La novia de Franki, 1935

Funes - LitterPor Alberto Litter

El monstruo de Frankenstein no gruñe, parece una motito de cincuenta cilindradas procurando arrancar. El efecto es fabuloso. La película comienza con una juntada en un castillo medieval de Suiza, en alguna zona montañosa de Ginebra, donde la estirada Mary Shelley, su maridito el romanticón Percy Bysshe Shelley y el infaltable Lord Byron mantienen un intercambio de palabras solemnes. Afuera llueve. Mary Shelley le teme a los truenos, a la oscuridad y está tejiendo. Shelley, que es poeta, lee un libro. Byron hace lo mejor que sabe hacer: pasarla bien amándose a sí mismo.

El trío está reunido junto a la lumbre y el calor de una chimenea; se celebran a sí mismo continúa y sistemáticamente, aunque también hablan de otras cosas. Todo es muy gótico. De pronto, suelta Mary Shelley: “Los editores no entendieron que quise escribir una lección moral, sobre el castigo que recibiría el mortal que se atreviese a imitar a Dios”. Of course: está hablando de su novela Frankenstein o el Prometeo Moderno y deja chorrear con esas palabras recién dichas su aceitosa moralina cristiana.

No importa. De todas maneras el monstruo del Dr. Frankenstein no muere calcinado en el molino: se salva. El monstruo hecho con pedazos de cadáveres no habla, y ya de por sí es feo. Así que nadie lo quiere y por las dudas lo viven garroteando. O sea, lo cagaron a palos en la primera película y ahora lo salvaron. En la segunda película lo salvan, es lo que quiero decir, que lo salvan para volver garrotearlo. Por suerte, en la segunda parte le hicieron una novia, que es Elsa Lanchester (¡qué mujer!). Pero la entrada de Elsa Lanchester llega recién sobre el final de la película, a quien obviamente no le quedó otra alternativa más que pasar a portar el apellido de su creador: la novia de Franki.

Seguimos con Franki. Irrumpe una turba de pueblerinos enardecidos, lo persigue sin tregua; tienen palos, estacas, horquillas, antorchas y odian a los monstruos. Pero antes, antes de que lo agarren Franki se hace de un amigo, un viejo ermitaño que ejecuta música clásica con su violín. Además de hacer eso, el ermitaño le enseña al monstruo a chupar vino y a fumar tabaco. Frankenstein, por fin, es tratado como corresponde; es el primer monstruo hecho de pedazos de cadáveres de la historia y se lo merece. “Estar solo, malo —enseña el viejo a Franki—. Amigo, bueno”. Y más adelante le da gracias a Dios por haberle enviado a un amigo para que lo “consuele”.

Obviamente, el religioso es homosexual de clóset. No contento con esta situación, Shelley lo sigue maltratando al pobre monstruo, y todo para darle una lección moral a la humanidad; así que aparece de nuevo la turba enajenada y esta vez sí, tras una breve persecución por los bosques, lo atrapan a Franki y le meten palos por todos lados pero no lo matan, lo capturan con vida y lo encadenan adentro de una fosa putrefacta, cosa de seguir cagándolo a palos más tarde.

Pero Franki se escapa; subestimaron sus fuerzas, su poder. El monstruo se libera, sale de la cárcel y corre por las callecitas de tierra a los colonos que va encontrando en el camino. “Grrrrrrrr, grrrrrrrr, grrrrrrrr”, va gritando Franki mientras espanta a los fanáticos religiosos. Por suerte, llega a esconderse en unas catacumbas repleta de panteones y muertos por todas partes.

Allí se lo encuentra a otro científico loco, quien, a su vez y por otra parte en forma paralela a estos acontecimientos, llegó desde alguna Universidad anglosajona, poco después de los trágicos acontecimientos ocurridos en el capítulo anterior, que devino en el incendio del molino y todos los sucesos que son de público conocimiento, hasta ahora donde recién estamos contando, que es cuando el «nuevo loco» en cuestión logra reunirse con el padre de la bestia, Dr. Frankenstein.

Frankenstein padre se salvó de pedo y no quiere saber nada con volver a joder con todo aquello de revivir un muerto hecho de pedazos de otros muertos. Así entonces y como quien no quiere la cosa, el científico loco —de edad evidentemente más avanzada, tirando para sesenta y pico— convence al Dr. Frankenstein para continuar reviviendo muertos, no sin antes revelarle que él también, por circunstancias ahora superfluas, como científico loco que es —no obstante ello hay que aclararlo—: pudo clonar humanos en miniatura.

Y como no podía ser de otra manera, el Dr. Frankenstein se excita ante la posibilidad de volver a cogerse a la muerte.

En ese marco de apologética necrofilia, es que se encuentran en las catacumbas: Franki y el científico loco recién aparecido en la escena, allí, en las profundidades profundas del anochecer gótico, se entregan, otra vez, ambos dos, el monstruo y el científico loco mencionado varias veces, se entregan —decía, otra vez de nuevo nuevamente—: al vino y a la fumata.

Ya fabricando los trampolines para el final, el científico loco, que se llama —de paso lo digo ya ahora mismo de una buena vez—, Dr. Pretoruis, secuestra el cadáver de una doncella —que será la futura novia de Franki— y sobre el vamos ya la quiere revivir. La verdad es que se excita mucho con la idea de revivir un cadáver y quiere hacerlo a toda costa.

Al final reviven el cadáver de la doncella, la muchachita vuelve de entre los muertos pero resulta que tampoco lo quiere a Franki y Franki dice: “Ella me odia como todos los demás” y una vez dicho esto jala de una palanca y todo se va al carajo, el palacio gótico se derrumba, cae todo, se levanta una polvareda y en otra escena, la escena final, aparecen el Dr. Víctor Frankenstein y su minita, sanos y salvos.

¡¡¡Cómo pudieron haber sido tan hijos de puta con el pobre Franki!!!

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