Apocalipsis Punk

Por Alfredo Germignani

—Por qué mierda llueve siempre a baldazos en este puto lodazal —precisó Patricio Punk, encumbrada —en otras épocas— estrella del punk local en Resistencia city.

Lo desencajaron los truenos, lo sacaron a los empujones de la cama los puñetazos de agua que caían desde el cielo y golpeaban el techo de chapa a martillazos. Puso los pies en el suelo y se asustó con el agua helada. Llegaba hasta los tobillos.

—Pero qué mierda… —A los zancones, y en puntitas de pie, balanceándose en su diminuto mono ambiente alquilado intentó encender la luz. Pero el suministro eléctrico estaba cortado o bien habían saltado los fusibles o algún cortocircuito vaya uno a saber. Berreó pero recordó dónde había dejado el llavero que había comprado en los chinos, uno que tenía lucecita láser. Llegó a la cocina temiendo que alguna rata le arrancara dos o tres dedos a mordiscos. Encontró el llavero, tenía forma de pila triple A, y lo encendió apretando dos veces un botoncito, en modalidad linterna. Pronta e inmediatamente, percibió que algo no andaba bien.

El agua ya llegaba hasta sus rodillas y algunos muebles y discos compactos ya flotaban en su mono ambiente. Volvió a berrear. Culpó a los diversos gobiernos de Big Monkey por las inundaciones, las promesas incumplidas, la falta de inversión en obra pública, las cloacas que faltaban con la guita que se afanaban los bancos. Antes era un verdadero punk y estas cosas le chupaban un huevo, pero desde que se peleó con sus padres y tuvo que abandonar su cuarto de adolescente anarquista para bancarse solo las cosas cambiaron y tuvo que conseguirse un empleo de tiempo completo, tuvo que dejar  de huevear con la banda.

Eran pasadas las diez de la noche en la city. Seguía lloviendo a baldazos. El agua corría como un torrente furioso llevándose todo por delante. Patricio Punk asomó su cara a la ventana y volvió a ratificar que algo no andaba bien. Ciertamente, un auto flotaba en la calle. Un caballo, una heladera y un cadáver eran arrastrados por una correntada. Si bien el mono ambiente era una covacha estaba ubicado en una zona supuestamente “alta” de la ciudad, a dos kilómetros del casco céntrico.

Punk había engordado mucho, le costaba moverse. Incluso en su propio mono ambiente le costaba movilizarse con sus propias piernas. Se preocupó bastante cuando escuchó a uno de sus vecinos, pudo haber sido el Lagartija, el Pulga o el Cucaracha, quizás el Gusano, pegar un grito desaforado desde el techo de la destartalada casa de enfrente. Alguno de ellos tiene que haber sido, pensó Punk, que, procurando atajarse del viento y los baldazos, resbaló y cayó a la correntada, que lo tragó como si hubiera estado viva.

Arrastró su trasero hasta el ropero y se vistió, porque dormía con calzoncillos Patricio Punk. Pensó que si este era el fin, él debía estar a la altura de las circunstancias y revivir sus días “más punk”. Se calzó las botas negras, el jean negro apretado que apenas cerró, una musculosa negra de Los Violadores, y una mochila rasgada que alguna vez estuvo entera.

Prepararse para el fin del mundo le tomó algunos minutos. Cuando volvió a mirar por la ventana el agua llegaba hasta los muslos y la correntada ya golpeaba a su puerta. Lamentó perder sobre todo su amada colección de discos punks y la guitarra y el librito donde escribía y componía sus canciones, pues Punk no poseía más riqueza que la de su propio talento aunque eso no le sirviera para nada.

Abrió la puertita del fondo y un viento frío abofeteó su jeta con virulencia. Trepó el murito del fondo, un murito de dos metros de altura de ladrillo visto pero con vidrios rotos de botellas incrustados en el revoques de cemento a los largo del borde de la fila hasta la vivienda del vecino. Costó un poquito, se rebanó un dedo y tuvo que usar una garrafa de diez kilos para balancearse y saltar. Logró agarrarse por la canaleta del desagüe y subir al techo como a horcajadas.

