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Cuando desperté mi pene ya no estaba allí. Espantado, salté corriendo de la cama al baño, palpándome la entrepierna; me pareció raro que desapareciera así nomás, a la mañana siempre se me ponía duro de modo tal que me alarmé, me sentí despavorido, al comprobar con mis propios ojos, cuando me bajé los pantalones frente al espejo y no estaba allí, duro, erecto como debía estar. En cambio me encontré con un…“taponamiento”, no podría explicarlo de otra manera; fue como si nunca hubiese estado allí abajo, siquiera colgando flácido entre mis gambas.
Casi entro en shock, con espasmos inclusive. El corazón me empezó a latir con fuerza pero enseguida neutralicé los nervios clavándome cinco gotitas de Clonazepam diluidas en un vasito con agua mineral. Me sosegué parcialmente, a la vez que el metrónomo bombeador reducía su marcha. Después hice lo que cualquier persona en el mundo en mí lugar hubiera hecho: tomé una selfie del faltante allí abajo y le escribí, azorado, a un amigo en Facebook:
–Loco, mirá –escribí, y adjunté la imagen en JPG al comentario por chat privado.
–¿Y ESO? –Me preguntó el otro e inmediatamente repreguntó: –. ¡¿Sos vos?!
–…Sí, no sé, vieja, me desperté y no la tengo. ¡Estoy desesperado!
–Uuuuuy loco, ¡no te puedo creer! ¿Te das cuenta que es muy loco que te desaparezca la verga?
–Sí, muuuuuyyyy loco.¡Es terrible!
–¿Y qué vas a hacer ahora?
–No sé, no sé…
Desesperado, empecé a darme sonoros sopapos en la cara. ¿Podría estar adentro de mi propia pesadilla? ¿Podría no haber despertado? ¿Podría estar muerto? ¿Podría haber sido secuestrado por alienígenas? ¡Por qué despareció mi pene! ¡Justo mi pene! Pudo haber sido un ojo, un dedo, una oreja o incluso un testículo. Pero mi pene…
Me pregunté, profundamente abatido: “¿Y ahora cómo voy a coger, cómo voy a mear?” Mear… Fue entonces que sentí ganas de evacuar: un torrente de orina pulsándome el esfínter. Sintiendo que me faltaba el aire y que empezaba a sentir mareos corrí otra vez al baño. Me abrí de piernas frente al inodoro y, bajándome el slip, rogué que mi ganso estuviera allí. Pero nada, era extraño, solamente había piel. Mi pene había desaparecido.
Abarajé toda clase de hipótesis en torno a la desaparición de mi pene. Podrían habérmelo arrancado durante la noche, los extraterrestres reptilianos hijosdeunagranpú: ¡fueron ellos!, pudieron habérmelo fileteado y seguramente, si lo hicieron, utilizaron tecnología alienígena de avanzada, lo cual permitió que la extracción de mi pene no fuera dolorosa y sanara rápidamente sin dejar siquiera una mínima cicatriz, tan solo un “taponamiento”, tan solo dos peludos huevos colgando, guachos de pistón; todo esto, claro, sin que yo me hubiera dado cuenta.
También existía la posibilidad de alguna clase de peste, algún tipo de virus… “Una enfermedad que hace desaparecer penes”, pensé. Incluso me dije a mí mismo que podría haber sido mi ex novia la autora de tal salvajada, en complicidad con los reptilianos de Andrómeda, en efecto. Ella solía someter a sus ex novios a toda clase de bromas virulentas, lo hacía por deporte, obvio, porque le gustaba, porque sí nomás. Yo sabía, digo, estaba al tanto, del tráfico interestelar de penes de los reptilianos de Andrómeda; cooptaban minitas despampanantes, como mi ex novia, verdaderas yeguas tropicales, hembras tremebundas, invadían su psiquis, manipulaban sus mentes, y luego éstas seducían arteramente a los machos sementales terrícolas brutalmente dotados para el amor y extirpaban sus penes, para exportarlos al espacio exterior.
Me senté frente a la PC, nervioso. Decidí investigar más. Tecleé: PENES QUE DESAPARECEN.
