A los machetazos en las densidades boscosas de lo tropical, un tributo a Miguel Ángel Moreyra

Por Alfredo Germignani

 

La última vez que lo vi a Miguel Ángel fue octubre de 2017, cuando todavía laburaba en el Museo de Medios de Comunicación «Raúl Delfino Berneri». Fue a pedirme que presentara su última novela publicada Las piedras encendidas, poderosa ficción basada en un acontecimiento histórico ocurrido aproximadamente hace 4 mil años: la lluvia de meteoritos de Campo del Cielo. Acepté inmediatamente. Años atrás había presentado (también a pedidor de su autor) El señor de los velorios, una hermosa y triste novelita capitalizada por un personaje entrañable, Ricardo Pérez, alias Peleco, un hombre ordinario, analfabeto, pobre, a quien no se le conocieron aspiraciones y su trágica existencia no tuvo más ambiciones que la de asistir, intachablemente sin ninguna falta, a los funerales del barrio. Recuerdo muy bien que Miguel Ángel no pudo evitar llorar cuando se acordó de Peleco. El relato social de los desamparados, de los nadies, siempre estuvo presente en su literatura.

El domingo me enteré por una amiga que había fallecido. Yo ni siquiera sabía que estaba atravesando un momento difícil de salud. Me sentí consternado. Aquella vez, en el Museo de Medios, sería la última vez que lo vería. De hecho, la foto que ilustra esta nota la capturó Maxi Franco, fotógrafo del Instituto de Cultura, a pedido mío, para difundir la presentación de Las piedras encendidas. Sin embargo, aquel 18 de noviembre de 2017 no pude estar en la presentación de su libro. El día anterior había llegado al mundo Renzo, el más pequeño de mis tres hijes.

Desde que empezó a publicar sobre finales de los años 90, casi a los 40 años,  tuvo una participación activa en el devenir literario del subtrópico litoraleño. Conocía y en muchos casos era amigo personal de notables escritoras y escritores de nuestro suelo. Militaba su literatura en todos los ámbitos de la vida, era un  ávido lector de sus tocayos y contemporáneos. Conoció la cara de la miseria y la pobreza, fue ungido por las míticas y salvajes historias del Norte argentino.

El pasado 24 de agosto publicó en su muro de Facebook, un fragmento de la última novela que había terminado de escribir, El hombre que fumaba en la luz de las sombras.

miguel a

Otra de las publicaciones que rescaté de su Facebook fue la foto en la que se lo ve junto a sus obras desparramadas sobre la mesa, celebrando la literatura con una copa de vino:

1492615_339514472855665_2043016749_o

“La buena ficción opone un estallido más grande que el universo”, sostuvo el escritor Mariano Quirós, gran amigo de Miguel Ángel, en una reciente entrevista para Literatura Tropical.

Todo escritor lleva en el espíritu de su forma de teclear (entiéndase: hacer bailar los dedos sobre el teclado de la computadora): los sonidos enraizados de su territorio inicial, de la herida inicial de la palabra, aquella que en el vacío da espacio a lo que está por venir: la creación, el estallido de la creación. Escribir en y desde el territorio, sea éste el imaginario de un exilio del lenguaje o de una verdad que por estilo valga la pena, como dice Bradbury, batirse a muerte o cazar tigres.

La literatura de Miguel Ángel Moreyra persiste y perdura. Opone un estallido más grande que el universo. Nuestro universo es ciertamente más tropical que el de Bradbury pero también se bate a duelo con la muerte y caza tigres o yaguaretés. La ficción de Moreyra interpela el territorio, la historia y el fango triste que por destino siempre tiene el pasado anónimo, para nosotros lectores, su prosa se abre paso a los machetazos entre las densidades boscosas del tropical fundante de las cosas sin nombre.

¡Cuánto vamos a extrañarte querido amigo!

Hasta siempre.

 

***

 

Miguel Ángel Moreyra (1)Miguel Ángel Moreyra (27 de septiembre de 1960 – 14 de octubre de 2018). Nació en Resistencia, fue docente rural en El Impenetrable chaqueño. Publicó Cambio de tiempo (cuentos, 1999 – Primer  Premio Provincial Bodas de Plata Lotería Chaqueña), El viento arde sobre el pueblo (novela, 1992), La luna sobre la rama (novela, 1997 – Premio Nacional diario Norte y Meana & Mena Impresores), La cuna florecida (relatos, 1997), Onelio Cardozo (novela, 2007 – Premio a la Novela Provincia del Chaco), Flores en el fuego (novela, 2012), Nuestro señor de los velorios (novela, 2013), Esa larga noche de Lucía Vargas (novela, 2014 – Premio Provincia del Chaco) y Las piedras encendidas (novela, 2017). Sus cuentos forman parte de la Colección Leer Argentina. En 2012, fue distinguido por su labor literaria por la Cámara de Diputados del Chaco.

