— ¡Mirá esos tres giles! —gritó instintivamente el suboficial Santos Carmona, y pisó el freno. Lo hizo como si su bota estuviera aplastando el cráneo de su hijo adolescente o el de un criminal homosexual o el de un paraguayo. Así pensó Santos Carmona cuando pisó el freno del patrullero policial. Era un Corsa traqueteado el patrullero, que emitió un chirrido aparatoso, casi metálico, cuando clavó los neumáticos sobre el asfalto, dejando atrás una nubecita vaporosa de humo blanco hedionda de caucho quemado.
El cielo estaba limpio, sin estrellas. Era seguro el día más caluroso del año en todo el país, cincuenta y dos grados Celsius según el Servicio Meteorológico Nacional.
—PEEERO… ¡¿QUÉ MIERDA PASA?! —dijo, bostezando y desperezándose, el cabo Pinchevsky, recién nomás expulsado de un sueñito que lo tenía de espalda contra el recodo de una calleja oscura y nauseabunda mientras Mirtha la travesti se lo chupaba esmeradamente. Pinchevsky se incorporó tras el sacudón que pegó el patrullero al detenerse; casi se partió al medio la cabeza contra el parabrisas. Puteó rascándose el sobaco y embroncado por tener que volver lidiar otra vez con la realidad real, interpeló a Carmona con ojos extraviados y alzando la papada como un sapo desafiante—. ¡¿So loco vo o qué tené pa frenaa’sííí?!
Carmona venía conduciendo el patrullero mientras el cabo primero Fabián Pinchevsky supuestamente “dormitaba”.
En realidad estaban volviendo para la Comisaría Primera; habían estado patrullando la zona del barrio Central Norte por avenida 9 de Julio al mil cuatrocientos y pico, cuando el suboficial al volante advirtió la presencia de tres vagos, jipis más precisamente, ingiriendo bebida alcohólica y seguramente drogándose en la vía pública.
Así pensó Santos Carmona, como autómata. Lo tenía incorporado desde la Escuela de Suboficiales, cuando recién conoció a Pinchevsky; cuando Pinchevsky era algo más joven que ahora y todavía no empezaba a agarrarle el gusto por la guita y la cometa, se jugaba más por la ideológica, y le enseñó, Pinchevsky a Carmona —no sin cierto resentimiento al transmitir un conocimiento tan preciado—, cómo venía la mano en la calle, cómo era la cosa: “A lo negros hay que tenerlos cagando, reventarlos bien a palos y después preguntarles lo que haya que preguntar”.
Como el cabo primero Pinchevsky tenía una pansa de cuarenta y siete centímetros de diámetro, le costaba movilizarse y no usaba el cinturón de seguridad. La sonora arrastrada de los neumáticos y el sacudón lo abofetearon en el momento más poseso de su depravado sueño, así que se despertó con muy mal genio. El aire acondicionado no funcionaba hace meses así que la baranda adentro del Corsa era truculenta. Cuando Carmona le contó que en el quiosquito del Colorado Mondongo había visto tres sospechosos drogándose, obviamente Pinchevsky se sulfuró y casi entró en fase atómica: “¡Negros de mierda! ¡Negros de mierda! ¡Negros de mierda!”, triplicó, mascando tirria.
Le tomó cuarenta y tres segundos al gordo Pinchevsky despegar su culo pesado y fofo de la butaca del acompañante del Corsa, abrir la puerta y salir caminando muy lentamente, barrido a sus espaldas por la intermitencia estroboscópica rojo-azulada de la baliza policial. “Asardinado voy en este auto de mierda, cada día estamos peor, todo se viene a pique”, protestó el cabo primero, subiéndose los pantalones, para después escupir, casi sincronizadamente, un Moby Dick verde y gelatinoso que estalló contra las baldosas surcadas de la vereda desparramándose como caca de paloma.
