Por Ariel Sobko
“Ahora que soy grande me habré dado cuenta
que no todo es tan bueno
detrás de la puerta de entrada de Ezeiza
están el bife de chorizo y el vino
están los vecinos casi siempre obedeciendo
el destino del vigilante medio argentino
está la señora que todos adoran
es la abuela perfecta
pero a un pobre pendejo
que fumaba en una esquina
sin molestar a nadie le mandó a la policía
el pibe se comió”
Andrés Calamaro
La revolución es, acaso, el acontecimiento de mayor grado de oposición al Estado. Una confrontación parlamentaria, un activismo contra-hegemónico o una movilización ciudadana, desembocan en ella cuando el poder estatal insta el mayor grado de oposición. Hay que decir que el grado de oposición al Estado será proporcional al grado de totalitarismo que el Estado ejerza. De esta manera, mientras que la ideología estatal se identifique con el fascismo, es más plausible que acontezca la revolución. En síntesis: un gobierno será fascista si las ideologías opositoras que compiten con él la conducción del Estado alcanzan, por medios revolucionarios, el mayor grado de oposición.
Los hechos suscitados en diciembre pasado han sido, por cierto, hechos de una enorme significación al respecto. Indudablemente los lanzadores de piedras con sus gomeras y molotov, el emblemático “Gordo mortero”, han alcanzado el mayor grado de oposición que define el acontecimiento revolucionario, el cual no tenía lugar desde la oposición ciudadana al dictamen de estado de sitio de Fernando De La Rúa del 19 de diciembre del 2001.
Ahora bien, si retrotraemos el esquema al mundo de hoy, un mundo sin organizaciones armadas, un mundo que adopta de paradigma emancipador la marcha pública, la toma pacífica, el encuentro multisectorial, los golpes de prensa con “verdurazos”, es decir, actos de ciudadanía no subsumibles a una ideología, uno puede preguntarse, en un mundo sin posibilidades materiales de desencadenar una revolución: ¿Qué ocurre con el fascismo?
Ya no se trata del fascismo clásico de Hitler y Mussolini, representado en la milicia soberana, sino del fascismo que atraviesa nuestras vidas cotidianas. Al igual que ocurre entonces con la potencia emancipadora, que circula en actos de protesta fuera del partidismo ideológico: el fascismo circula, a su vez, en un micro-fascismo ciudadano. Así como el mayor grado de oposición al Estado se concentra hoy en la paz de una marcha pública, sin revolución, el fascismo se concentra en nosotros como el menor grado de oposición al poder estatal en nuestra vida ciudadana.
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En efecto, todo ocurre como si la iniciativa de localizar y erradicar un enemigo interno, característica del Estado fascista, ya no se originara exclusivamente en los pasillos del gobierno, sino en las calles, en el mundo de la vida del ciudadano común. Esto no es novedoso. No olvidemos que ya la última dictadura argentina, si bien fuese eclesiástico-militar en términos formales, fue, sobre todo, cívico-militar. El empleado estatal burócrata, el empresario liberal indiferente, pero sobre todo el ciudadano común “colaborador” del régimen, el vigilante medio argentino, como lo describe la canción, sin ventajas ni beneficios de ningún tipo por su alcahuetería, fue siempre el sujeto ideal del fascismo.
Tiempo atrás, cuando era posible la revolución, la carrera política de Mauricio Macri hubiese quedado en la figura de un López Murphy, que, al presuponer la conducción del Estado desde un partido neo-liberal de derecha, el riesgo de desencadenar una revolución con su mandato le quitaban chances de llegar a la Presidencia. Sin embargo, la aparente banalidad de que el Pro surja como un partido vecinal, esto es, constituido a una escala ciudadana, hizo posible un agenciamiento maquínico, tan eficaz como letal, del fascismo clásico de la casta política con el mundo de la vida cívica de las personas. Y es esta maquinación existente entre el fascismo gubernamental, digámoslo así, y la ciudadanía, la que le ha permitido quedarse con el Estado, ya que, con la participación ciudadana en el partido, el riesgo de revolución pareciera disiparse. Según esto, no es sorprendente que el speech de Cambiemos consista en una especie de diálogo entre “iguales”, donde presuntuosamente se machaca “todos juntos podemos lograr el cambio”, es decir, que no se trata por cierto de un diálogo entre el soberano y la ciudadanía, sino más bien de un mensaje corporativo entre empresarios.
Este agenciamiento maquínico del fascismo, digamos, gubernamental, con los vecinos de una ciudad (en el caso del Pro con la Ciudad de Buenos Aires) es lo que resulta del fascismo en un mundo sin revolución, y es la clave para comprender su funcionamiento contemporáneo. Sin organización armada de la oposición, el fascismo toma a la ciudadanía, y en complicidad con ella, esto es, por medio del micro-fascismo ciudadano, llega a ser gobierno.
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La ideología fascista es especial por ser la que mayormente excluye a las demás ideologías en la competencia por el mando del Estado. Un Estado fascista se torna ineluctablemente totalitario, porque su naturaleza consiste en subsumir todos los aspectos de la Nación a su identidad partidaria. De esta manera quiere visibilizar su enemigo interno. Esto baja rápidamente a las calles, hace agenciamiento maquínico con el objeto de lograr que el comportamiento de la ciudadanía sea absolutamente normal al Estado, es decir, sin desvío de las relaciones que permite de las que no permite su régimen ideológico. Para el Estado fascista no hay, no debe haber, una diferencia de corrección política entre un funcionario y una persona cualquiera. De esta forma, el ciudadano que agencia el fascismo partidario a su mundo de la vida, convirtiéndose en un micro-fascista, entrega por completo sus actos al poder político, identificando su comportamiento con la situación. Como decía Foucault, el fascismo que circula en nosotros “nos hace amar el poder y desear lo que nos domina”. Pero el fascismo paga con desastres la simpatía con él, y nadie sale ileso al aceptar por completo la situación sobre la que el fascismo fundamenta su política.