 

***

 

Comparto los textos que escribí para la presentación de dos de sus novelas:

 

EJEN INCHA LA ELOTA!!!

 

SDFGHSXDF
En la presentación de su novela El señor de los velorios, el 29.07.2013, junto a Mariano Quirós y el artista visual Luciano Acosta.

Nuestro Señor de los Velorios es una novelita vertiginosa, personajes pintorescos y picarones que se aparecen por doquier sin pausa, no dan respiro al lector; avanza y avanza como un tractor fuera de control. Hay en esta historia una verdadera crónica literaria de la vida y la muerte de las personas del gran humedal. En este relato, esa historia está capitalizada por Ricardo Pérez, alias Peleco, un hombre ordinario, analfabeto, pobre, a quien no se le conocen aspiraciones y sin más ambiciones su trágica existencia que la de formar parte de una familia, de un barrio. El relato social de los desamparados está muy presente en la obra de Miguel Ángel Moreyra, su literatura parecen espectros moviéndose entre la realidad y la ficción.

Así casi empieza esta conmovedora crónica: “Don José Bazán lo trajo de allí, para su secretario, cuando una vez él anduvo acarreando postes por aquellos lados (Corrientes). Don Ricardo Pérez quedó bautizado y para siempre en nuestro barrio, y en toda la zona de Villa del Oeste y Villa Alvear como Peleco, y todos lo conocíamos así, con ese apelativo único, sonoro e imborrable y años más tarde seguiríamos recordándolo, con ese mote de firme custodio: traje azul y gastado, como su camisa blanca: cabellera negra, dura y lisa, de rostro ancho y oscuro, de ojos bien achinados; y demás está decir, con aquel bigote rígido, gris, puntiagudo y más entrecano hasta el día de su silenciosa muerte”.

La muerte. La muerte en el Nuestro Señor de los Velorios palpita a cada instante. Así como aparecen personajes en un chasquido de dedos, también desaparecen con la misma sencillez. Y cuando las personas desaparecen, allí está Peleco, el protagonista, haciendo un ritual de culto frente a lo desconocido. Es el hombre frente a la muerte. Perdón, me corrijo: es el hombre ignoto frente a la muerte. Y la muerte (aunque se empecinen en decir que es igual para todos) no es la misma, no es la misma en todas partes.

Escribe Moreyra en una postal que transmite la intensidad de su prosa en la mirada sobre las cosas y las personas que rodean a la muerte, no falto por cierto de humor homeopático: “Peleco, que se había sacado el saco y el corbatín, con los puños arremangados, junto a otros, hicieron con la lona un toldo, apuntalado con postes y sogas, que contribuyó a que los deudos quedarán enseguida al resguardo del aguacero Parece que el finado murió con sed –dijo alguien– y otro avaló lo dicho Y sí, a estas horas, Lunita estaría con unos vasos de Donati con soda en lo de Bazán. De inmediato sirvieron –a la gente– unos platos con empanadas y una ronda de vino en copas pequeñas para comer y beber en nombre del muerto. Otro trueno, hizo como acelerar la lluvia y el sonido del croar de los sapos del riachito Arazá comenzó a escucharse claramente –pidiendo los batracios más agua–. De inmediato, alguien comentó: Estos cururú tienen más sed que nosotros y el finado…

Don Ricardo Pérez, Peleco, dialoga con la muerte, que, vale decir, no acecha como en una novela gótica, sino que llega a ser casi un personaje subterráneo, un laburante de la oscuridad, una presencia misteriosa. Escuchemos por ejemplo este párrafo fulminante: “El viejito Bazán murió en su sillón, afuera de la pista, en la vereda y bajo los paraísos sombrillas que tenía frente a la carnicería. Estaba muerto con los ojos abiertos… morió con lo ocos aberto –dijo Peleco–. Él mismo lo encontró esa tarde y de inmediato corrió la voz del deceso”.

La literatura de Miguel Ángel Moreyra describe con precisión de filigranas la atmósfera barrial, es un as de la narrativa en la manifestación del lenguaje coloquial que construyen sus propios personajes, la vida cotidiana manifestándose sin más, la vida ordinaria transcurriendo en el devenir infructuoso del tiempo. Nada más. Es la vida de gente cuya mirada no pasará más allá del barrio. Con memoria de fotógrafo, Nuestro Señor de los Velorios nos abraza con un alud descriptivo de lugares, bares, casas, ranchos, bailantas, plazas, velorios –por supuesto–, callecitas de tierra, despensas, lagunas, riachuelos, calles… lugares todos donde se anudan los sucesos que traman la historia de vida de changas de Peleco.

