Hace mucho tiempo que nadie sabe bien qué es una cosa y qué otra. Si vida, si muerte. Aunque tampoco importa mucho. No en el tiempo en que estamos, al menos. Pero hubo un tiempo en que sí importaba. Fue cuando los primeros muertos empezaron a despertar y andar por las calles y volver a sus hogares como si nada. Como si estuvieran vivos. Como si nunca hubieran muerto. Como si fueran uno de nosotros y nosotros no termináramos de comprender que éramos igual que ellos. O peor: Nunca fuimos moribundos.
Cuando desperté pensé que me había quedado dormido. Es muy tarde, me dije: Debo levantar a Mary, ayudar a lavar su cara y cepillar sus dientes, arroparla, preparar el desayuno y llevarla a la escuela y después llegar a tiempo a la redacción para entregar la entrevista que mi jefe pidió hace días. Es tarde, muy tarde, pensé. Tuve una noche agitada. No descansé bien. Soñé que llegaron a buscar a sus muertos. Saqueando y violentando tumbas, sepulcros, panteones y mausoleos. Eran cientos, no, muchos más, miles y miles los que venían a reclamar a sus muertos desde todas partes de la ciudad se agolpaban tumbando las murallas que cercaban el cementerio. Les decían: En honda congoja y pesar duermen aquellos que un día volverán a la vida, despertad, despertad, que los vivos son el sueño eterno de los muertos.
Dylan husmeaba en uno de los rincones del cuarto. Podría ser que anduviera tras una rata. La casa estaba plagada de ellas. Afuera llovía, hacía tiempo y frío. Tomé un latón que había dentro de uno de los aparadores de la cocina, fregué su interior con un trapo y vertí con cuidado un poco de agua de la cantimplora y lavé mi cara y mis ojos y enjugué mi boca. Luego doblé y guardé las frazadas dentro del bolso y saqué de uno de los bolsillos laterales una barra de chocolate. Quedaban sólo tres. Apagué el fuego la noche anterior, antes de dormirme. A pocos kilómetros de aquí vi ayer a uno de esos escuadrones de hombres vivos violar y ahorcar de las ramas de unos árboles a unas jóvenes. Seguro que durante la noche rastrillaron la zona. Debemos tener más cuidado, Dylan, ¿cierto?
Resolví emprender junto a Dylan rumbo al sur de la ciudad. Un viejo moribundo me dijo ayer antes de perecer en mis brazos que había oído de otro hombre que a su vez se lo contó otro a éste que allí se ocultaba la tercera resistencia. Era poco probable. De ésas historias había a montones. Lo cierto es que venía del norte y en todas partes sólo había más de lo mismo: cielos grisáceos y negros y días azules iguales a las tardes de Resistencia y columnas de humo que se erguían como torres gigantes desde edificios y casas y muertos que huían despavoridos procurando salvarse. Los vivos los cazaban como animales y se los comían.
Anduvimos alrededor de diez u once kilómetros. En la ruta, coches varados, cientos de ellos hechos añicos por la falta de uso y el paso del tiempo. Algunos muertos deambulaban en grupos; podía ver cómo me observaban desde las arboledas. Formaban cuadrillas de seis o siete personas, por lo general, no más; la falta de alimento y agua dificultaba el traslado de un lugar a otro. Poco antes de llegar a una estación de servicio a media mañana empezó a llover. El mismo escenario: cadáveres por aquí y otros desgarrados o lacerados por allá. Le quité a uno de ellos un capote negro que parecía estar en buen estado. Dylan se puso a ladrar y a correr a un gato blanco. En el interior, en los almacenes, anaqueles y estantes vacíos, botellas de gaseosas, cervezas, licores varios, diseminados por el suelo; más al fondo el cadáver quemado y petrificado de un niño sentado a la mesa del bar, tenía en sus manos una fotografía. Me acordé de Mary. Por este lado, paquetes esparcidos de papas fritas y galletas. Busqué en las oficinas. Más de nada. Entré al depósito, sillas y escritorios y papeles carbonizados. Un ropero. Lo abrí y encontré una guitarra enfundada que el fuego no había alcanzado a achicharrar. La cargué y salí y llamé a Dylan.
Había quienes sostenían que era evidente que tal como el señor dios lo hizo con esos chicos a través de Elías y su sucesor Eliseo, y con ese otro que tomó contacto con los restos del último, y con Ezequiel a quien mandó a animar todo un ejército, y con el hijo de la viuda de Naín y con la hija de Jairo y con Lázaro, y con esa caterva que entró a Jerusalén tras la muerte de su hijo, y con su hijo mismo, y después con la santa de Dorcas y con el joven Eutico por intermedio de Pedro y Pablo, respectivamente, como hizo con todo ellos, era evidente que el señor dios los expulsó de la muerte dándoles vida nueva. Sin embargo, nadie sabía decir con exactitud si el señor dios no los quería en la muerte, si es que ésta era un lugar, o si habiéndoles otorgado la resurrección, expulsó a la muerte de los hombres de manera definitiva y los que una vez vivieron, vivos otra vez, ya no volverían a morir y los que una vez pensaron en morir, vivirían lo suficiente como para no saberlo jamás. Faulkner decía: Mi padre decía que la razón de la vida era prepararse para estar muerto. Pues bien, aquí quizá sucedía todo al revés, la razón de la muerte era prepararse para estar vivos.
Perdí la cuenta hace muchísimo. Hace muchísimo fue un 16 de julio de 2.066. Fue el día en que morí y ningún muerto que yo conozca sabe cuánto tiempo lo estuvo. Por lo general los muertos no hablan de sus muertes. A mí no me importaría hacerlo, pero no tengo con quién. Si Mary estuviera conmigo me entendería. Ella tiene seis años y es muy inteligente. Tiene un ojo de color verde y el otro de color azul y sus cabellos son castaños y claros y suaves, igual que las corolas de las flores que a ella le gustaban tanto. Margaritas. Su nariz era levemente inclinada hacia la izquierda igual que como su mamá tenía. Se llamaba Mary, igual que su mamá.
Pero recordé que ese día no era ese día. Y entristecí. Todas las mañanas son así: abro mis ojos y allí están las imágenes postreras que la memoria retiene entre el tránsito de un ser a otro. De un mundo a otro. Como si estuviéramos condenados a presenciar una y otra vez el espectáculo último de nuestras vidas vividas.
Resistencia, junio 2010.