El suboficial Santos Carmona era alto y enjuto y hacía todo lo que decía Pinchevsky casi sin chistar. Ambos venían de una redada en Barranqueras; aunque tenían aspecto de haber pasado el día morfando fritangas y panchos. Parecían muy amodorrados, entumecidos por el calor. Caminaron algunos metros por una vereda iluminada tenuemente por un tubo fluorescente blanco alrededor del cual revoloteaban cucarachas gordas y negras y escarabajos de todos los colores.
Era domingo de madrugada en la city. No soplaba ningún viento. La temperatura había descendido, de cincuenta y dos, a cincuentaiún grados Celsius. Un vaporoso manto de humedad parecía reflotar en las calles y repiquetear en las ramas de los árboles. Bajo la noche equidistante, trágicamente perdida en lo tropical.
Pinchesvky avanzó esquivando torpemente un grupo de mesas y sillas de plástico. Por unos parlantecitos carachentos, empotrados a la pared porosa y entelarañada del quiosquito, sonaba Fuegos de Octubre de Los Redonditos. Carmona se ubicó a la derecha de Pinchevsky, aunque un par de pasos detrás. El quiosquito del Colorado no era más que eso, unas cuantas sillas, otras tantas mesas, una ventanita enrejada por donde el Colorado vendía las cervezas y –por supuesto naturalmente– el rocanrol tronando todas las malditas noches, las mismas putas canciones de Los Redonditos una y otra vez, para desgracia de los vecinos, en aquel antro ubicado justo a mitad de cuadra. Eso era todo. Ni caramelos vendían en el quiosquito del Colorado, solamente birra. Por eso se amontonaba allí la vagancia del Central Norte: para chupar cerveza fiada cuando no había guita para la joda perpetua.
No estaban haciendo nada los ñeris. Solamente estaban ahí: chupando y nada más que chupando. Eran tres los vagos, jipis, que estaban chupando cerveza en el quiosquito del Colorado. El Colorado propiamente dicho estaba atrás, en el habitáculo conjunto, del otro lado del aparador de mimbre, mirando en el televisorcito de catorce pulgadas la repetición del resumen de la quinceava fecha del Torneo Apertura «Néstor Carlos Kirchner». Cuando Pinchevsky pasó por al lado del enrejado sacó su tonfa y le pegó tres veces seguidas al rectángulo de fierro que enmarcaba la ventanita, al grito de “¡Colorado, la puta que te parió! ¡Cuántas veces voy a decirte que a esta hora no se vende más nada!”.
Santos Carmona media un metro noventa y tres centímetros de estatura y tenía manos grandes y oblongas igualitas a las del Mono Navarro Montoya. Era flaquito, eso sí; pero fibroso. Bruto como un ladrillo colorado, era prácticamente incapaz de pensar por sí mismo y encima salivaba al hablar. Tenía labios leporinos. No obstante ello jeteó una sonrisa de perfil antes de sacar su tonfa y comenzar a asirla tontamente. Tenía bigotitos Santos Carmona, dos rayitas de carbón.
A los lados se escuchaba el temblequeo del motor de los aires acondicionados de la cuadra. Cada cinco o seis minutos cruzaban como rayos tandas de automóviles y camiones cisterna, que sacudían los vidrios de las ventanas. Sirenas estallando a los lejos. Bocinazos asilados. Tiros perdidos al aire. Algún que otro ñeri pedaleando la calle encima de una bicicleta playera, probablemente robada. Un gato gris vagando por un muro. Un perro ladrando al gato gris. O tal vez a otros gatos.
Y los vagos…
Sólo eso se escuchaba en la calle: la risa de los vagos.
