El héroe que surgirá del ruido

Por Pablo Black

Un fantasma recorre Resistencia: el fantasma de la tropicalización. Y nuevamente, como sucediera siglo y medio atrás en una metrópolis europea, fueron dos inadaptados —por decir lo menos— los responsables de engendrar la criatura espectral que siembra de terror nuestra ciudad. Sus nombres: Alfredo Germignani y Guido Moussa, o Funes y Litter, si prefieren. No obstante, fiel a sus propósitos incendiarios, rápidamente el nuevo dúo se ocupó de reventar cualquier simetría o parecido entre ellos y aquel viejo y más famosos (por ahora, sólo por ahora) dúo de inadaptados: si aquellos, los europeos, fueron rabiosamente barbudos y pilosos en general, ellos serían pelados sin dejar de ser pilosos; si aquellos escribieron desde el centro del mundo, ellos lo harían desde el corazón de uno de los lugares más periféricos y olvidados del planeta; si aquellos afirmaron que la religión es el opio de los pueblos, ellos harían de la marihuana un culto pagano y una manera lúcida de espetar a religiosos y banditas en general, cuán opiáceas e idiotas son. Como puede apreciarse, nuestro dúo no se contenta con llevar la contraria, un ardid demasiado vulgar, ridículamente adolescente cuando uno se ha curtido y refinado lo suficiente. Ellos, más bien, practican el arte de la distinción, de la diferencia. Es cierto, lo suyo es el quilombo, el bardo, el despelote, pero si observamos con atención, veremos cuán sutiles y excelentes suelen ser sus desmanes.

Sutil y excelente, como cabía esperar, es también el engendro de la tropicalización. Germignani y Moussa, o Funes y Litter, si prefieren, han creado algo rotundamente novedoso, algo que podría tomarse por un concepto o, mejor, por una arma química de consecuencias incalculables. Sea como fuere, sin duda son los responsables de un acontecimiento inédito que ha comenzado a propalarse y que, como todo acontecimiento, cuenta con un momento y un lugar de gestación bien preciso. Febrero de 2009, Feria del libro de Chaco. La historia de dicha gestación es ya en sí misma un hecho tropical, un episodio que pareciera emanar de un libro de nuestro dúo de inadaptados, el episodio cero. Fue así. Alfredo Germignani era el plenipotenciario director de prensa del Instituto de Cultura y entre sus atributos estaba el tener que recibir al invitado más groso con que contaba el evento de la feria, a saber: el inmenso y necesario José Pablo Feinmann. Alfredo efectivamente pasa a buscarlo por el aeropuerto y luego de la presentaciones de rigor, le propone que fueran a almorzar antes de recalar por el hotel donde pasará su estadía resistenciana, dado que era pasado el mediodía y seguramente él, el inmenso José Pablo, como sin dudas él, el plenipotenciario Alfredo, estaba muerto de hambre. El inmenso, no menos que necesario, invitado está de acuerdo y entonces parten. Camino al restorán, mientras atraviesan la particularmente fea zona suroeste de nuestra horrible y entrañable ciudad, el invitado se limita a hacer preguntas acerca de su estadía y el programa que lo aguarda; cada tanto y en silencio observa el paisaje por la ventanilla del vehículo oficial, para, segundos después, volver a abrir la boca y tirar un comentario del tipo “salió un poco retrasado el vuelo, pero se viajó bien”, o algún otro igual o más anodino. Ya en el restorán, es Feinmann quien continúa hablando: ahora se explaya sobre su hábito —bajo todo punto insalubre— de trabajar por la noche y dormir —pocas horas, dicho sea de paso— de día. Al tipo, a Feinmann, se lo nota relajado, natural. Es su primera vez en Resistencia y sin embargo no emite comentario sobre el lugar, como si se hallara en un barrio porteño al que simplemente fuera poco asiduo. Concluido el almuerzo y hecha una breve sobremesa, el plenipotenciario Alfredo paga la cuenta con dos vauchers costeados por el erario público, y acto seguido conduce a Feinmann al hotel donde por fin tomará un descanso reparador, pues, como comentara minutos antes, había escrito durante toda la noche y ya era de siesta y aún no había pegado un ojo. El hotel asignado para el inmenso invitado es el Amerian Casinos Gala, y no bien pone un pie ahí y se topa con ese escenario infernal que todos conocemos, larga la primera expresión genuina desde que arribara a Resistencia: Jijiji, ríe socarrón, Tro-pi-cal, dice luego y vuelve a reír, jijiji.