La Policía de Kinshasha, en la capital de la República Democrática del Congo, ha detenido a trece personas acusadas de utilizar la brujería para “hacer desaparecer o empequeñecer” el pene de varias víctimas. La noticia saltó en los programas de televisión locales, en los que se advertía a los hombres de que tuvieran cuidado al utilizar los taxis comunales. Al parecer, los brujos simplemente les tocaban los genitales y estos desaparecían o se hacían más pequeños. No importaba si era una leyenda urbana o realmente magia negra, el caso es que los rumores desataron una ola de pánico y la Policía detuvo a trece personas. Hace diez años, en Ghana, doce sospechosos este mismo tipo de brujería fueron asesinados por multitudes enfurecidas.
El síndrome de Koro (término original de Java que significa «cabeza de tortuga») o de Suk Yeong es un trastorno psiquiátrico, propio de China, India y del Sudeste asiático, caracterizado por la convicción infundada de que el propio pene se está acortando e introduciéndose progresivamente dentro del abdomen.
También se conoce como Síndrome de Retracción Genital, y la angustia del paciente le lleva a creer que finalmente le causará la muerte. Se acompaña de ansiedad grave yataques de pánico, e incluso en ocasiones de esquizofrenia paranoide. Suele afectar a varones jóvenes y de mediana edad. Se considera un síndrome relacionado con la cultura.
En ocasiones se da también en mujeres, que temen que los labios de la vulva, los pezones o los pechos se retraigan hacia el cuerpo. En 1967 hubo un brote en Singapur, donde miles de hombres llegaron a pensar que sus penes habían sido robados.
El Síndrome de Retracción Genital o el Síndrome de Koro es un trastorno de la ansiedad relacionado con el miedo a la retracción genital. Es un episodio de intensa ansiedad provocado por la creencia de que el pene se contrae y desaparece en el cuerpo, y que el resultado es la muerte. La mayoría de las personas con el Síndrome de Koro son hombres, pero también las mujeres sufren este síndrome: creen que sus genitales externos y pezones serán absorbidos dentro del cuerpo.
La creencia de la retracción genital fue mencionada por primera vez en un texto chino del 300 a. C., y hasta 1970 el Síndrome de Koro fue considerado como un síndrome ligado a una cultura determinada, a pesar de que estaba relacionado con el temor de “\ROBO GENITAL\” que existe en diversas culturas. En la década de 1980 se encontraron algunos casos de este síndrome en diferentes culturas occidentales. Factores precipitantes de los episodios de Síndrome de Koro pueden ser la masturbación, los baños de agua fría o el contacto sexual con prostitutas.
No es un trastorno físicamente dañino, pero la persona que sufre este trastorno puede lesionarse cuando usa herramientas tales como el sedal de pesca o cordones de zapatos para evitar la retracción del pene.
Empecé a delirar. Recordé la primera vez que me hice una paja. Qué hermosa sensación, qué placer. ¡Mi primera vez con Cecilia! La chica de sobacos sudados de la secundaria Chesterton, La domadora de chanchos le decíamos; tenía gambas largas y contorneadas como paréntesis (), qué tiempos aquellos, qué años. Cuando Sandra, La rusa le decíamos, me hizo un pete en el baño del colegio, qué mamada aquella, tras cinco minutos de succión constante mi pene quedó como un colador. La rusa tenía ortodoncias, cómo chupaba pija La rusa…
De pronto me sentí trágicamente angustiado. ¡Cómo pudo haberme ocurrido esto a mí! ¡Jamás me quejé del tamaño de mi pene! Es más, si bien estaba brutalmente dotado para el amor, ¿qué podría significar? Un tipo como yo, con diecisiete centímetros de pene –después de los quince ya es considerado “grande”–, que siempre fui generoso y dejé a mi ex novia, en innumerables garchadas, que me metiera el dedo adentro del ano durante la eyaculación, para multiplicar el placer, para qué más. Bueno, está bien, nos gustaba a los dos: meternos el dedo en el ano, pero jamás pensé que ella… Tal vez, es cierto, la cuestión del tamaño de mi pene podría reforzar la teoría de los reptilianos de Andrómeda. Ciertos ufólogos sostenían que los reptilianos utilizaban penes humanos como manjares culinarios. Pero ¿qué clase de marcianos degenerados eran aquellos de Andrómeda que seccionaban, cocinaban, comían penes?
Estrellé mi cabeza contra el teclado de la computadora, abatido. Rompí en llantos, golpeando mi puño contra la mesa del escritorio (reiteradas veces, para imprimir más dramatismo al asunto), pedí, supliqué a gritos que me devolvieran mi pene, que mi pene volviera aparecer allí abajo, donde ya no estaba. ¡Cómo lo extrañaba! Sobre todo cuando me tocaba, lo buscaba, entre mis dos huevos, y no lo encontraba. Naturalmente, mi pene no regresó. Tampoco lo hizo al día siguiente.
