación, más devastadoramente horrendo que las más negras multinacionales productoras del deseo de consumo, la morbosidad moral y el pop. Sí, más que Wall Street. Mucho más que el pelotudo del rey Juan Carlos. Bullía, hervía, se contorsionaba, se movía como un androide pestilente de orgánica corrupción, elevándose hasta alcanzar la altura de dos metros, desbordándose dentro de nuestras mentes como si siempre hubiese estado ahí, esperando el tenebroso momento de enajenarlas para derramar su delirio cósmico de ambición totalizante.
—Les presento al general Tebusbaldo Fruticoso —dijo Gay Chee Tah, articulando un gesto reverencial. El reptil escamoso y multitudinario Fruticoso se dirigió hacia nosotros muy educadamente, utilizando la percepción extrasensorial de la telepatía: —Estoy encantado, el gran compositor tropical de culto experimental, Severino Huppans, y la reconocida escritora del semanario Noticias el Mundo en España, es un honor y un placer para mí conocerlos en persona. Ojalá pudiera estrechar sus manos, pero cuando adquirimos nuestras formas reptilianas la Ley Draconiana no nos permite mantener contactos físicos con humanos, espero sepan tomar a bien nuestras legislaciones, no queremos ofenderlos, no, de ningún modo, simplemente los hemos convocado, yo personalmente, a fin de hacerles una proposición, como descendientes de reptilianos que son, seguramente lo tomarán a bien… Cuando el reptil hizo una pausa, la periodista volvió a meter la cuchara que tenía por lengua: — ¡No es posible, tío, yo simplemente lo estoy siguiendo a Huppans! ¿Qué significa todo esto? Y usted… usted no es una persona, es una… —Estimada periodista, si está aquí, es porque yo así lo resolví. El bicho no movía la boca, seseaba su lengua bífida y horrible. —Bueno, basta de chácharas, ¿cuál es esa proposición? —lo apuré. —Ah, sí —continuó el general Fruticoso —. En eso estábamos, la proposición.
—Nuestra raza ha puesto en marcha un plan estratégico con el propósito de reconquistar aquella Tierra que alguna vez fue nuestra hace miles de millones de años. Dicho plan, al que se le ha impuesto llamarle Alpha Draconis, tiene por objetivo retomar el control del mundo, un nuevo orden reptiliano surgirá muy pronto y finalmente dejaremos de habitar la oscuridad, de ocultar nuestra verdadera imagen… Lisa estaba a punto de colapsar: —¡Coño, este tío me está hablando adentro de la cabeza! ¡No puede ser real, no es real! —exclamó la journalist, reproduciendo una expresión parecida a la de El Grito de Munch—. ¡Pues me estoy desayunando que soy reptiliana! ¡También hay un apocalipsis en curso! —¡Mierda, mujer, que lo dejes seguir con el relato. A ver si de una puta vez este mundo se va al carajo! —Gracias señor Huppans —dijo Fruticoso y continuó—: Y viendo, pues, la proximidad de estos acontecimientos, voy a solicitarles lo siguiente: a usted, señor Huppans, la composición de una obra conceptual experimental de temática apocalíptica, y a usted, señorita, el documento testimonial que conducirá al señor Huppans a componer la citada obra magnánima. Seguramente se preguntarán por qué; pues bien, debo confesarles: soy ferviente admirador de cierto tipo de música y de cierta clase de libros…, motivo por el cual resolví congraciar a vuestros antepasados… Permítanme explicarles: los reptilianos de Alfa Draconis utilizamos tecnología dos mil quinientos años de avanzada. Podemos manipular genéticamente cualquier tipo de ADN e incluso y sobre todo el genoma humano, con el cual más hemos experimentado, llegando a desarrollar la capacidad de pronosticar el futuro individual de cada persona y de sus descendientes, utilizando la información contenida en la secuencia que lo conforma y cuya información podemos decodificar, intercambiar y combinar con la consustanciada información requerida de dicho ácido nucleico con el de otros organismos vivos. Por supuesto, utilizamos la palabra pronosticar así como ustedes la usan para predecir el clima en esta dimensión continua del espacio-tiempo; mientras el futuro más lejos esté, más improbable será. La raza humana tiene una expectativa general de vida de ochenta y cinco años, los reptilianos de Alfa Draconis triplicamos esa longitud temporal, equivalente o proporcional a tres generaciones de, por ejemplo, una familia humana sobre la cual con nuestra tecnología podemos pronosticar su futuro. En consecuencia, llevamos planeando el fin del mundo hace miles de años y queremos que sea una verdadera fiesta para vuestra raza, motivo por el cual los hemos convocado; ustedes son los mejores en su campo; perfeccionan sus aptitudes artísticas, y, por los argumentos recién expuestos, los he congraciado nombrándolos miembros permanentes y activos de la Orden Draconiana, lo cual en términos generales tiene dos bondades; en primer lugar: en vuestro torrente sanguíneo corre un cincuenta por ciento de ADN draconiano, particularidad que los convierte en figuras públicas y prominentes, como ya hemos visto; en segundo lugar: he resuelto que los híbridos también formarán parte del nuevo orden que regirá sobre la Tierra, es decir que serán testigos y protagonistas de los profundas transformaciones evolutivas que muy pronto verán con sus propios ojos. Esto último, por supuesto, tiene una condición.