Los vagos por su lado no eran ningunos boludos y ya habían advertido que la yuta les puso el ojo cuando oyeron la dramática frenada del Corsa traqueteado. Sin embargo resolvieron –tácitamente, cruzándose miradas cómplices entre ellos– permanecer allí, seguir charlando y riendo. Estaban sentados a la mesa, chupando una eterna cerveza Báltica. Hablaban al pedo sobre una minita, una tal Pitufina, que andaba cogiendo con Luquitas Guerrasabo. A Luquitas Guerrasabo sus dos compinches lo estaban cargando con Pitufina cuando de manera precipitada y repentina se vieron asaltados por la presencia del gordo Pinchevsky, quien al verlos ahí sentados holgazaneando, chupando cerveza a altas horas de la madrugada y con total y absoluta impunidad –seguramente– drogándose, resolvió hacer su entrada triunfal dándole de patadas a la mesa, la cual voló por los aires junto con la Báltica y los vasos y los paquetes de cigarrillos Marlboro.
— ¡¡¡Juuuuuuera pendejos de mierdaaa!!! —bramó Pinchevsky, descompasándose como un cerdo de trescientos kilos después de haber embestido violentamente contra los polluelos holgazanes de la chacra.
Los vasos eran de plástico así que no se rompieron salvo por el fatídico hecho de que se desparramó un litro de cerveza helada que minutos antes había comprado Luquitas Guerrasabo y para colmo de males, por si esto fuera poco, que los asaltara la yuta, se mojaron todos los cigarrillos con cerveza y si bien la botella de cerveza no estalló en mil pedazos como estaba previsto, sino que simplemente rodó después de caer a la vereda emitiendo, al girar, ruiditos cristalinos y sinceros como un puñado de clavos arrojados sobre una superficie de vidrio. Todos finalmente quedaron hipnotizados durante un par de segundos a causa de la belleza sonora de una cerveza Báltica rodando en la absurdidad más estúpida hasta finalmente detenerse un tramo más adelante, tal vez unos cincuenta u ochenta centímetros más adelante de donde los vagos estaban boludeando, todavía sentados y estáticos y atónitos estaban, los vagos estaban, cuando empezaron a sacudir sus brazos zamarreándolos vigorosamente expresando con ello su ya evidente disconformidad ante el impune y desvergonzado proceder de los agentes del orden.
La mesa terminó patas arriba, bordeando el cordón de la avenida. La botella Báltica escupió las últimas gotas de cerveza, chorreando espuma blanca por el pico, tumbada a pocos centímetros de la mesa, ya muerta. Como era de suponer los vasos también volcaron con toda la cerveza y esa escena, de la cerveza helada y recién comprada y derramada y desperdiciada y la espuma blanca borboteando, a Luquitas Guerrasabo le dio montones de bronca y su garganta se infló de venas.
A todo esto apareció el Colorado Mondongo y su cara de pelotudo consumándose aún más desde aquella ventanita de fierro detrás de la cual su pecosa jeta de mortadela no alcanzaba más que a gesticular fastidio simulando que el incidente entre la poli y los vagos le producía hartazgo (como diciendo: “¡Otra vez NO la puta madre que me parió por qué a mí!”) cuando en realidad lo que soberanamente le rompía las pelotas al Colorado Mondongo era el hecho de que seguramente el cabo Pinchevsky lo obligaría a testificar en su favor y encima tendría que bancarse el trajinar hasta la Comisaría con todo lo que ello acarrearía en su futuro inmediato suyo muy personal; seguramente lo volverían a citar para declarar y lo tendrían de aquí para allá como cuero de picho, pensó el propiamente dicho Colorado Mondongo.
Ni bien Pinchevsky lo vio al Colorado le deseó la muerte desde lo más profundo de su cavernoso corazón y, apuntándolo con la tonfa después de mirarlo como a una criatura incivilizada o de raza inferior, le ordenó: “¡Colorado del orto, apagá esa música de drogadictos!”. Colorado bajó el volumen del equipito de música usando el mouse de la computadora y después rezongó levantando los brazos en cruz y descolgando en ese mismo acto, desde los sobacos hasta los codos, dos mantas fláccidas de piel sebosa, estriada y sudorosa, agitándose como mantos de mondongo humeantes recién sacados de la olla con agua hirviendo.