Detengámonos un segundo en el comentario del célebre filósofo-escritor. En principio nada cuesta estar de acuerdo con la primera y quizás única expresión genuina que le arranca nuestra ciudad: “Tro-pi-cal”. Nadie un tanto desprevenido, agarrado más o menos al voleo, se opondría a esa manera de definirnos. Pero si se lo piensa un poco, enseguida caemos en la cuenta de que la expresión “tropical” no encaja ni ahí con nuestra realidad. Definitivamente no somos tropicales, no lo somos geográficamente ni, digamos, culturalmente. Unas cuantas palmeras, mucha cumbia y un calor inmundo no bastan para hacernos tropicales. Es la ignorancia más rancia, en la que no vale la pena detenerse, la que lleva a algunos a suponer que todo lo que se encuentra al norte de ellos es tropical. Y otra cuestión que nos lleva a afirmar que la expresión de Feinmann no se condice en lo más mínimo con nuestra realidad, es que la misma fue inspirada, tuvo lugar, en uno de los enclaves más artificiales, menos resistencianos si se quiere, que puedan existir: un hotel-casino. Todo lo cual nos conduce a la siguiente pregunta: ¿pero entonces qué diablos puede tener de genuina la expresión de Feinmann, una expresión que además de no representar nuestra realidad, ha sido inspirada por uno de los ambientes más universalmente falsos que puedan existir?

Es cierto. Sin embargo, contra lo que dictaba la realidad, había algo en el comentario del gran José Pablo, algo más podríamos decir, que hacía que a Germignani no dejara de parecerle una expresión profundamente genuina. Algo más, sí, pero imposible saber qué.

Transcurrirá cierto tiempo —un tiempo que no conviene medir en horas, meses o años, pues fue intenso más que extenso— en cuyo decurso la expresión feinmanniana rondará como semilla errante por la cabeza de Germignani. Hasta que un día, finalmente, tuvo lugar el encuentro con Moussa; entonces algo nuevo se fundó.

Y lo que se fundó, en principio, fue un sentido, el sentido huidizo de la anécdota feinmanniana, ese algo más que se le escapaba a Germignani y que el encuentro con Moussa permitió capturar. Un sentido a todas luces retorcido, y que podríamos traducir del siguiente modo: para Feinmann no se trataba de la realidad, sino de su más allá, de aquello que precisamente por la intromisión de ésta somos incapaces de ver. El mensaje maestro que nuestro tándem de inadaptados decodifica en la expresión de Feinmann es que lejos de ser un modo privilegiado de acceso a lo genuino, a lo vivo, a lo que vale la pena, la realidad funciona como el mayor de los obstáculos. La realidad es un cuerpo opaco, una pantalla negra a la que se hace necesario inocular una sustancia extraña, artificial —mientras más artificial mejor—, que funcione como una suerte de solución radioactiva, contrastante, translúcida, que deje ver aquello que de común permanece eclipsado a nuestros ojos.

La expresión que la nauseabunda estética del hotel casinos le arranca al gran José Pablo, a saber, Tro-pi-cal, no era entonces una alusión a nuestra realidad, sino al artificio gracias al cual pudo ver lo que había más allá de esta.

Tal fue el sentido, el acontecimiento que Germignani y Moussa, o Funes y Litter si prefieren, supieron extraer de la anécdota feinmanniana. Pero lo particular de este hallazgo, su transcendencia, es que al mismo instante en que captaron el sentido descubrieron el modo de propalarlo. El sentido, si se quiere, no nació aislado sino como un modo de multiplicarse ilimitadamente a sí mismo. Nació como un procedimiento. Y ese procedimiento es lo que nuestro dúo de inadaptados no puede dejar de hacer desde entonces, lo que hace con todas y cada una de las cosas que tocan: tropicalizar.

Tropicalizar es algo complejo. Bien complejo. Pensemos que para que se diera el descubrimiento de la tropicalización fue necesario en principio Feinmann, por supuesto, pero sobre todo fue indispensable el encuentro entre Germignani y Moussa, o sea —en los términos que manejamos ahora—, fue indispensable que Moussa tropicalizara a Germignani, que funcionara para él como una sustancia extraña, artificial, radioactiva; y lo mismo exactamente en sentido inverso, que Germignani fuera todo eso para Moussa.

Sin temor a equivocarnos, podríamos conjeturar que la flagrante rareza y originalidad de este dúo, incluso el alarmante parecido físico que con el tiempo fueron adquiriendo, reside en el grado de inoculación mutua que han alcanzado. Cada uno tiene al otro, al intruso, dentro de sí. Sucede un poco como reza el título del libro de Jim Thompson, El asesino dentro de mí; o, si prefieren, como se titulará, en homenaje indirecto al querido Jim, el próximo libro de nuestro amigo en común Mariano Quirós: La luz mala dentro mío.

Pero la cosa desde luego no termina en la mutua tropicalización. Al contrario, ahí recién comienza. La mutua tropicalización Germignani – Moussa es apenas el big bang, la hipótesis cero de una tropicalización indefinida, virtualmente infinita. Para darnos una idea: que Germignani y Moussa se tropicalizaran mutuamente implicó que emergieran dos nuevas criaturas, Funes y Litter, que acto seguido tropicalizaron una vez más a Germignani y Moussa respectivamente, quienes a su vez, como queda demostrado en Electrónica, la novela que hoy nos convoca, son también capaces de tropicalizar a Funes y a Litter. Por otra parte, nada impide que Litter sea capaz de tropicalizar a Germignani, y éste a aquel, sin olvidar que es perfectamente posible que Moussa tropicalice a Funes, y que éste, no bien tropicalizado por Moussa, se dedique a tropicalizar a algún otro personaje, a Paul Negro, por ejemplo.