Para colmo, mi amigo, el de Facebook, me compartió un GIF para levantarme el ánimo:
Yo seguía desesperado. Las ganas de mear eran insoportables. Me dolía muchísimo la cabeza. Me tomé una pastilla de Migra y al ratito la jaqueca pasó. Pero seguía desesperado, de todos modos. Las ganas de mear aumentaban. ¿Me estaría volviendo loco? En realidad me aterraba pensar que iba a formar parte del imaginario colectivo de rarezas eyaculado a diario por los titulares de diarios para amasar cerebros débiles con sus realidades parciales y fragmentarias, como si un acontecimiento, hecho y/o circunstancia pudieran subordinarse a un epígrafe sensacionalista. Ya me imaginaba yo, centro de burlas de todo el país, representado para el Espectáculo en una placa roja de Crónica TV:
Al rato junté fuerzas y me fui al médico. Le conté todo lo que me pasó; mi pene, que ya no estaba, cuando desperté había desaparecido. Le hablé sobre mi ex novia y mencioné a los reptilianos. También le conté sobre el Síndrome de Retracción Genital o el Síndrome de Koro; pude no haberlo hecho pero aludí a la cuestión para que no pensara que yo era un caído del catre, un pelotudito cualquiera. Naturalmente, enfaticé que él, como facultativo matriculado, daría el diagnóstico final. El tipo esbozó una media sonrisa frotándose la barbilla con los dedos pulgar e índice, frunciendo el ceño. Pensó seguramente que yo estaba loco. Me pidió que me bajara los pantalones.
–¡Enfermeraaaaaaaaaa! –exclamó el médico, después de observar detenidamente mi zona inguinal. Su media sonrisa desapareció. Se echó varios pasos hacia atrás, evidentemente desconcertado. Su cara se desdibujó. Luego salió eyectado, atravesó una puerta vaivén metalizada, gritando–: ¡Enfermeraaaaaaaaaa! ¡Venga urgenteeeeeeeeee!
Al instante el médico regresó escoltado por una enfermera de aspecto desquiciado.
–Observe, observe este cuadro –dijo el doctor, señalando con un palito de madera.
–¡Ooooohhhhh por Dios! –exclamó la enfermera, llevándose la mano a la boca. Me sentí un poco peor pensando que mi verga hubiese calzado perfecta en esa “O” recubierta de lápiz labial.
–Mire… su pene, no está… desapareció –aseveró el doctor, mirando intermitentemente a la enfermera, quien por su lado negaba con la cabeza–. Jamás había visto una cosa así en mi vida.
–¿¡Doctor, qué me está pasando!? –intervine ofuscado y con infinitos deseos de estrangularlo.
El médico me puso una mano en el hombro:
–Pibe… no tengo la más pálida idea.
–¿Cómo te pasó? –preguntó la enfermera sin dejar de mirarme la entrepierna y componiendo una expresión similar a la de El grito de Munch–. ¿Te levantaste esta mañana y no lo tenías?
Asentí, completamente abatido:
–Sssssssiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiii. –Me puse lloriquear como una nena, limpiándome las lágrimas con los nudillos–. Además… ¡¡¡tengo muuuuuuuchas ganas de mear!!!
–Es realmente impactante… –dijo el doctor, comprimiendo la pera y arrugando la nariz, asintiendo una y otra vez con la cabeza, estúpidamente. Repitió esta acción algunos segundos hasta que al final soltó, rascándose la cabeza–. Voy a serte sincero, pibe –su expresión se endureció–, podría ser una rara enfermedad patológica llamada Pene Oculto pero estoy seguro que no se ve así…además se suelen ver los testículos y a vos te faltan, es la primera vez que veo algo así, como si nunca hubiesen estado allí.
–¡Cómo que mis testículos no están! –pegué el grito, desesperado, encorvándome hacia delante de un golpe eléctrico para lograr una panorámica general de mi zona pélvica íntima y comprobar, muy tristemente, que mis testículos, también, habían desaparecido.
Me bajó la presión y me desmayé.