Desde arriba, se asomó a la calle y la calle ya no era más la calle sino un torrente furioso de aguas vivas que lo tragaba todo. Vio las convulsiones de una pareja aplastada por una ola amarronada que arrastraba una madeja de chatarras que la devoró justo cuando un relámpago iluminó el cielo y un rayo de siete kilómetros de longitud y diez coma dos centímetros de anchura, con una descarga equivalente a 17 mil millones de julios de energía y 180 millones de voltios, impactó hacia la zona de Plaza 25 de Mayo de 1810. El centro neurálgico del apocalipsis, imaginó Punk.

Un rugido de aquella descarga sacudió a la ciudad entera, como si un gorila la hubiese aplaudido.

Punk no tenía a nadie en quién pensar ir a salvar. Tampoco jamás salvó a nadie de nada. Ni a su propia banda de punk, de la cual fue líder, pudo salvar del fracaso. Pero Punk tenía buenos recuerdos así que pensó en sus antiguos y buenos amigos y miembros de su antigua y buena banda de punk, Taladro, tal era el nombre de aquella formación, no tenía que ver con nada pero les pareció que sonaba bueno y se lo pusieron. Qué locos que estábamos, pensó Punk.

De pronto hacia el otro lado, de las otras covachas alquiladas, emergió de entre las chapas su vecino, el Cucaracha Fernández, el dealer de la cuadra. Traía un kayak amarillo bajo el brazo, para un solo tripulante. Punk pensó de dónde puta pudo haber sacado el Cucaracha un kayak.

—Gordo, no sé vos, pero yo me rajo a la mierda.

— Dónde vas a ir, Cuca… —comentó Punk, —. Tanta lluvia que caiga así, no es normal… El río fluye hacia el vórtice de la ciudad, donde cayó el mega-rayo. —Apuntó con su dedo índice hacia la plaza principal de la city. El cielo violáceo salpicado de ramificaciones nerviosas fosforescentes volvió a rugir y empezó a llover de nuevo a baldazos—. Es el final.

—El final de qué, gordo. Qué sabés vos —lo ninguneó el Cucaracha, quien empujó el kayak hasta el borde del techo, y se lanzó en el poderoso torrente acuífero que drenaba hacia el centro de la ciudad. Lo siguió al Cucaracha con la vista hasta que la viga eléctrica con transformador y pilares de cementos le cayó encima, carbonizándolo al instante como a un bistec quemado, mientras los rápidos lo devoraban todo.

De a ratitos, bullían sobre el agua islotes de lodo exhibiendo toda clase de cosas en sus vísceras, pero sobre todo cadáveres, palmeras, monos, autos, motos, bicicletas, árboles, perros, gatos, celulares, tabletas, computadoras, televisores, radios, vacas, caballos y remolques, cubiertas y botellas de vino y alambres de púa y latas de cerveza y bolsitas de plástico y algunos que otros tarros de pororó, según lo que pudo contabilizar en su memoria Patricio Punk.

Una pavorosa ola de dos metros de altura que venía llevándose puesto todo por delante dos cuadras atrás arrasó con el complejo de casuchas de las que Patricio Punk era inquilino, literalmente las desprendió del suelo y las esparció en el gran río en el que la city se había transformado. Patricio Punk puteó contra Don Pericón, el viejo que le alquilaba el mono ambiente a un precio exorbitante, con todo lo que aumentan los precios, la inflación, la deuda externa, todo verso, fue lo último que pensó Punk, son unos hijos de puta.

Montado en su mono ambiente iba Patricio Punk, surfeando por las aguas vivas que drenaban dramáticamente hacia su vórtice apocalíptico, en Plaza 25 de Mayo de 1810. Cada tanto, caían rayos de 180 millones de voltios e infinitas ramificaciones arteriales iluminaban el triste final de todas las cosas y las personas que habitaban bajo el cielo furioso de Resistencia city tropical, hundiéndolos en un punto negro sinsentido.

Todos tragados por un puto embudo, el río fluía desapareciéndolo todo.

Cuando pensó que terminaba todo, entre toda la porquería que había en el agua, apareció flotando encima de un lavarropas, lo reconoció enseguida a Don Pericón, quien le reclamó a los gritos el pago de los alquileres atrasados, antes de ser succionado por una anguila eléctrica gigante de dos toneladas y media, cuya boca era el embudo.

—Así termina una de mis canciones —se dijo a sí mismo Patricio Punk, y sonrió.

 

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