La tropicalización no tiene horizonte, porque no respeta fronteras. Lo suyo es mezclar reinos, provocar alteraciones artificiales que conduzcan a lo genuino. Personajes de la realidad tropicalizan a los de la ficción y viceversa. Pero también un elemento, un objeto de la realidad puede tropicalizar a un personaje o a algún otro objeto de la ficción, o de la realidad… Y lo contrario, de más está aclararlo, también es perfectamente posible.

Todo lo cual nos permite arribar a una conclusión que por obvia que resulte no deja de poner en valor el hallazgo de nuestro tándem de inadaptados: tropicalizar es siempre un fenómeno doble, triple, múltiple.  Es decir, se trata toda vez de un acontecimiento colectivo, que crea comunidad. Una persona sola es incapaz de tropicalizar, jamás es un individuo aislado el que tropicaliza, porque para ello debió primero que ser tropicalizado, lo que por definición supone haber dejado de ser uno para pasar a ser doble, múltiple.

Tropicalizar, sin ir más lejos, es también una forma renovaba de definir la función de la ficción. Como mera evasión, la ficción no es nada. Tampoco es nada como disfraz, como máscara que nos ampara para decir aquello que a cara descubierta no tenemos el valor de decir. La función de la ficción es ser un artificio que, paradójicamente, nos permita llegar de un modo mucho más directo a lo genuino, a lo que vale la pena, que la realidad naturalizada. O dicho en otras palabras, lo único que justifica el artificio de la ficción es que cumpla una función tropicalizadora.

Sin embargo, al leer los libros de Germignani y Moussa, o Funes y Litter, si prefieren, pareciera poco menos que imposible dar con estos signos tan positivos con que nos referimos a la tropicalización. Como si nos lo hubiéramos inventado todo, o como si nos refiriéramos a otros autores, a otros libros. ¿Qué puede haber de creativo, de edificante, de reflexivo, de comunitario, en las historias de estos dos inadaptados, historias que por el contrario parecieran exhalar odio, oscuridad, destrucción, desparpajo, irreflexión, historias en las que todo, desde el principio, pareciera ir camino a volar por los aires?

No hay dudas de que lo suyo es la destrucción, el despelote, pero no todos los despelotes ni destrucciones son iguales. Los hay de todo tipo, y lo mínimo que podemos concederle a nuestro dúo es que ha sabido inventar una forma propia y bien específica de destrucción, y a la que sin necesidad de dar, por el momento, otro nombre llamaremos destrucción tropical. Advertimos que se trata de una destrucción que no tiene nada que ver con tifones, malarias, hambre y milicos, modos todos de destrucción que suelen asolar los trópicos y otras geografías menos tropicales como la nuestra. Pero no, su manera de destruir es de otra clase. Consiste más bien en asesinatos sin muertos, no tanto en incendiar la ciudad como en prender fuego al plano que la cubre y que solemos confundir con la ciudad. Es el plano, el mapa lo quieren hacer cenizas, no el territorio al cual no entienden ni pretenden entender. Destrucciones a lo Nietzsche, podríamos decir, lo cual, ¡mierda!, no es poco decir.

Ficciones en las que abundan los asesinatos pero en las que no encontraremos, ni mucho menos lamentaremos, a un solo muerto. Los premeditados y encarnizados homicidios del tándem Germignani y Moussa, o Funes y  Litter, si prefieren, producen el efecto contrario al esperado: cada vida eliminada se transforma en dos, tres, múltiples vidas más.

Electrónicos, folkloristas, poperos, políticos, drogadictos, religiosos, escritores… todos, según Funes y Litter, hijos de mil putas que merecen ser eliminados por cometer el imperdonable error de tomarse demasiado en serio, de creerse lo que creen ser, de defender como si algo les perteneciera sus identidades compradas. Por eso, si existe algún sentido para los apocalipsis que suelen coronar sus historias debe buscarse en esa tendencia incansable a desdibujar formas, a desandar los bordamos con que demarcamos el plano o la tela de la realidad.

Y ahí van ellos, frenéticos tropicalizadores insistiendo por volver al ruido. Con sus abominables artefactos sonoros a todo lo que da, hundiendo las armonías, las formas, en la confusión total, en lo indiscernible.

Y es que ellos mismos se han vuelto ya indiscernibles, como diría Deleuze. No son uno y ni otro sino una comunidad innumerable, una comunidad tropical que no deja de crecer. Son populares en un sentido extremo, pleno, ontológico. Son, si se quiere, los héroes que vendrán. Héroes necesariamente fracasados porque el éxito aún no deja de ser algo demasiado personal, demasiado distinguido. La ultimísima expresión del héroe colectivo. El héroe que surgirá del ruido, del bullicio de la multitud derrotada que sin embargo, por alguna maravillosa razón, no cesa de cantar —se diría, incluso, con felicidad— que “Ooohhh, vamos a volver, a volver, a volver, vamos a volver”.

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