Cuando abrí los ojos estaba acostado sobre una camilla. Paneé a mí alrededor. Todavía me sentía mareado, con la visión algo brumosa. Me encontraba, al parecer, en una típica habitación de sanatorio: iluminación blanquecina, aburrida, olor a agua destilada, alcohol y lavandina, paredes empapeladas con insípidos motivos florales y rodeándome, a ambos lados de la camilla, mis viejos, quiero decir papá y mamá, algunas tías más y otras dos personas que no había visto jamás en mi vida.
Papá me dijo que los doctores trabajaban incansablemente en mi caso. Que era muy raro me dijo, pero que tengamos esperanzas, si mi pene estaba ayer, allí abajo, donde debía estar, lo teníamos que encontrar, me dijo: “hay que confiar en Dios y tener fe”.Mamá en cambio me hizo todo tipo de preguntas, fiel a su estilo, relacionadas con alcohol y drogas, me preguntó si no había bebido demasiado fernet, si no había consumido estupefacientes, llegó a insinuarme que me había “inyectado” marihuana. Una sarta de pavadas tras otra. Ya tenía suficiente yo con la desaparición de mi pene y tener que bancarme además a mis viejos con boludeces. Los corté en seco, les dije que anoche me había quedado en casa, no sé, leyendo a Spinoza, y después me quedé dormido y cuando desperté mi pene ya no estaba allí.
Rompí en llanto, de nuevo. Mis tías me abrazaron, y rompieron en llanto también. Los dos desconocidos que estaban en la habitación, también me abrazaron, llorando. Papá y mamá, como no había más espacio junto a la camilla, se fundieron en un solo abrazo, llorando desconsoladamente. Y todos llorábamos por mi pene, todos en aquella habitación queríamos a mi pene de vuelta, sano y salvo, incluso los dos desconocidos que me palmeaban el hombro.
Un rato después apareció el doctor, trayendo consigo su cara grave y meditabunda. Se paró junto a la camilla, y me dijo:
–Vamos a tener que practicar una intervención quirúrgica –dijo.
–¡Cómo que una intervención quirúrgica!
–Y sí, pibe, el quirófano o te quedas sin pene y sin testículos. –Se llevó en una mano dentro del bolsillo de su guardapolvos, en la otra sostenía una carpetita negra–. Creemos que estás sufriendo una extraña afección caracterizada por un conjunto de anormalidades que tiene en común la presencia de un pene no aparente a la vista, clínicamente se manifiesta por un eje del pene poco visible, como en tu caso. –Sacó la mano del bolsillo y la extendió como dando una indicación–. Lo extraño, pibe, es que en tu caso también los testículos están ocultos debajo de una capa de prepucio, escroto y pared abdominal segregando pus.
–¿Y se va a salvar, doctor? –prorrumpió mamá llevándose la mano abierta al pecho.
–Y…–dijo el doctor, descubriendo la sábana blanca que posaba desde mi pecho hasta la punta de mis pies. Frunció su ceño y se frotó la barbilla con la mano–. Es difícil saberlo… Lo que está claro es que no pudo haber desaparecido así porque así. Vamos a hacer un corte en la zona afectada a ver con qué nos encontramos.
Abrí apenas los ojos, achinados. Luces blancas, brillantes y circulares brumaban mi panorámica soñolienta. Vi al doctor, borroso, confuso, su barbijo, sus guantes blancos de látex, su bisturí. También vi a la enfermera. También vi a mamá, a papá. También vi a mis tías. Vi a los dos extraños. Todos arqueándose sobre mí, encapotados. ¿Era posible que estuvieran todos allí?
Percibí una incisión fría sobre mi abdomen, era raro; debía estar sedado por completo. El doctor hundió su cabeza en mi zona inguinal y un segundo después fue decapitada por alguna clase de succión. Fue un ruido seco, cavernoso. Ahora su cabeza también estaba metida allí dentro, con mi pene, con mis huevos. La escena escandalizó a la enfermera, que pegó un alarido mientras mi papá, mi mamá y mis tías huían espantados de la sala de operaciones, tropezando entre charcos de vómitos y arrancándose mechones de pelos. Excepto los dos desconocidos, quienes permanecieron allí petrificados, uno a cada lado de la camilla, mirándome. Sus ojos comenzaron a lanzar pulsiones lumínicas, fractales intermitentes. La enfermera finalmente salió corriendo de la sala de operaciones, aún llevaba puesto el barbijo, corría moviendo sus brazos por encima de su cabeza, gritando:
– ¡Se lo está comiendo!
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