Más prosa moreyrana: “Peleco andaba de aquí para allá, trabaja ante cualquier pedido de los vecinos, aún con su avanzada edad, hacia zanjas, plantaba postes, oficiaba de ayudante de albañil, entraba ladrillos, arena; era un hombre de esos que solo sabía trabajar para vivir. A veces, cuando aquellos pibes, ya por entonces muchachones, lo veíamos en horas nocturnas cruzar la calle tres, cabizbajo hacia su otro hogar de cobijo, ya nadie decía chiste o sarcasmo alguno sobre su persona, los muchachos ofrecían sus cigarrillos y otras monedas Eh don Peleco… tome unos cigarrillos… eh Peleco… va unas monedas… Y la cosa quedaba ahí. El viejo custodio, de repente, pasó a ser esa reliquia de un tiempo de niñez y juventud y por ello fue cuidado –cómo un prócer– por la vecindad”.

Más adelante: “Peleco comenzó a transitar una etapa de cementerios, novenarios, velas, flores y coronas, iba de vestimenta única que luego fue tradicional para cada ocasión: un traje rugoso de cierta tonalidad azul gastado. Peleco, el secretario de la pista del Rincón Florido, de ahí en más, pasó a ser para todos los vecinos del barrio, nuestro Señor de los Velorios… Un velorio sin Peleco era como si el muerto era apenas un muerto más del montón, pero con Peleco, el velatorio tenía otra cosa, había como cierta cosa viva y de esperanza en el aire Vio… el Peleco trae tranquilidad a la finada –dijo un hombre en la velada de su madre–. Se nota en la cara de la vieja… y volvía a  decir con todo convencimiento, dando un giro a la cuestión Vio… la finada parece viva en muerta…

Ya dije en otra oportunidad y hoy lo ratifico: conozco a Miguel Moreyra y a su prosa decidida y valiente. Nuestro Señor de los Velorios forma parte de la literatura de los desamparados, la literatura de los anónimos, de los invisibles, de los invisibilizados, los excluidos del Progreso. Peleco fue, pues, sin saberlo, un personaje de literatura, la ficción se apoderó de él porque él vacío y el olvido siempre dan espacio para lo que está por venir, el poder creador. No obstante, no dejo de sentir cierto pudor contenido si lo imagino ahora, a Peleco, en este preciso instante parado frente a nosotros; mirándonos con esos bigotes de alambre, a punto de largar una bronca, arrugando la frente, diciéndonos: “EJEN INCHA LA ELOTA!!!”

El Señor de los Velorios es la nueva novela de Miguel Ángel Moreyra, cómprenla, degústenla, léanla, en su letra, en su literatura, habla la voz de los olvidados. Y esto, no es poca cosa.

 

LAS COSAS SIN NOMBRE

 

getBookImgLas piedras encendidas es un texto de multitudes, de épica y de aventura.

Para mí: la mejor novela de Miguel Ángel Moreyra.

La mejor porque no hay personajes con los cuales el lector pueda identificarse o sentirse próximo. No hay una conexión de ese tipo. La literatura crece a otro ritmo, en otro lugar, definitivamente no en el cuerpo: sino sobre las vastedades fangosas, debajo del duro cielo, la selva eviscerada por miles de lenguas de fuego.

En los cuerpos literarios salvajes las totalidades, los absolutismos, carecen de legitimidad; ninguna sustancia traiciona la propia ficción de su parida historia. En las crónicas primigenias, el lenguaje atroz gobierna la jungla invencible. Cuatro mil años atrás, la esencia de la selva era exigida a través de la sangre.

Describe Miguel: Las bestias cazaban en las tinieblas y con cada muerte hacían la devolución por el pacto acordado; los alientos tomados con violencia era el convenio por sus existencias. En eso residía el poder que entonces ejercían con saña. Era, según platicaban los antiguos, el compromiso asumido con los habitantes de las profundidades, ésos que desde siempre habitaban bajo las raíces de la floresta. Y más adelante, cierra un episodio con este machetazo: Las oscuridades eran propietarias absolutas de todas las cosas sin nombre.

Mientras leía y releía este y aquel párrafo no dejaba de imaginarme aquellos tiempos feroces, de antropofagias, de oscuros sortilegios.