Pinchevsky comprimió su jeta cuando vio aquel espectáculo desagradable que casi lo hizo vomitar a pesar de que Pinchevsky no vomitaba casi nunca. Se llevó el revés de la mano a la boca y arrugó la nariz, y atómicamente encolerizado, en tres movimientos velocísimos, precisos e impensados —sobre todo teniendo en cuenta la edad y el estado físico de Pinchevsky—: su tonfa salió eyectada de su mano derecha como un arpón para cazar tiburones y como si no estuviera previsto o las probabilidades fueran escasas y/o nulas, pudo atravesar, a pesar de su tamaño y forma triangulada, la ventanita rectangular de fierro del quiosquito, sin desviar su rectilíneo trayecto hasta finalmente reventar el tabique de la nariz del Colorado Mondongo tronando un cric seco y distante y presunta y aparentemente muy, muy doloroso, después del cual cayó al suelo la tonfa y su nariz se convirtió en una fábrica de chocolate.
— ¡Uuuhhh, qué vigilante! —dijo Luquitas, mientras Colorado aplastaba sus rodillas contra el piso. Cubriéndose con ambas manos los ríos de chocolate que emanaban de sus fosas nasales, gritó ayes salvajes y desgarradores. Sus ojos vidriosos podían verse detrás del enrejado de fierro que cubría la fachada del quiosquito.
–– ¿Quién dijo eso? —interpuso Pinchevsky, y, dándose vuelta y frunciendo el ceño y mordiéndose los labios con fruición, achinó sus ojos verdes y saltones.
— ¡Piro si no estábamo hiciendo naá! —metió la cuchara, con tonito de protesta, uno de los ñeris que acompañaban a Luquitas Guerrasabo.
El cabo Pinchevsky sacó su arma reglamentaria 9 milímetros y dio dos pasos hacia adelante e introdujo violentamente el cañón del chumbo adentro de la boca del ñeri, quebrándoles los incisivos centrales y laterales y los caninos y desgarrándole también los labios. Una catarata de chocolate descendió por el cuello del ñeri, rodeado por aros de mugre. Pinchevsky no le dio tiempo ni a gritar al pendejo y lo neutralizó con un rodillazo en los huevos. El ñeri quedó colgando del puño de Pinchevsky, que lo tenía manoteado por un mechón de pelo de la nuca.
El otro ñeri, que también escoltaba a Luquitas Guerrasabo, amagó con arrojarse encima de Pinchevsky pero Carmona le pegó un manotazo que lo dejó nocaut. Luquitas hizo rechinar sus dientes, y de refilón —pura casualidad— lo vio al Colorado Mondongo, nadando en un río de chocolate adentro del quiosquito. Carmona lo miró a Luquitas y después lo miró a Pinchevsky, elaborando una sonrisita jadeante y socarrona. Pinchevsky le devolvió la gentileza y también se sonrió justo cuando un proyectil, una bala, horadó su jeta, la cavidad orbital derecha quedó destrozada. Pinchevsky se desmoronó. El gatillazo se escuchó a cientos de metros a la redonda.
— ¡Mirtha! ¡Hija de mil puta! —gritó Santos Carmona, procurando infructuosamente desenfundar su arma reglamentaria; pero sus manos eran demasiado grandes y torpes. Otra detonación hizo estallar su mandíbula y su metro noventa y tres centímetros de estatura derrumbaron como un pastel de chocolate de tres pisos.
Mirtha llevaba peluca revuelta y rubia y ropa sexy y ajustada. El delineador y el rímel se empastaron alrededor de sus ojos y en las mejillas, de tanto llorar por el gordo Pinchevsky. Estaba nerviosa, sus manos temblaban. Parecía cansada, abatida. Luquitas notó que le faltaba un zapato. Mirtha se desplomó en el piso, tenía la jeta inflamada, trompeada, cuando estalló en llanto. Luquitas metió la mano en el bolsillo de su pantalón y sacó de dentro un cigarrillo corrugado de marihuana, dio dos pasos para acercarse y se lo pasó con la mano:
—Este faso vuela la cabeza.