La madrugada del 24 de marzo de 1976, en su alcoba matrimonial, mis padres oían acostados el comunicado general de la Junta Militar por la radio. Mi padre se largó a llorar, a lo cual mi madre reaccionó gritándole: “¡Dejate de joder! ¡Por fin volvieron los milicos! ¡Se va a acabar el este quilombo!”. Esa declamación de mi madre <¡Por fin volvieron los milicos!>, debió replicarse en millones de hogares de nuestro país, y es la misma que oportunamente se escucha en alguien cuando dice <Que vuelvan los milicos>.
Indudablemente el fascismo produce fascinación en la gente, provoca una súbita identificación con cierto orden platónico y religioso, característico de todo poder totalitario. Al contrario de lo que ocurre con la revolución, por la que todo el mundo guarda una suerte de rechazo innominable, el fascismo seduce y conquista a la gente. Todos quieren participar de su goce oscuro, todos quieren decir <¡Hace falta una buena limpieza en este país!, ¡Hay que matar a todos los chorros!, ¡Negros de mierda!>, etcétera, etcétera, y decirlo con la mayor exposición posible de sus dichos.
En la panadería, en la carnicería, en el supermercado, en la oficina o en la confitería, se escucha al ciudadano común, que vive su destino pobre, expresarse como alguna vez lo hubiesen hecho los jefes de altos rangos nazis. El problema es que el ciudadano que así se expresa, como dice el dicho, más papista que el papa, más fascista que Macri, ignora el hecho de que la situación cambia, el Estado es conducido por otro gobierno y ellos no obtienen nada a cambio por sus determinaciones micro-fascistas. Lo mismo le pasó a mi madre, quién ignoraba en el momento de sus dichos que, al poco tiempo, en su propia casa, los milicos apresarían a mi padre por seis años, y desaparecerían al hermano de mi padre junto a su esposa, que representó un verdadero infierno para toda la familia.
Para entregarse al poder estatal de esa manera, el ciudadano micro-fascista debe expulsar de sus actos a los actos políticos de otras ideologías y, sobre todo, a los actos desprovistos de ideologías, los actos no-ideológicos.
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La identificación plena del Estado con una ideología, con exclusión de todas las demás ideologías propio del fascismo, produce así un estado totalitario que encierra a la ciudadanía en una identificación plena con la situación histórico-material. Al circunscribir su forma de vida al ámbito de la forma que adopte el gobierno, el micro-fascista identifica sin reservas la situación en sí con el estado totalitario de la situación. En palabras similares, Levinas, sabiendo leer muy bien la novedad del nazismo en Occidente, definió la filosofía del hitlerismo como la adhesión plenaria del hombre a la situación. “Una concepción realmente opuesta a la noción europea de hombre —dice Levinas— sólo sería posible si la situación en la que el hombre está enclavado (rivé) no se sumara a él, sino que constituyera el fundamento mismo de su ser”.
Sin embargo, la situación es infinita si contamos unx por unx las multiplicidades-existentes que presenta. La noción de <estado de la situación> permite contar por unx la estructura de una situación, cerrando lo que ella tiene de pleno, esto es, asegurando una cuenta-por-unx finita de sus partes. A esto se llega descartando las singularidades, anulando las multiplicidades-existentes de la situación que no sean normales, para el caso, que no sean normales al totalitarismo del Estado. Si para el micro-fascista la situación es el estado de la situación, es porque con su comportamiento pretende estrangular la multiplicidad infinita de la situación en la ortodoxia de una imposible ideología pura que, fundamentalmente, clausura lo político no-ideológico para lograrlo. Por eso es que un micro-fascista nunca asiste a una marcha pública. De cualquier manera, la ontología dice que <el unx no es>, siempre hay multiplicidades-existentes, y en síntesis: no es posible hacerse unx con el estado de la situación, porque el unx, del Estado, como de cualquier multiplicidad-existente, no es. Por más violencia ideológica que se ejerza, el estado de la situación no puede ser nunca unx con la situación.
Indudablemente, el fascismo representa un forzamiento de la función de la política si rechaza los actos no-ideológicos en la gente. Si —y sólo si— el Estado es fascista, pretende expulsar bajo régimen carcelario las distintas ideologías y, en consecuencia, de la vida ciudadana, debido a que es imposible que no aparezca en la malla de relaciones del Estado y en la ciudadanía, ideologías distintas al gobierno. El fascismo sale constantemente de la esfera de lo político por este detalle, con lo cual tampoco es sorprendente el discurso de Cambiemos cuando enarbola su condición de “fuera de la tradición política argentina”.
El fascismo es, en conclusión, sobre todo en su réplica ciudadana, la ideología pura tanto como la anti-ideología pura. Por lo demás, un mundo contemporáneo es un mundo sin armas.
Parafraseando a Alain Badiou, el político no debe ser el guerrero bajo los muros del Estado, sino el paciente centinela que vela la permanencia de lo no-ideológico, que define un horizonte emancipatorio sin las obstrucciones que una ceguera partidaria pudiese causar, y por lo tanto aquel que construye una manera de sondear los intereses comunes, vacíos de ideología, en la vida de la gente.