Y me acordé (no sé por qué o si a propósito) de La guerra del fuego, de J. H. Rosny —pseudónimo usado por los hermanos belgas Joseph-Henry-Honoré Boex[1] y Sheraphin-Justine-François Boex—, me acordé de las escenografías majestuosas que rodeaban a los elementos primarios en sus páginas más bellas: «Lo mismo que el fuego, el agua le parecía al Oulhamr un ser innumerable; lo mismo que el fuego decrecía, aumentaba, surgía de lo invisible, se precipitaba a través del espacio, devoraba animales y hombres; caía del cielo y llenaba la tierra, infatigable, utilizaba las rocas, arrastraba las piedras, la arena y la arcilla; ninguna planta ni animal podía vivir sin ella; silbaba, clamaba, rugía; cantaba, reía y sollozaba; pasaba por donde no pasaría ni el insecto más diminuto; se la oía bajo la tierra; era muy pequeña en su fuente; crecía en el arroyo; el pequeño río era más fuerte que los mamuts; y el río tan grande como el bosque. El agua dormía en el pantano, reposaba en el lago y avanzaba veloz en el río; se precipitaba en el torrente; daba saltos de tigre o de musmón en el rápido».

Las asociaciones literarias son arbitrarias como en general toda buena literatura es arbitraria. Construir una buena ficción requiere dedicación para encontrar la voz, disciplina para desarrollar el tono y cuerpo para forjar el estilo. Al final: el cuerpo es la literatura: lo es la obra, también: después del final.

Y en Las piedras encendidas encontramos un relato capaz de describirnos en toda su plenitud en menos de ochenta páginas la apertura cósmica durante aquellas edades famélicas. Primero hubo uno, dos, tres, siete, diez, veinte, una sucesión de zumbidos y amplias estelas blanquecinas que surcaban oblicuas las distancias de las alturas, y tras ellos, de inmediato, unos golpes tremendos con temblores violentos que convulsionaban la naturaleza entregada… De seguido, el fuego se extendía imparable por las planicies con una fuerza rojiza y destruía todo lo conocido. Hacia arriba se elevaban unas formas encimadas, gigantes y apelotadas de humaredas y con unas llamas que horadaban de quemazones la vastedad, cubriendo la extensión del firmamento con resplandores sonoros. La noche con todas sus sombras y sus luces estaban sometidos a una hoguera infinita.

Afortunadamente no creo en la literatura de los primeros. Si Fulanito lo hizo primero que Sultanito, y si Sultanito no fue acaso quien lo hizo incluso antes y mejor que Menganito, que ya había por su parte copiado a todos los demás, que al final no eran más que copias baratas del resto.

Vamos a dejarnos de macanear con esas cosas.

Si somos una copia de una copia o una improbable versión original, ya no importa. “La buena ficción opone un estallido más grande que el universo”, sostuvo el escritor Mariano Quirós en una reciente entrevista.

Todo escritor lleva en el espíritu de su forma de teclear (entiéndase: hacer bailar los dedos sobre el teclado de la computadora): los sonidos enraizados de su territorio inicial, de la herida inicial de la palabra, aquella que en el vacío da espacio a lo que está por venir: la creación, el estallido de la creación. Escribir en y desde el territorio, sea éste el imaginario de un exilio del lenguaje o de una verdad que por estilo valga la pena, como dice Bradbury, batirse a muerte o cazar tigres.

La literatura de Moreyra opone un estallido más grande que el universo. Nuestro universo es ciertamente más tropical que el de Bradbury pero también se bate a duelo con la muerte y caza tigres. La ficción de Moreyra interpela el territorio, la historia y el fango triste que por destino siempre tiene el pasado anónimo, para nosotros lectores, su prosa se abre paso a los machetazos entre las densidades boscosas del tropical fundante de las cosas sin nombre.

Hay que leer Las piedras encendidas. Es un libro que no debe faltar en la biblioteca de un lector chaqueño salvaje.

 

[1] 1856 – París, Francia, 15 de febrero de 1940) es un escritor belga considerado, junto a Wells y Verne, como uno de los fundadores de la ciencia ficción moderna. Durante más de 20 años compartió el seudónimo J.H. Rosny con su hermano menor Séraphin Justin François Boex con el que escribió en colaboración cuentos y novelas, abordando temas naturales, prehistóricos y fantásticos, así como algunas obras de divulgación científica. Joseph Henry Honoré Boex, es el más conocido de los dos hermanos y las obras producto de la colaboración de ambos suelen ser atribuidas por error solamente a él. La conquista del fuego es la más famosa de sus novelas, en parte a causa de La Guerre du feu, película rodada en 1981 por Jean-Jacques Annaud. Terminada su colaboración en 1909, Joseph Henry continuó escribiendo bajo el nombre de J.-H. Rosny (Aîné) («el mayor»).

 

Deja un comentario