Después de la operación de cerebelo, mamá parecía recuperarse. Hacía las cuentas, en un cuaderno de tapas rojas que compré por Callao. Se lo compré con la intención de que escribiera algo. Pero mamá no escribía, sólo hacías las cuentas. Si yo no lo hago, si no hago las cuentas, ¿quién entonces?, decía. Yo insistía con que se olvidará de las cuentas, que debía concentrarse sólo en su salud, en recuperarse. Jamás hacía caso. Mamá era muy obstinada; quería que las cosas se hagan a sus modos. La mayor parte del tiempo puteaba, puteaba largo y tendido. A veces gritaba y arrojaba cualquier objeto que tuviera a su alcance contra la pared: un control remoto, un celular, una caja de remedios. Sentía vergüenza de que la viéramos así. No quiero que nadie me vea así, me decía. Yo pensaba que había caído en una depresión profunda, que no podría. Lánguidamente, comenzó a dejar de ser ella misma, real y verdadera. Un mes de posoperatorio; padeció los vaivenes intrahospitalarios y la indiferencia burocrática de los médicos. Pudo moverse, mover sus extremidades; la última vez que la vi sonreír. Parecía que había una esperanza. Su cirujano me dijo, después de la intervención, que podría no ser un tumor, que podría ser una malformación vascular, la lesión que le extrajeron del cerebelo.