Por Pablo Black
Me gustaría saber porqué nunca me atrajeron demasiado los circos, pero no tengo una buena respuesta para dar. Hace pocos días salió en el suplemento Radar una nota de Rodrigo Fresán precisamente sobre el circo, y en ella citaba a un tal Jack Handy quien sí daba una verdadera respuesta: “Para mí, los payasos no son graciosos. Me pregunto cuándo fue que comencé a verlo así, y tal vez todo esté relacionado con esa vez que fui al circo y un payaso mató a mi padre”. En mi vida fui muy pocas veces al circo, y nunca pero nunca vi a una mujer barbuda; Alfredo Germignani es la primera que conozco en persona, literariamente hablando, claro.
Diario de un fanático de Scarlett Johansson es extraña desde su título, un título que recuerda con justicia a los de los libros de Manuel Puig. De Puig también tiene otras cosas, como su arraigo decididamente Pop; y bueno, su portada es más que elocuente al respecto. Pero vayamos a lo que importa.
La historia en sí no es del todo rara. A partir de la revisión de un diario íntimo escrito años atrás, el protagonista de la novela revive la historia de un amor enfermizo entre él y su hermana adoptiva, de la que se enamoró poco antes de que se convirtiera en su hermana. Pero digamos que ese patológico amor es normal hasta el momento en que el personaje tiene una pequeña epifanía que se adueñará por completo de su espíritu y salud: minutos después de hacer el amor con su hermana adoptiva, entre las numerosas gotas de lluvia que se deslizan por la ventana de la habitación, ve una que le parece idéntica a la que corre por la mejilla de Scarlett Johansson en la escena final de la película Perdidos en Tokio. Esa similitud microscópica, le permite descubrir otra mucho más grosera: su hermana es igual a Scarlett Johansson; y después otra un tanto metafísica: el destino de su hermana es como el de la lágrima, es decir, un destino de tristeza.
Sin embargo, al leer el libro les resultará evidente que el destino de la hermana no es necesariamente de tristeza, y que por el contrario es el protagonista quien desea un destino triste para su hermana, pues, por una de esas frecuentes mezclas entre psicoanálisis y estética, el tipo necesita que su hermana sea triste como la escena final de Perdidos en Tokio para continuar amándola.
Aunque lo parezca, la historia no es intrincada. Lo importante en Diario… no es el argumento, que no es particularmente original ni quiere serlo, lo importante tampoco son las escenas ni los escenarios en que transcurre la novela. Aquí la cuestión es otra. Como los de Dostoievski, autor de decisiva influencia en estos textos, los personajes de Germignani están en constante estado de precipitación. Hacen bochorno, relampaguean de a ratos y lloviznan todo el tiempo. No son personajes que en el transcurso de su vida padecen episodios oscuros, son vidas oscuras de principio a fin que eventualmente padecen a un personaje. Y cuando la tragedia es el estado permanente de una existencia, como en Dostoievski y Germignani, entonces uno ya no sabe si llorar o reírse; claro que lo mejor es reírse.
Diario… es excesivamente sórdida, excesivamente oscura y trágica, tanto que casi raya lo inverosímil. Pero no se trata de un juego irónico al estilo de César Aira, autor que como un prestidigitador magistral y superdotado agarra los elementos de una historia y los lleva hasta su punto más absurdo, más ridículo, más inverosímil, como una gallina disparando rayos lacers, o un horno a microondas que termina destruyendo el planeta. Dios y Aira son soberbios porque se dedican a manipular a conciencia el sentido y el sin sentido de sus ficciones, y de alguna manera, quien todo el tiempo ostenta su control y su capacidad para crear mundos, no hace mundos sino demostraciones de fuerza. Germignani no es irónico, y podríamos decir que Diario… es inverosímil pero ingenuamente inverosímil, y es precisamente esa valiosa ingenuidad lo que le da gran parte de su encanto.
La suma y la conjugación de todo lo que aparece en la historia da como resultado un ambiente muy particular: un mundo cerrado de crípticas canciones en inglés, bares y habitaciones penumbrosas, citas literarias, endogamia, monomanías, películas reducidas obsesivamente a una escena, sexualidad obscena y malvada, y etcétera. Un mundo que no remite a un afuera, o mejor dicho un mundo arbitraria y enfáticamente recortado del afuera. La novela puede transcurrir en Resistencia y Rosario, pero eso es lo de menos, porque lo que importa a Germignani es crear un ambiente asfixiante donde se asfixien los personajes.
El escritor mejicano Juan Villoro dijo una vez que uno no elige a sus amigos por su prosa. Y tiene razón. De ser así, Borges hubiese tenido muchos menos detractores de los que tuvo, y hubiera salido elegido mejor compañero en casi todos los países hispanos parlantes. Yo me hice amigo de Germignani antes de conocer su prosa. Pensando en lo que hubiese pasado de haber conocido primero su prosa, me dije que también sería su amigo, pero lo tendría como mi amigo freak.
Hablamos de la rareza de la novela, de su fuera de lugar, pero aún falta hacer mención al principal recurso que instrumenta para conseguirlo, es decir la prosa y el vocabulario. Germignani usa “diantre” en vez de “mierda” o “carajo” o cualquier otra, usa “se la está tirando” en vez de “se la está cogiendo”, usa “zurrar” en vez de “golpear” o “cagar a polos”, usa “remembrar” en vez de “recordar”, usa “chalado” en vez de “loco”. Estos términos levemente fuera de lugar, no son mera complejidad ni un alarde de cultura. Apenas desplazados del vocabulario común, son términos inmediatamente comprensibles que sin embargo constituyen un importante grado de excentricidad basado en la dificultad del lenguaje.
Además quiero mencionar el profundo trabajo que hace Germignani con la poesía. Hay páginas de gran intensidad, construcciones que son verdaderamente admirables. Esta por ejemplo: “Mis ojos, pegados a su cuerpo, no se caían; yo quería en cambio que se cayeran y reventaran contra el piso pero no había caso: no caían”.
Quiero mucho este libro porque su mundo es el mundo de Alfredo Germignani, me refiero al otro mundo de Germignani, al mundo con el que sueña todo el tiempo mientras vive en este. Eugenio d’Ors solía decir: “Lo primero, señor mío, tener un universo propio”, Germignani lo tuvo en esta primera novela suya, y en adelante lo más importante es no perderlo de vista. Quien escribe literatura sabe que no es fácil encontrar a la mujer barbuda entre tanta mujer común.
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