La proposición del general Tebusbaldo Fruticoso para sobrevivir al apocalipsis y obtener la ciudadanía reptiliana condicionaba mi retorno a Resistencia city tropical, acompañado —of course— por mi nueva biógrafa oficial, quien tomaría nota de todos los hechos relevantes que conciernen a mi figura pública y privada. Además de garantizarnos las condiciones para desarrollar nuestro trabajo artístico, debíamos necesariamente sine qua non ser partes y testigos directos de la decadencia tropicalíptica, que contribuirían a los fines propios de nuestra labor en pos de un fin del mundo ordenado y sistematizado, en paz y en transición armónica con las demás cosas que serán devastadas. Además, el general Litter nos transmitió tranquilidad cuando certificó y garantizó que contaríamos con un escuadrón de humanoides, los mejores reptilianos, los más aptos y leales, que servirán a la causa bajo sus órdenes. Son centinelas, depredadores asesinos, endriagos modernos de la decadencia y los espantos a vuestro servicio.
Lisa se escandalizó frente al general Litter agitando sus manitos por encima de sus hombros salpicado de pecas. A mí en cambio me dio la sensación, mirando bien sus hombros, de que ella en realidad flirteaba con el reptiloide seseante, quien por su lado, para endulzarla, le aseguró que ella tendría un lugar privilegiado en el Nuevo Orden Draconiano, más exactamente como directora General de Discurso, autora del speech reptiliano de la conquista, proveerá al Presidente de informes y resúmenes sobre temas y lugares a visitar tras la devastación, se ocupará y preocupará por la imagen pública del Virrey, tendrá a su cargo dos ministerios, dos secretarias y cinco subsecretarías con decenas de monitos notariales a su cargo; ciertamente una propuesta tentadora con gratificante remuneración anual, y, claro, la posibilidad de sobrevivir al fin de los tiempos. A mí, en lo personal, me dio la impresión de que Lisa lo medía al lagarto con astucia instintiva y sentido común; por eso lo tanteaba, porque era lo único que podía hacer.
Más tarde Lisa y yo confirmamos nuestras sospechas: los draconianos habían mantenido una cruenta guerra durante cientos de miles de años con otras civilizaciones de razas reptilianas y conocían a la perfección los entramados y estertores de la Humanidad Profunda, pues su existencia en este planeta se remontaba a la Era Mesozoica y desde entonces o antes coexistían con los primeros humanoides en todas las tribus, las comunidades y los pueblos del mundo se habían infiltrado a lo largo de miles de años. En aquel período prehistórico habrían construido sus primeras megaciudades en el denominado Manto Superior, a seiscientos cincuenta kilómetros de profundidad. Estos acontecimientos, si bien no del todo expuestos, contribuyen a brindar una percepción más amplia de otros acontecimientos, los que ulteriormente me tocaron vivir en Resistencia city, tras mi regreso triunfal como celebridad global renacida en otra dimensión del espacio tiempo residual, más enchufada al Subtropicando Profundo pero ciertamente más organizada y debatida, donde finalmente dejo de ser yo mismo Severino Huppans para pasar a ser otro por entero: Severino Huppans él mismo real y verdadero.