Por Marcos Cáceres
Llegaba tarde a la entrevista. Era la primera y única vez. A pesar de su reticencia, Cristian Ambrosio, que no era de comulgar actividades clandestinas, accedió, sin consultar a Mariana, su mujer, y sin embargo se enfrentaría en las próximas horas a una situación semejante. Había tiempo, él lo sabía. Claridad y transparencia en la voluntad de su tío político David Carnes, padre de Elena, habían servido para tomarlo con cierta calma, y analizar el factor apremiante, teniendo en cuenta las circunstancias consanguíneas de Elena, su prima política y prima hermana de Mariana.
En el banco hablaría con David Carnes, actual presidente de la Tesorería, que lo había vuelto a citar. Durante el trayecto, de la clínica Avenida a la sucursal del banco sobre la calle Montecarlo donde trabaja el papá de Elena, no había dejado de reparar en ella, que a cierto y legítimo criterio: era quien realmente debía decidir.
La puerta de oficina abre hacia afuera. Un Jesús esculpido y crucificado en plata, enorme como dos palmos, se alza a espaldas del tío Carnes, quien mira desde un escritorio de madera caoba: camisa blanca de mangas replegadas sobre las del saco color maíz; calvo y de ojos saltones, boca delgada y filosa: seguramente piensa que la cita no agrada.
Su prima Elena precisaba de la intervención: son apenas 17 años: ¿Qué habrá decidido ella? ¿Qué diría Mariana, su mujer, de todo esto? En ese momento, Mariana se encontraba fabricando un feto de dimensiones espeluznantes que sería símbolo en la marcha de los pañuelos celestes que levantan la voz en un NO rotundo.
No pienses que no vas a poder, le dijo a Cristián, te lo pido en serio: un padre se preocupa por el futuro de sus hijos.
¿Y los nietos? Cristian golpeaba el zapato derecho en el mármol del suelo: ¿Elena aceptó?
David Carnes abrió su cajetilla de cigarrillos rubios, eligió uno que ya estaba a medio empezar, por la mitad, quemado y negro en la punta, y lo encendió.
Cristián conocía la visión de su tío político. Ahora le resultaba una especie de magnate de ciudad pequeña: es el tesorero del banco de toda una ciudad: mi sueldo pasa por sus manos, ni más ni menos. De la clínica Avenida salgo a las diez, dijo y prosiguió, podría tener todo listo a media noche.
Cristián Ambrosio prefiguró lagunas estratégicas en relación a las circunstancias que podrían sucederse. Se había acelerado un poco. El pulso creció. Tenía pensado el plan, pero no quería mostrarse interesado en la ejecución. Asegurarse hasta saber qué había decidido su prima política, Elena: fue como olvidarse por completo del paciente: me preocupa que se sepa: Mariana sufriría un colapso farmacológico.
Tío Carnes exhalaba humo: y dijiste que sin experiencia en el rubro. No voy a necesitar cigarrillos en la sala de espera, dijo David Carnes, y seguidamente pensó: Éste me deja tranquilo: el problema sigue siendo la pendeja de mi sobrina, Mariana, y ese, ese bebé desquiciadamente gigante, por Dios.
Todavía faltaba algo y ninguno se atrevió a tocar el tema. Tío Carnes estaba por encender un cigarro más luego de haber dejado detalles en claro, exceptuando, el que comprometía a ambos: colegas y ahora de algún modo también cómplices. Y por supuesto parientes, pensó Cristián Ambrosio: si cae uno caemos todos.
La mierda, puteó para sus adentros: Después aparecen los medios y resultamos una banda de abortistas que operaban con chicas que se negaban a intervenir sus embarazos; los medios van a retorcer todo hasta convertirnos en una red familiar de abortistas que venden fetos a empresas generadoras de células madres para el cáncer. ¡Qué cagado que estamos!
Cristián bebió del vaso de agua.
Su tío Carnes no se encontraba más tranquilo: Cristián está nervioso: No quiero nervios, dijo y volvió a hablar: Es por la familia, y además no hay más doctores cercanos, si cae uno caemos todos: Mariana, vos, mi pobre hija Elena, que no imagina las consecuencias de su ingenua decisión.
Llamaron a la puerta. Ambos seguían sin tocar el tema. Ya va, avisó gritando el gerente de Tesorería, y miró al doctor al otro lado del escritorio, su mismísimo sobrino político, a ver si decía algo así terminaban de una vez con la entrevista.
Cristián también quería irse. Su tío no fue claro con la decisión que tomó Elena. Se lo preguntaría personalmente una vez que se encuentren más tarde, pensó.
Escuchá, le dijo, poniendo la mano sobre el escritorio caoba con el cigarrillo humeando fino entre sus dedos, Elena tiene 17, no puede decidir semejante cuestión. ¿Qué hacemos? Y votemos por ella.
Cristián no podía creer que su tío pudiera sugerir algo así, en tan terribles términos. Volvía a alejarse de la cuestión central, de la que todavía no hablaron, razón por la cual no daban por concluida la entrevista.
Alguien volvía a golpear la puerta. ¡Ya va!, gritó por segunda vez David Carnes, y agregó: Terminemos con esto, ¿eh? Apagó el cigarro sobre el cenicero y volvió a hablar: ¿De cuánto estamos hablando? Gamba y media. ¿Pero en qué condiciones va abortar tu prima, pelotudo?